por Eduardo Romano
(Universidad Nacional de Buenos Aires)
RESUMEN
No casualmente el título coincide con un eslogan muy divulgado y que intenta conservar la memoria acerca de un hecho y de una víctima. ¿No lo son también aquellos escritores a los que una mezquina
política de mercado condena poco menos que al olvido, luego de que durante décadas animaran el proceso literario nacional y obtuvieran reconocimientos de diverso carácter por su producción?
No me cabe duda de que Bernardo Kordon (1915-2002) fue uno de esos animadores de la narrativa nacional, al que es indispensable volver para que se entiendan mejor algunos cambios sucedidos en ella a partir de los años 50, aunque su culminación date de la década del 60 y un poco más.
En 2003, cuando murió en Chile Bernardo Kordon, tuve oportunidad de experimentar, una vez más, ese ejercicio perverso de la desmemoria que practicamos con tanta asiduidad los
intelectuales y que siempre señalamos como una deficiencia de los otros, de los que no pertenecen al campo: gente común, periodistas, políticos. Me dolió, como puede dolerle a un agradecido lector de muchos textos memorables de Kordon, que sólo lamentara su desaparición la prensa chilena o que tuviera que leer en El País de Montevideo un informativo y afectuoso artículo de Osvaldo Aguirre.
Por eso encabecé con un eslogan que recorrió el país en los últimos años mi aspiración a reconstruir el papel en cierto modo bisagra de Kordon, lo cual ayuda a visualizar mejor linajes y trayectos muchas veces olvidados. Parto de sus comienzos, es decir de 1936 y de La vuelta de Rocha. Brochazos y relatos porteños, editado por la Agrupación de Jóvenes Escritores, en los talleres gráficos de la editorial Claridad, y con ilustraciones de Arrigó Todesca. El nombre de
Claridad señala ya un parentesco con los llamados escritores de Boedo que sus textos, en gran medida, desmienten. Por lo menos no tropezamos con el humildismo pietista, ni con el naturalismo que busca escandalizar al pequeño burgués ilustrado, principal consumidor de los productos que llevaban esa marca editorial. Y lo desmienten estas narraciones (dejo aparte Arte made in USA, una condena argumentativa y sectaria contra el cine norteamericano) en tanto focalizan figuras marginales sin ninguna conmiseración especial. Además, y desde la página inicial de “Sábado inglés”, el discurso tiende a estetizar un ámbito y unos actores sumidos en la miseria o la abyección, por ejemplo animizando ciertos objetos: el resero, estatua distintiva del barrio de Mataderos, “espera se le desentumezca el caballo de bronce para ir él también a quilombear”.
Eso no implica que los aspectos sórdidos sean eludidos. Forman parte de la enumeración metonímica y, en la estetización, tampoco se eluden los términos vulgares e incluso lunfardescos. Ya apareció “quilombear” (por asistir a los quilombos, voz africana convertida en sinónimo de prostíbulo) y poco después anoto “sublevaciones bragueteriles” o “amor letrinoso”. La inmersión canallesca de los jóvenes en ese submundo prostibulario del arrabal adquiere un sesgo de denuncia que ahí parece identificarse con los fines pedagógicos que no sólo los boedistas –antes de ellos el socialismo narrativo de Roberto J. Payró y parte del anarquismo literario de Alberto Ghiraldo–, habían practicado en nuestra literatura. Pero lo salvan de naufragar en el discurso aleccionador la tensión violenta que trasuntan
ciertas expresiones vulgares, metáforas o estas ironías: “Inútilmente busqué la poesía en el fondo violáceo del permanganato disuelto en la palangana”. Al presentar el volumen, Raúl Larra lo relaciona atinadamente con otros escritores (Carriego, Arlt, Scalabrini Ortiz) que aprovecharon el habla porteña para sus escritos, aunque luego, y en especial a propósito de los jóvenes desorientados que bosqueja Kordon, enarbola la esperanza comunista de que ya conocerán a Lenin.
Al margen de ese optimismo ingenuo, el prologuista ha mencionado un nexo con Roberto Arlt que los otros textos reunidos en este volumen corroboran. Un ejemplo notorio en “Los crotos”, último cuento del libro, es la reacción de Ramón cuando es provocado por un
homosexual, pues no difiere mayormente de la que adopta Silvio Astier en El juguete rabioso. Además, el narrador participante, que integra un grupo de muchachos protagónicos, es víctima a veces de las burlas de Ramón “por la afición que sentía hacia la mecánica”, por sus lecturas acerca de “la alimentación y distribución de los motores”, que les explicaba a los demás hasta que Raúl, bostezando, lo interrumpía:
–Joven, usted promete mucho. ¿Por qué no instala un tallercito para vulcanizar condones?
Al margen de esa afición por los inventos insólitos, que Sarlo (1992) analizó a propósito de Arlt, aflora asimismo en esos textos un imaginario muy personal y que asimila espacios o habitantes de la ciudad puerto a la navegación:
Este conventillo parece un transatlántico trasplantado en tierra firme y puede merecer la envidia de sus congéneres mediterráneos.
El grupo de “Los crotos” marca distancias con respecto a los adolescentes cómplices de la primera parte de El juguete rabioso y más aun con los esperpentos que protagonizan Los siete locos y su continuación. Conforma una típica “barra” de café donde se cruzan estudiantes y buscavidas, diarieros y huérfanos criados de favor. Ese ámbito, su “quietud envenenadora”, no los satisface, quisieran disfrutar el corazón de la ciudad u otros confines indeterminados:
“Caminábamos. Buscando el resplandor céntrico. Hubiéramos preferido emborracharnos de horizonte”.
En busca de esa borrachera viajan al sur, en un tren de carga y como polizontes, se cruzan con un par de militantes que han elegido su destino y se burlan de su “escepticismo de tertulianos de café”. Separados en el trayecto, todos finalmente regresan a la temible ciudad, aunque Ramón luego vuelva a partir, esta vez hacia el norte. Inicia así un motivo fundamental en la narrativa kordoniana: la búsqueda a través del espacio, el homo viator que reivindica algo
distinto frente a la amenazante homogeneidad modernizadora.
Esa clave reaparecerá en algunos textos futuros. Antes, pasarán sus escritos por una cierta regresión hacia el realismo socialista que acababa de ser impuesto como teoría oficial en la URSS. Por eso el protagonista de La isla (Editorial Problemas, 1940) hace su trayecto del interior a la gran urbe y de la ingenuidad a la concientización.
Ese mismo año, la A.I .A.P.E., institución cultural filocomunista, publica Un horizonte de cemento. Relato enunciado por un individuo itinerante que va recorriendo bares, fondines, lecherías de la recova y de las zonas aledañas a la estación Retiro, lleva un epígrafe del autor
donde consigna el imperativo de toda novela: “expresar la condición aventurera, intensa y mágica de la existencia del hombre” (Rivera, 1983). También narra a unos jóvenes el episodio que lo impulsó a vagabundear, sucedido cuando “esta ciudad estaba habitada por otra clase de gente” (Kordon 1981, 26). Había salido con un grupo de amigos ansiosos de diversión, pero unos patoteros los interpelan y asesinan a Joaquín, el que estrenaba traje nuevo y sobresalía como bailarín. El narrador se siente culpable por haber organizado dicha salida y por no haberse atrevido luego a vengarlo, cuando pudo
hacerlo. Reaparece la asociación del viaje por la ciudad con la muerte y con la expectación de que viajar lejos resulte sinónimo de vida. En un momento navegó en barcaza por el Riachuelo, pero su vocación está en los caminos sobre “un tren de carga”, en retomar el contacto con la tierra. A los jóvenes que están escuchándolo, les aconseja al final de su historia: “Todo este cemento es frío [...] hay que dejar el cemento y buscar la tierra tibia y linda” (1981, 29).
Sobre ese eje semántico frío/calor (que completa el de vida/muerte) puede organizarse todo el texto, cuyo protagonista se siente por momentos “perro” o “caballo” y en otros narra sus sufrimientos (golpizas, persecuciones), propios de esos mismos animales.
En cuanto a la capacidad de “saber compartir un trago para contar sus cosas a otros y escuchar de ellos las suyas” (1981, 76), marca en su narrativa –para Sebreli– “un punto nodal, el momento fugaz, aunque intenso, del encuentro entre dos o más desconocidos” (Sebreli 1986, 10), la base para “situaciones siempre interrumpidas, nunca acabadas” (18). El señalamiento es válido, pero no generalizable. El suceso que fractura al narrador está vinculado a una ciudad violenta del pasado, la de los guapos que necesitaban demostrar permanentemente tal condición jugando su vida o la ajena. Algo que la narrativa argentina poscriollista sepultó durante la década del 50 con novelas como El sueño de los héroes (1950) de Bioy Casares, Barrio gris (1952) de Joaquín Gómez Bas y Paño verde (1955) de Roger Plá. Además, el clima de Un horizonte de cemento remite a otros narradores del 20 que tampoco comulgaron con las fórmulas boedistas, como Enrique González Tuñón o Héctor P.
Blomberg, alertados al respecto por los “ex hombres” que aparecieran en la narrativa europea con Gorki, Hansum e Istrati (Rivera 1981, 10).
Muerte en el valle (Santiago de Chile, Cultura, 1943) es el primer ensayo novelesco de Kordon. Indaga ambientes similares a los de sus textos anteriores, pero en Santiago de Chile (había viajado en 1939, entusiasmado con el clima fervoroso que rodeaba la creación del Frente Popular). Muchos años después rescribirá pasajes de esa novela, con acertadas rectificaciones, en Detrás de la cordillera
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Su segunda novela, Tormenta en otoño (Buenos Aires, Siglo Veinte, 1943), también escrita en Chile, lleva un par de citas iniciales –de Thomas Mann y de David. H. Lawrence– sobre el sentido de la aventura que no ocultan un deseo curiosamente censurado por la acción: la vida doméstica en pareja parece el antídoto contra la fiebre viajera de Hugo Blanco. Sin embargo, Kordon revalorará pronto el viaje exploratorio mediante un rodeo... El que implica escribir en 1946, para una colección “especialmente dedicada a los jóvenes”, según la advertencia editorial, un texto situado entre ficción y divulgación, Tambores en la selva. Stanley (Buenos Aires, Abril), donde cuenta las vicisitudes del reportero Harry Stanley en África,
enviado por el famoso director del New York Herald norteamericano, James Gordon Bennett, para rescatar a otro explorador extraviado desde hacía seis años, David Livingstone.
Esos aventureros se arriesgaban para civilizar el continente, contra los tratantes de esclavos o ladrones de marfil, aunque finalmente sus hallazgos fueran instrumentados por las potencias coloniales en detrimento del nativo. Ya viejo, Stanley ve con amargura cómo se derrumban todas sus ilusiones de colonizar al África sólo por llevar la civilización, el progreso y el bienestar físico y moral a los pueblos que habitan sus tierras vírgenes.
Convencido de que lo suyo es trabajar sobre un grupo juvenil heterogéneo, pero humilde, en el trance clave de decidir su destino, publica otra novela como suma de relatos alrededor de ese
tópico: Reina del Plata (Buenos Aires, Cronos, 1946). Consta de dos partes fechadas –en 1930.
El relato queda integrado a Historia de sobrevivientes (Barcelona, Bruguera, 1986), cuyo título también hace mención –aparte de lo que el mismo Kordon afirma en A modo de Prólogo o algo parecido– a que
rescata allí no sólo ése, sino otros textos del pasado, como Meu Brasil brasileiro hace con Lampeao .Novela de los desiertos brasileños (Buenos Aires, Del Pórtico, 1953). y 1943, años de alteraciones del orden constitucional argentino– y sus capítulos.