martes, 19 de julio de 2011

ORIGINALIDAD DE MACEDONIO FERNÁNDEZ


Humorista y filósofo a contramano

 

COMO SÓCRATES. FUE ante todo un filósofo oral y un estímulo constante para quienes lo escuchaban. También como el pensador griego, conservó siempre una parsimoniosa excentricidad tan ignorada como legendaria. Así Macedonio Fernández (1874-1952) humorista sutil y filósofo complejo, pertenece a la leyenda de la literatura bonaerense, y su aporte explica en parte la obra de grandes como Jorge Luis Borges o Julio Cortázar.
En la Argentina cultural de la primera mitad del siglo XX, la que cubre la mayoría de la vida intelectual de Macedonio Fernández, la turbia fatalidad de "haber podido ser alguien" en el mundo de las artes y las letras prendió con cierta fuerza, como uno de los últimos ramalazos del patetismo romántico. Era más sencillo pensar que se trataba de un rasgo común a otras sociedades con estructuras e industrias culturales incipientes, pero, a favor de la pomposidad de los que efectivamente "llegaron", terminó por identificarse con las ideas de marginalidad, tragedia o heterodoxia bohemia, casi un destino decretado por dioses poco favorables.
Macedonio se jugó, "macedoniosamente". a no ser una pura apariencia intelectual en un escenario impostado; a trocar por la austeridad, el aislamiento y el desdén de lo mundano, su acceso a los escalafones, los premios, los homenajes y las cátedras que otros cortejaban a veces con obscenidad. Muy tempranamente, a fines del siglo XIX, José Ingenieros se lamentó de su alejamiento, y otros se le plegarán en diferentes momentos.         
Borges fomentará en su tiempo el mito del "socratismo" macedoniano, la leyenda compensatoria de una riqueza oral que se habría perdido irremediablemente al convertirse en las espesuras y oscuridades de su prosa. Habría, entonces, un Macedonio privado e insustituible, que se manejaba cautelosamente por medio de interrogaciones y perplejidades, que enunciaban o encubrían cuestiones fundamentales, y un Macedonio público de quien se nos advierte que se resistió siempre a asignarle el menor valor a la palabra escrita. En el fondo era una forma sutil de diluirlo intelectualmente, que mostró su verdadero rostro cuando muchos de sus usuarios "privados" concluyeron por tildarlo de viejo excéntrico y estrafalario.
El tema de la escritura macedoniana le complicó siempre las cosas a quienes hubiesen deseado leer textos suyos de una tersura ensayística indeleble, y se encontraban por el contrario con construcciones laberínticas y a veces desmañadas o sólo provisionales. Manuel Mujica Láinez lo trató de "loco y mamarracho sólo digno de ser escuchado", y Adolfo Bioy Casares confesó hacia 1976 su perplejidad ante los escritos de Macedonio, cuya fama, al igual que la de Xul Solar, consideraba en cierto modo un invento de
Borges.
Macedonio pudo ser o parecer algo atípico en un ambiente formalista y ceremonioso como el de Buenos Aires de fines y comienzos de siglo. En definitiva los testimonios de época lo presentan sin embargo como un hombre de vida austera y de maneras corteses y reservadas, muy cultor, al estilo de los viejos porteños, del mate, el tabaco, el localismo y la amistad. Lo adornaron, por cierto, algunas anécdotas tramadas por sus amigos y por su deliberado gusto por las paradojas y el misterio, aunque no más sospechosas que las que se suelen atribuir a los personajes más solemnes del campo intelectual argentino. Por ejemplo Macedonio jamás se permitió las descomunales flores que Estanislao Zeballos lucía en sus solapas, ni los sombreros que gastaba Ricardo Rojas. Los propios responsables de admitir y difundir esas anécdotas, como Borges o Scalabrini Ortiz, alertaron sobre su frágil consistencia para describir al personaje, del que sólo revelaban una juguetona vocación por lo insólito y un estilo social poco convencional.
Fue, en lo esencial, una figura extemporánea o periférica porque cultivó un "pensar" y una "escritura" que anticipaban la irrupción de modos nuevos o por lo menos no usuales por aquellos años, en los que comenzaban a replantearse cuestiones más cruciales sobre la naturaleza del lenguaje, la escritura, el conocimiento, la representación.
 
EL RARO EN SU CONTEXTO. Macedonio no fue exactamente un marginal o un marginado del campo intelectual. Su "excentricidad" se debe en todo caso a razones conceptuales más profundas que las del mero repliegue de ciertas habilidades y solemnidades sociales, a las que él renunció en forma bastante temprana, o a las que sólo se acercó para ejercitar su sentido del humor y del absurdo.
En el primer tramo de su vida intelectual, entre 1892 y 1904, Macedonio alternó —como prueba de su inserción en un contexto cultural bien definido— con figuras como Leopoldo Lugones, Juan B. Justo (uno de los fundadores del socialismo argentino), Enrique Larreta, Jorge Borges (padre de Jorge Luis), Carlos Vega Belgrano, José Ingenieros, Alberto Ghiraldo. Con muchos de ellos compartió el difuso ideario utopista y libertario que lo llevará a intentar la fundación de una colonia de artistas en las selvas del Paraguay.
Tras una pausa de casi dos décadas, que se cierra con la muerte de su esposa Elena de Obieta y con el abandono de la profesión de abogado, Macedonio vuelve a ocupar un espacio en el campo intelectual rioplatense. en este caso junto a jóvenes figuras de la vanguardia de los '20, como Jorge Luis Borges, Alberto Hidalgo, Raúl Scalabrini Ortiz, Leopoldo Marechal, Francisco L. Bernárdez y Eduardo González Lanuza. Estos son quienes reconocen la seducción de sus ideas y contribuyen en gran medida a construir el mito "socrático" del escritor. Durante esa etapa de revalorización y madurez, que culmina con la edición de las primeras versiones de No toda es vigilia  la de los ojos abiertos (1928) y Papeles de Recienvenido (1929), Macedonio publica con cierta asiduidad en las revistas paradigmáticas de la renovación artística y literaria: La Proa (9 textos) y Martín Fierro (8 textos), más colaboraciones aisladas en Pulso, Carátula y Libra.
Si este contacto con la vanguardia ultraísta y creacionista es productivo para Macedonio, no lo será menos —en el marco de los años '40— la lectura que realizan de su obra los jóvenes poetas neo-románticos de la revista Huella. O figuras como César Fernández Moreno, quien le dedica una Introducción a Macedonio Fernández aparecida tardíamente en 1960, pero expresión, en definitiva, de su presencia para los integrantes de la llamada "Generación del "40".
Macedonio parece haber tenido mayor eco, sin embargo, en las promociones intelectuales que se sucedieron a partir de los años '50, como lo demuestra la presencia evocativa del escritor en revistas como Letra y línea, Fichero, Zona, El lagrimal trifurca, Literal o Crisis, y los numerosos ensayos y estudios firmados por figuras generacionales de disímil procedencia como Alberto Vanasco, Mario Trejo, Rodolfo Alonso, Ramiro de Casasbellas, Miguel Brascó, Noé Jitrik, Horacio Salas, Eduardo Romano, Germán L. García. Juan Carlos Martini Real, Elvio E. Gandolfo, Ricardo Piglia, etc. A su tumo Piglia integrará la imagen y el legado estético de Macedonio a su novela La ciudad ausente (1992), en la que aparece una "máquina" que no es otra que la teoría novelística del viejo urdidor de perplejidades.
 
ESCRITURA Y GARABATO. El tenor de Scalabrini Ortíz y las reiteradas evocaciones de Borges a propósito de su riqueza oral, alimentaron amistosamente la confusión de verlo como un "pensador" algo heterodoxo, y no como un escritor inscripto con complejidad, en nuevas líneas del hecho literario. A lo sumo se lo vio como emergente extemporáneo de una corriente de la que el "martinfierrismo" vanguardista de los años '20 era sólo expresión fragmentaria y en cierto modo cautelosa.
En textos dispersos como Novela de la Eterna (1929), Sobre "belarte", poesía o prosa (1933), Doctrina estética de la novela (1940), Poema de Poesía del Pensar (1943) o Para una teoría de la humorística (1944), Macedonio planteó de modo anticipatorio la cuestión de los géneros, junto con otros puntos teóricos y técnicos como los conceptos de obra abierta, intertextualidad, escritura. Estos temas reaparecerían, con mayor decantación o prestigio internacional, en la producción crítica de Eco, Kristeva, Sollers, Barthes, Genette, Derrida y otros.
La vinculación del escritor —ya un hombre sazonado que orillaba los 50 años— con los jóvenes vanguardistas de Proa y Martín Fierro no es un hecho aleatorio. Tampoco se vincula exclusivamente con su rechazo antilugoneano de la poesía sujeta a metro y rima. Habría que pensar más bien en el conjunto de su extemporánea y revulsiva actitud teórica frente al carácter "sensorial" del arte, o su negación del carácter "informacional" del mismo. Habría que agregar su reivindicación de la pura neutralidad de lo escrito (condenada en su idea de la escritura como "garabato insulso y uniforme"), que conduciría a la práctica de una prosa despojada de sonoridades, ideas, narración, descripción, información, etc. Esa prosa debía ser en todo caso mostración de sí misma, aunque con suficiente capacidad técnica para producir una emoción en el lector.
Tanto la humorística como la novelística macedonianas procuran crear un estado de conmoción emocional que podría describirse como la súbita irrupción de un “mareo de su certidumbre de ser” . El lo ilustraba con la ambivalente reacción del lector frente al pasaje en que don Quijote se queja de que Avellaneda hubiese publicado una historia inexacta de su vida.
Si la ficción argentina de su tiempo eran las novelas de Eduardo Gutiérrez, Cambaceres, Martel, Ocantos, Payró, Larreta o Gálvez, su actitud enderezará hacia un vaciamiento de los pactos realistas y naturalistas de esa genealogía. La suplanta intempestivamente —a través de las variantes del absurdo, la dislocación, la comicidad, la superchería, etc.— por la narración de una escena y una peripecia vacías de andamiaje anecdótico, puro campo de experimentación de una nueva manera de abordaje de la nada (que en todos los terrenos parece ser la cuestión central del pensamiento macedoniano).
Macedonio propone la construcción de un universo novelístico (el de Una novela que comienza, junto con los papeles póstumos del Museo de la novela de la Eterna), aunque finaliza legando una deliberada e insólita operación de escamoteo de esa posibilidad. Algo que tal vez no resulte tan inusual si la consideramos a la luz de los linajes de la novela moderna. En cierto modo Lawrence Sterne ya anticipó el esbozo de algo similar, hacia 1767, con el final de Tristán Shandy y con el sistema de aplazamientos y derivaciones que constituyen la novela, hasta transformarla en una paradójica epopeya de la acción que se convierte, como dice Shklovski, en un reiterativo mecanismo de "esperas de acontecimientos" que no se producen. Un poco a la manera de lo que ocurrirá más de un siglo y medio después con los textos "novelísticos de Macedonio.
Pero la deriva macedoniana abarca círculos más amplios y problematizadores para su época. Macedonio trabaja, efectivamente, en la dirección de un logro que parecía inalcanzable para la novela realista burguesa del siglo XIX y para sus derivaciones. Se trata de provocar la existencia de un lector activo y liberado de las constricciones culturales del autor y del narrador omnisciente. Tan activo, en definitiva, que llega a desplazar al propio escritor y se convierte —en el caso emblemático de los "colectores" u "ordenadores" póstumos de los papeles de Macedonio— en una suerte de múltiple y genuino productor de sentidos.
Una novela que comienza aparece en 1941, pero el esfuerzo por definir una "novelística" de nuevo cuño se completa (en tanto dossier de la "primera novela buena") con el póstumo Museo de la novela de la Eterna, organizado por Adolfo de Obieta y editado en 1967. En cierta forma es el eslabón final de una cadena que debe ser completada con Papeles de Recienvenido y Adriana Buenos Aires, la "última novela mala", escrita probablemente hacia 1922, revisada por el autor en 1938 y editada finalmente en 1974.
Conjunto sin duda heterogéneo y deliberadamente conjetural, contiene sin embargo las pistas de una estética y es la muestra palmaria del cumplimiento de la decisiva inducción formulada por Macedonio en el "Prólogo final" del Museo. Allí invita "al que quiera escribir esta novela", encarnado precisamente en la figura del recopilador textual que advertimos en la segunda edición de No toda es vigilia y en el propio Museo, sin descontar a los multifacéticos autores, recopiladores y anotadores del proyecto de las Obras Completas.
La poesía de Macedonio, recogida en Elena Bellamuerte (1940), Muerte es beldad (1942) y Poemas (1953), constituye tal vez la zona en la que se advierte, con mayor transparencia, su percepción crítica de lo "real" (tal como lo pensaba el realismo ingenuo de la época). También su intuición del carácter meramente transitorio de la muerte, que sólo obstaculiza el contacto material con la persona amada pero no la fluencia constante del diálogo psíquico, intentado en estos textos con una intensidad lírica en la que no se deslizan ni los típicos desplazamientos macedonianos de género, ni las mordeduras dislocantes del humor.
 
EL MATERO FILOSÓFICO. Humorista sutil y complejo, Macedonio construyó textos y supercherías que balancearon la melancólica imagen de su ascetismo y su deliberado alejamiento del mundo de las convenciones sociales e intelectuales.
Tal vez el momento más "solemne" de Macedonio Fernández haya sido, hacia 1897, la decisión voluntariosa, patética y algo prematura de fundar una colonia utópica en el Paraguay, que concluyó, muy macedonianamente, casi sin comenzar, aunque no sin dejar secuelas quizá profundas. Para esa época el joven escritor admitía, en un texto aparecido en La Montaña ("La desherencia"), la viabilidad del socialismo para responder "muy satisfactoriamente a la pregunta económica del problema social", aunque advertía también que el "drama del mundo" contiene "muchas otras interrogaciones".
Es probable que esta intuición de matero filosófico y criollo, origen de la actitud existencia! de Macedonio, haya encontrado en su interior sólo dos caminos posibles, que él se lanzó a indagar con pertinacia. Uno fue el del Misterio metafísico, materia de libros como No toda es vigilia la de los ojos abiertos; otro el del Humor, convertido casi en una estética excluyente.
Para explorar la vía del humor, Macedonio apeló indistintamente al género epistolar, los esquicios autobiográficos, los discursos apócrifos y sus parodias, su propio anecdotario, real o ficticio, el cuento y algunas burlerías destinadas a ironizar, no muy caritativamente, sobre el universo político criollo, como su famosa postulación presidencial de 1927.
Un modelo casi canónico de humor epistolar es la carta a Jorge Luis Borges en la que Macedonio se explaya sobre el comportamiento irregular de las calles (cfr. Epistolario, en Obras Completas), y otras cartas también prototípicas de esta línea son las del Bobo de Buenos Aires, incluidas en Papeles de Recienvenido, a partir de la edición Losada de 1944.
En todas ellas el mecanismo detonado se basa en la aplicación de recursos corrientes de la retórica humorística, utilizados para que la sensación de absurdo irrumpa con toda su potencialidad y provoque, siquiera por un instante, la sensación de libertad frente a la inexorabilidad y las constricciones de la razón universal.
 
MACEDONIO AL PODER. En 1927, en tiempos en que se estaba gestando la segunda elección presidencial de Hipólito Yrigoyen para suceder a su correligionario Marcelo T. de Alvear, Macedonio tramó una de las mayores supercherías humorísticas de su carrera: su seudo postulación como candidato a la presidencia de la República.
El momento político era en realidad crítico, y en el propio campo de la vanguardia "martinfierrista" culminaría con el cese de la revista Martín Fierro, resuelto unilateralmente por su director Evar Méndez cuando un grupo muy selecto de colaboradores —entre quienes figuraba Borges en lugar destacado—resolvió apoyar  la reelección de Yrigoyen y embanderar electoralmente a la revista.
Macedonio optó frente a la coyuntura por la variante lúdica, y para muchos opinable, de terciar paródicamente en la contienda con su propia e insólita candidatura, como un modo de desnudamiento de las falacias y debilidades del escenario político argentino. Lo hizo, desde luego, desde la óptica del absurdo y el contrasentido casi ontológico. Tal como refiere César Fernández Moreno en su esbozo de la vida de Macedonio. "lo más importante y original de su plan publicitario consistía en crear un verdadero malestar general, para suscitar la necesaria venida de un gran caudillo que lo conjurara, o sea el propio Macedonio. Medidas concretas propuestas por él en ese sentido eran: repartir peines de doble filo, que lastimaran el cuero cabelludo de quienes los usaran; instalar salivaderas oscilantes, que imposibilitaran acertarles; solapas desmontables, que se quedaran en las manos del contendor cuando, en el calor de la discusión, se tomara de ellas para convencer al contrario...".
Como una proyección de ese episodio, Macedonio tabuló la redacción de una novela colectiva y escrita en diferentes estilos —El hombre que sería presidente— , en la que se entrecruzarían la campaña electoral y una conspiración de millonarios que ponen en práctica las invenciones referidas.



La cueva del filósofo



EL INTERES DE Macedonio por la cuestión metafísica no deja de ser llamativo en un contexto histórico-cultural que no parece especialmente sensible a este tipo de encarrilamientos del pensamiento. El escritor se inició en un clima marcado con fuerza por la corriente positivista, con su adhesión irrestricta a los fenómenos y a las proposiciones empíricas, y su desdén un tanto soberbio por las escencias subyacentes de los fenómenos. Macedonio sabía, y lo dice a propósito de su amigo Juan B. Justo en No toda es vigilia la de los ojos abiertos, que los partidarios del positivismo "sonreirían" al leer su libro, "con escepticismo y caridad".
En ese contexto la elección de la vía metafísica era casi una opción por la marginalidad, y justificaría que hacia 1928 Raúl Scalabrini Ortíz lo saludase como "nuestro primer metafísico", porque inclusive notorios y tempranos impugnadores del positivismo criollo, como Korn, Alberini y más tarde Rougés, tuvieron una relación compleja y ambivalente con el tema.
Pero la excepcionalidad filosófica de Macedonio no se debió sólo al largo y difuso reinado intelectual del positivismo, infiltrado en la mayoría de los campos de la vida cultural argentina. Más tarde —a partir sobre todo de los años "20— el auge renovador del positivismo lógico y de las corrientes existencialistas tampoco contribuirían a una cómoda revalorización de sus viajes filosóficos al Misterio y lo Inefable.
En un sentido técnico la perspectiva neopositivista agudizará la brecha con su manifiesto desdén por las inconsistencias de las postulaciones metafísicas. Esta corriente considera a tales proposiciones como simples falseamientos del lenguaje y "música vana". Desde esas perspectivas la persistencia metafísica del autor, su búsqueda de "las claves del misterio del mundo", sólo podían ser una humorada paródica o duplicar la calificación de "divagador paradójico" que alguna vez le atribuyó Roberto E. Giusti.
La tercera brecha contextual quedó instalada, también desde los '20, con la gradual irrupción del existencialismo
germánico, en especial el que deriva de Ser y Tiempo (1927) de Martin Heidegger. Conocedor de la obra de Kierkegaard, Scheler y naturalmente Heidegger, pero también de la producción de jóvenes discípulos argentinos como Carlos Astrada y Miguel Ángel Virasoro (comentarista en 1928 de No todo es vigilia). Macedonio percibirá los puntos de contacto y las divergencias que se establecen con los existencialistas a propósito de las preguntas cruciales de la metafísica (de Heidegger. p.e., lo alejará la idea de Estar-en-el-Mundo del maestro alemán).
Consagrado a la reflexión filosófica, desde las precursoras cartas de 1905-1911 con William James, y consagrado periféricamente por Scalabrini Ortíz como "primer metafísico de Buenos Aires y único filósofo auténtico", tal como lo define en 1931 en El hombre que está solo y espera, Macedonio no fue considerado como tal por la filosofía universitaria, orientada hacia líneas técnicas y analíticas muy diversas.
Son relativamente escasos los textos de filósofos profesionales que le fueron dedicados: Virasoro reseñó su libro de 1928 en la revista Síntesis; a comienzos de los '70 Alberto Caturelli, docente de filosofía en la Universidad de Córdoba, presentó en el II Congreso Nacional de Filosofía una ponencia sobre "El mundo como sueño en Macedonio Fernández", incluida en La filosofía en la Argentina actual (1971), y sobre diversos aspectos de la relación filosófica de Macedonio con William James y Nietzsche han escrito Luis Jalfen y Hugo E. Biagini, entre otros autores vinculados con el campo. A diferencia de lo que ocurría en etapas anteriores. Macedonio parece ganar terreno entre los filósofos jóvenes como tema de ponencias, sin que pueda hablarse todavía de la instalación de sus especulaciones como objeto académico insospechable. No se sabe si Macedonio lo consideraría como un fracaso o un homenaje.






Cronología


1874 - Nace en Buenos Aires el 1° de Junio, hijo del estanciero y militar Macedonio Fernández y de Rosa del Mazo.
1897 - Publica en La Montaña, revista de Leopoldo Lugones, Contactos con grupos socialistas y libertarios.
1898 - Se recibe de abogado, profesión que ejercerá hasta 1920.
1901 - Casamiento con Elena Obieta.
1905 - Inicia su correspondencia con William James, que se mantendrá hasta 1911.
1920 - Muere su esposa.
1922 - Colabora en Proa y comienza su vinculación con los jóvenes poetas ultraístas. Entre 1924 y 1927 colabora con el grupo de la revista Martín Fierro.
1927 - Propone paródicamente su candidatura a presidente de la República.
1928 - A instancias de Raúl Scalabrini Ortiz, Francisco Luis Bernárdez y Leopoldo Marechal publica No todo es vigilia la de los ojos abiertos.
1929 - Primera edición de Papeles de Recienvenido en una colección dirigida por Alfonso Reyes.
1941 - En Santiago de Chile se publica Una novela que comienza, con prólogo de Luis Alberto Sánchez.
1943 - Comienza a colaborar con asiduidad en la revista Papeles de Buenos Aires.
1944 - Aparece la edición Losada de Papeles de Recienvenido y Continuación de la Nada, con un extenso prólogo de Ramón Gómez de la Sema.
1952 - Fallece en Buenos Aires el 10 de febrero.



Guía de lectura

MACEDONIO publicó en vida sólo cuatro libros y dos cuadernos de poesía, cuyo hallazgo ya es tarea de bibliófilos afortunados. La mayor parte de su producción fue recogida con posterioridad a su muerte por su hijo Adolfo de Obieta y es accesible en el mercado.
Editorial Corregidor de Buenos Aires inició en la década del '70 la edición de sus Obras Completas, prevista en diez tomos que contienen papeles antiguos, epistolarios, misceláneas, ensayos sobre su trayectoria y bibliografías, además de sus tres textos centrales: No toda es vigilia la de los ojos abiertos, Museo de la novela de la Eterna y Papeles de Recienvenido.
De los dos primeros hay ediciones en Centro Editor de América Latina (1967), y de Museo de la novela de la Eterna se pueden consultar las más recientes de la Biblioteca Ayacucho y de los Archivos de Literatura latinoamericana y del Caribe, coordinadas respectivamente por César Fernández Moreno y por Adolfo de Obieta y Ana Camblong.

Las rarezas



Mosca prematura
 
En el verano de 1952, mientras Macedonio agonizaba, alguien advirtió con alarma que una mosca había ingresado en la habitación, y pidió un diario para espantarla de la cabecera del enfermo.
—Que sea de la oposición—, se le oyó decir débil y claramente al agonizante.
 
Pastelería barométrica
 
Por razones no muy claras, Macedonio tenía la costumbre de comprar bandejas de masas de confitería y guardarlas, sin consumir, en los roperos de las modestas pensiones en las que solía vivir. Se fabula que cuando el ropero se llenaba de paquetes sonaba para Macedonio la hora de emigrar hacia otra pensión, de modo que la capacidad del ropero era el barómetro de su sedentarismo transitorio.
 
Trampas pacientes
 
En una de esas pensiones existía una sala de recibo que la dueña mantenía cerrada y en penumbras la mayor parte del tiempo. Todas las tardes, a una hora invariable, Macedonio se colaba en la sala y permanecía sentado en la oscuridad durante largo rato. Intrigada por la conducta del escritor, la dueña ingresó una tarde en la habitación para averiguar los motivos de ese extraño y reiterado aislamiento.
—Trampa para rubias—, le oyó decir a Macedonio, advertido de su presencia.
 
Cementerios colmados
 
Tenía debajo de la cama, según cuenta Gómez de la Serna, una maleta llena de alfajores que ofrecía a sus visitantes. Un día notó que éstos abusaban de su invitación, y comentó sentenciosamente:
—Dicen por ahí que se han colmado cementerios con comedores de alfajores.
 
Guitarras silenciosas
 
La gran cantidad de provincianos que asistían a la Escuela Naval de Río Santiago le hizo pensar a Macedonio que allí se ejecutaría abundantemente la guitarra, una de sus misteriosas pasiones. Un primo de Borges, alumno de la Escuela, le aseguró en cambio que durante los meses que había pasado en ella jamás oyó hablar de alguien que la tocara. Como si redondeara lo que se acaba de afirmar, Macedonio le dijo entonces a Borges:
—Ya ves, un centro de guitarra notable.
 
Lugones ágrafo
 
Amigo y gran admirador de Leopoldo Lugones, pensó escribir un artículo sobre él, en el que se preguntaría por qué, a pesar de sus notables cualidades intelectuales, no se había dedicado a escribir.

Jorge B. Rivera
El País Cultural Nº 388
11 de abril 1997


DOS DÍAS, por JACOBO FIJMAN

Dos dias

Por Jacobo Fijman


[Revista Topía]

En estos momentos la desmanicomialización es un tema de discusión en el campo de la Salud Mental. Muchas veces se habla de ella sin tener en cuenta los aportes de la historia. Sin reflexionar sobre lo que se hizo y lo que se escribió quedamos huérfanos de modelos y de herencias de las cuales poder apropiarnos. Es por eso que decidimos publicar un texto poco conocido de Jacobo Fijman, uno de los poetas latinoamericanos más importantes del siglo pasado. Fijman nació en 1898. Participó durante la primeras décadas del siglo pasado en el grupo literario “Martín Fierro”, donde conoció a Girondo, Borges, Macedonio Fernández, Leopoldo Marechal y otros escritores. Colaboró con periódicos y revistas. En un viaje a Europa conoció a André Breton y otros poetas surrealistas. Tuvo varias internaciones psiquiátricas hasta quedar definitivamente internado durante los últimos 30 años de su vida en el Hospital Borda donde murió en 1970. Los tres libros de poesías publicados son Molino Rojo; Hecho de Estampas y Estrella de la mañana.
El texto que incluimos nos brinda la visión de su propia crisis y la internación en el manicomio. Fue publicado por primera vez en el diario Crítica, suplemento Magazine, Buenos Aires, lunes 3 de enero de 1927. Muchos años después, en una entrevista con Vicente Zito Lema comentaba: “En un cuento, que se llama ‘Dos días’, hablaba del Cristo Rojo. El mismo San Pablo enseña ‘ser como otro Cristo’; es decir, Cristo está en uno. La total identificación. Aun la pérdida de la persona. Yo lo sentía como una cosa cierta, no literaria. Y la intención del rojo, era para identificarme con la revolución, que había estallado en todo el mundo. Cuando los policías me golpeaban les grité: Soy el Cristo rojo. Siguieron con sus golpes. Cada vez más frenéticos, enfurecidos. Antes que me desmayara, me pegué a la pared y dije: Yo soy el anunciado. El cuento lo escribí después. Y lo publiqué en un diario”. La presente versión fue extraída de la excelente edición de cuentos de Jacobo Fijman San Julian el pobre (relatos), recopilación, notas, apéndice y edición de Alberto Arias, editorial Araucaria/Signos del Topo, Buenos Aires, 1998.

DOS DÍAS

Hospicio de las Mercedes. Dicen que me han traído aquí porque estoy loco. Esto es imposible. Pensar que yo he perdido la razón siendo una cosa de orden metafísico, trascendental. No puede ser. Además, he padecido hambre, sed, dormía mal, estudiaba mucho, quería mejorara a los hombres, tenía sentido del sacrificio, me redimía, amaba.
No se porqué, en una comisaría de la ciudad, me apalearon.
En uno de sus calabozos se me encontró hablando de tonalidades, del origen de la especie, del super-hombre y cantando La Marsellesa. Me había desnudado; quería ser como los hijos del sol, resplandecer de sencillez, de inocencia, de santidad.
De mañana, vino mi padre; vino hasta el calabozo, acompañado de un policía. Mi padre ha envejecido. Está mas canoso. Tiembla. Tiene los ojos azules, mas azules y tristes.
-¡Como, hijo! ¿ayer te emborrachaste? Pobrecito, no es nada. ¿Para que te desnudaste? Me pregunta con mucha ternura, con mucho miedo.
Yo no le digo nada. Entonces mi padre se echa a llorar.
El policía mira; tiene un aire seguro, tranquilo.
-Hijo, en la sala de espera está tu madre.
Yo no le digo nada. Interiormente sonrío y reflexiono: ¡Cómo! ¿no sabrá éste que soy un super-hombre? ¿No sabrá lo que todo el mundo: que tengo el cerebro de oro? Por eso me pegaron en la cabeza. No me la pudieron romper. ¡Y cómo! ¿No sabe que soy el Mesías? ¿No recuerda la sesión teosófica que le di anoche? ¿No le habló Kliguer, que es poeta y teósofo, de mi lenguaje de los dioses! ¡Como! ¿y se olvidó de las tres piezas que toqué en el violín para recordarle “quien era” ? ¿No recuerda de mi “Kol Nidre”, de mi “Air” de Bach y de las “Marcha Fúnebre” de Chopin? ¡Y, cómo! ¿no sabe que mi violín es una antigua sinagoga de Jerusalén? ¿no sabe que soy el Anunciado? ¿No sabe que he escrito mi Tabla de valores?
-Vamos, hijo, vamos.
Fuimos a la sala, donde mi madre nos esperaba. El escribiente que toma nota de mi nombre, domicilio y profesión, lleva lentes. A su alrededor aparecen más policías, con su misma cara rosada, mofletuda; con sus mismos lentes, con su mismo libro, donde anotan los datos, con la misma lapicera.
Ahora todos me miran, me observan, sin duda para no olvidarme.
De pronto, el escribiente interroga:
-Profesor de violín, ¿no?
Ahora interrogan todos: “Profesor de violín, ¿no?” , y anotan lo mismo. Yo pienso: Je. ¡Profesor de violín! Gente estúpida, todavía cree en la división del trabajo.
Al rato, salimos. Es un dia de sol, caluroso, 23 de enero.
La ciudad está silenciosa: sin duda la gente ya sabe que no me gusta el ruido.
-Vamos a tomar un auto, hijo. – dice mi madre.
-No, yo no voy, no, no- contesto.
Y aprieto a los dos contra mi de un modo que los hace estremecer. No quiero ir en automóvil después que he escrito mi Tabla de valores. El auto es un elemento de civilización. Yo no quiero debilitar mis pies, yo no quiero el progreso. Yo quiero la caverna del hombre primitivo; quiero a Eva, quiero la llanura, quiero el sol.
Después, les digo:
-Vamos a lo de Alberto, a mi casa de Alberto.
-Nosotros no la conocemos. ¿Adonde nos llevás?
La ciudad está cambiada, pero reconozco el camino. No se cómo, me acuerdo de los pájaros. Los pájaros tienen sentido de orientación,. Aunque la ciudad ha cambiado tanto, me digo: Encontraré la casa de Alberto.
Camino y camino. En efecto, la ciudad ha cambiado. Hay otra luz en la ciudad, velada de un color de fuego transparente, de seda. Estoy, sin duda, en otro plano.
Mi padre, con sus ojos azules, y mi madre, que tiene la cara torcida por una alteración nerviosa, me siguen. Siguen a un fantasma. Se detienen y me aconsejan:
- Volvamos a casa; a nuestra casa; no seas malo.
- No, casa de Alberto-contesto, y los obligo a seguir.
Veo el reloj de la joyería de Alberto. Veo la tabla negra del letrero, que me sugiere la idea de que los de la casa están muertos, que han desencarnado, que se han vestido con el traje de la eternidad. Precisamente, el padre de Alberto estuvo hablándome del “Ayer”.
-Buscas tu Ayer- me dijo.
Como es pelirrojo y sanguíneo, se me ocurrió, se improviso, que tiene el color de los ladrillos que hacían los esclavos faraónicos.
Vi en él algo de Triángulo. Me eché a llorar. Este hombre sabía mi angustia. Sabe que busco un sentido a la muerte. Sabe que soy el Anunciado. Lo sabe todo. Es Salomón. Los dos nos hemos encontrado. Yo soy Moisés: he aquí que mis manos tienen el cayado del profeta. Con él voy a alucinar a los que pegan a mis judíos. Somos dos antiguos que se han encontrado. Ahora, creo que el viejo me cuenta una parábola. Es verdad, al padre de Alberto le gusta hablar de parábolas y contar leyendas de la antigüedad.
Empieza a llover.
-Es fiesta- dice el padre de Alberto con un acento de nostalgia, lánguido, imprevisto.
Llueve ópalo, azul, oro, violeta. ¡Je! Estoy en Jerusalén. Ya estamos en Jerusalén. Salgo corriendo de la casa de Jaime Berg, padre de mi amigo Alberto. Debo anunciar algo: leer mi Tabla de valores. Soy el Anunciado. Voy a darle un abrazo a Kliguer, el poeta teósofo que muchas veces me ha dicho que soy más anciano que él. Tenía razón. Soy el Mesías. Anunciaban que vendría después de la guerra.
He visto a Kliguer en la redacción del “Ydische Zeitung”. Me recibe en su gabinete de corrector de pruebas. Le hago “señas”.
-¿Hablas el lenguaje de los dioses? – me pregunta.
Sigo haciéndole señas.
-¡Qué lastima que no tenga una flor para darte!
Sigo haciéndole señas. – Bueno, ve, anda, si no quieres decir nada.
Entonces le hago un gesto significativo, como diciendo: -Kliguer, te espero mañana en las barricadas- Y golpeando el suelo furiosamente, salgo de la redacción.
Son las cinco de la tarde. La tarde es turbia. Ha refrescado.
Ahora voy a lo de Giacosa con un candado sobre la puerta. Ya debe de estar preso. La policía ya sabe que mañana estalla el caos. Me echo a reir y grito:
-¡Yo soy el anunciador de la tempestad!
En la calle hay poca gente. Se cierran las casas de comercio. Camino por la calle Corrientes, risueño, gozoso.
Veo un judío de barba; usa pastillas de patriarca, anteojos negros; viste de levita negra. Lo reconozco. Es el padre de un muchacho sionista. Se llama Stein.
-¡Ah!, si él supiera que yo soy el Mesías.
Ya lo he perdido de vista. Sigo caminando. En la trastienda de una sastrería hebrea están dos sastres que perecen ser los dueños, y Moicha, un conocido violinista de piezas típicas de casamiento. Los dos sastres son morenos, afeitados, gordos; usan anteojos de carey , son de mediana estatura, algo encorvados; Moicha, el violinista, es rubio, calvo, flaco, rasurado; lleva una vieja levita de un negro desteñido que tira a verde. Ninguno de los tres me conoce, pero yo si los conozco; los he observado muchas veces. Están examinando un violín; me parece que Moisés también se dedica a revender violines. Me detengo y los miro. Después me acerco a ellos. Pido el violín. Me miran curiosos, asombrados. Pruebo el violín cual un consumado luthierista (1) , golpeando en la tapa y aplicando el oído por si se percibe la vibración simultánea de las cuatro cuerdas.
Dicen en yergón:
-Parece que se entiende.
Me hago el ingenuo y les digo:
-Este es un instrumento hebraico.
-Si, si- dice uno.
Y otro, en yergón:
-Sabe, sabe.
-Hoy es día de la raza, ¿no?- les pregunto.
Todos me miran azorados. De pronto pego un formidable puñetazo sobre el mostrador, gritando:
-¡Llegaremos!
Ellos tres gritan horrorizados:
-¡Está loco!
Salgo corriendo, lanzando carcajadas terribles, ásperas, sarcásticas. No saben que soy el Mesías. No me presienten. Todavía tienen miedo. Esperan. Sigo caminando. Y he hecho un trecho enorme. Estoy cerca del barrio de Flores. Ahora me voy a leer mi Tabla de valores a Enriqueta Gómez, una grande alma solitaria. No se quien la llamó Luisa Michel o la comparó con ella. Me parece que estoy enamorado de Enriqueta. Tengo que leerle mi Tabla. Se alegrará mucho. Hace tiempo que no la veo. Además tengo que decirle que estoy enamorado de Carolina Mendoza. Ella debe de conocerla. Algo tengo que contarle.
Carolina es una muchacha rara; le gusta enamorar a los hombres y después volverles la espalda, como hizo con mi amigo Berman. Posiblemente, si Berman no se hubiera enamorado, ella seguiría siendo su amiga. A mi me tiene miedo. No me tiene odio. No, a mi me ama. Tampoco. Conmigo le gusta hablar sobre pesimismo. Carolina es escéptica, amarga, pesimista. Carolina sabe más que el padre, un abogado que no ejerce, tolstoyano, que cree en la moral, no cree en Dios, es enemigo del Estado y ha publicado sobre moral veintidós tomos.
La madre de Carolina es una mujer pequeña, flaca, neurótica. Habla de melancolías, de flores, de la provincia natal, y es enemiga del matrimonio. Ahora vive sola con Carolina. Odia al marido. El, a su vez, también la odia. Todos ellos se odian. Me causan risa. Carolina tiene unos hermanos pelirrojos que la detestan. La llaman perversa. Son bolcheviques. Trabajan en una fábrica. Hablan mucho. Dicen cosas disparatadas. Son pelirrojos e impulsivos. Pero yo amo a Carolina. Voy a decírselo a Enriqueta Gómez, que me comprende. Pero también estoy enamorado de Sofía y compadezco a Emma. Amo a Sofía desde que hablé con ella en la Maternidad. Tiene ojos de ensueño. Me acordé de Schumann. Oí música. Consulté con ella sobre Carolina.
-Yo soy muy franca- me dijo. – Esa muchacha tiene mas inteligencia que sensibilidad.
-Siento que me vienen desmayos. Sofía me mira con sus ojos de ensueño. Estoy enamorado. Me muero. Oigo música de Schumann. Estamos enamorados. Entra Emma con su hermana, que practica en la Maternidad. La hermana nos dice, sorprendida:
-¡Oh! ¿qué les ha pasado?
Sofía y yo estamos en silencio.
Me voy con Emma. Emma está triste; ama y no ama. No quiere casarse con un judío de Entre Ríos porque es ordinario, bruto, feo.
-Me consolaré con ser madre –va diciéndome Emma.
Emma es buena y fea; quiere estudiar medicina.
-La vida para mí no tiene objeto.
-Para mí, sí –le contesto.
-¿Por qué? –me pregunta.
-Porque dos y dos son cuatro.
Pasamos cerca de la Penitenciaría Nacional. Me parece que hago una seña. Con ella quiero decir: “Mañana, a primera hora, larguen los presos. Mañana Beethoven dirigirá en el estadio la Novena a coro”. Emma me habla de Fanny. Fanny me quiere mucho. Es rubia, tiene ojos azules; dice que soy un tipo original. Fanny me ama, me adora, me comprende. Voy a decírselo a Enriqueta Gómez para asombrarla.
Un día me preguntó si alguna vez estuve enamorado. Una noche volví cansado de vagar y soñé que Enriqueta Gómez me daba un abrazo de alma, un abrazo inmanente, un abrazo de alma extraordinaria.
Ya estoy en la casa de Enriqueta Gómez. Sale una señora de luto. Me dice que Enriqueta Gómez no está. Me siento sobre un montón de ladrillos a esperarla. Yo venía a anunciarle que mañana estallaba la revolución; pero ella debe de estar preparándose, si es que no está en la cárcel. Pero necesito leerle mi Tabla de valores para que tenga ánimo en las barricadas.
Ya son las nueve de la noche. El cielo es claro; las estrellas brillan. En todas partes levantan barricadas. Una alegría cósmica inunda. El ambiente está perfumado. De pronto, unos niños se acercan, y me tiran piedras. Me echo a caminar. Sólo encuentro mujeres de ojos negros, ojos tristes de horror. De fijo que es la hora. En este momento anoto no se qué impresión en mi Tabla. Me encuentro con unas mujeres hermosas, divinas.
-¡Oh, un poeta! –exclaman y se acercan para observarme. Miro el cielo. El cielo está cada vez más azul, más alto, más lejano. Camino y camino.
Estoy cerca de Palermo. Es verdad que soy Beethoven y tengo que dirigir la Novena Sinfonía. Ya los músicos están reunidos. Visten de negro. Visten de negro, porque saben que es el color que más me gusta. Hay un gentío enorme. Ruido, mucho ruido. Los fulmino a todos con una mirada amenazadora, lanzando rayos, anatemas. No saben que soy Beethoven. Los músicos están preparados. Empiezo a dirigir a distancia. Ahora todos escuchan en un silencio religioso. Algo trágico, milagroso, presienten. Después de la Novena, pienso, sólo falta consumar la gran obra: la Revolución Social. Yo soy Beethoven; “Ayer” usaba trapo rojo; hoy soy el mismo. Soy el Cristo Rojo. Por fin termina la sinfonía. La multitud estalla en aplausos, delira. Se oye un trueno. La gente escapa. Alguien grita:
-¡Es dinamita!
Hay un desbande. Alguien me ha tirado una flor roja. >Ese alguien me ha reconocido.
-Es la hora –pienso. –Yo soy el Cristo Rojo.
Los rayos se desdoblan en el espacio. Ya no hay estrellas. Ya no hay gente. Llueve.
Me vuelvo a mi casa. El portón negro del palacio en que vivo se abre empujado por una mano misteriosa. Ah, si, ya sé, es Chernichevski, el espíritu del jefe de los nihilistas, que me abre la puerta. Entro a mi casa. Todos duermen. Duermen en el suelo; se explica, hace calor, mucho calor. De pronto, me detengo a contemplar a mi hermanita Fedora. Todo su cuerpo es blanco, de mármol, de diamante. Veo sus envolturas astrales. ¡Dios mío, la inmortalidad del alma es un hecho! Ahora, por fin, siento la alegría de vivir. No se muere nunca. Se “es” eternamente. Bienaventurados todos nosotros. Aleluya. La vida tiene sentido; la muerte tiene sentido; todo tiene sentido. Pienso que todos los cuerpos de mi casa contiejnen espíritus antiguos, superiores. Evohé, toda Grecia está en mi casa.
Tengo sed. Es verdad que hace varios días que he decidido no comer, porque eso de comer es cosa de bestias. No hay que ser bestia. Hay que ser un dios, algo más y siempre más.
La canilla de la pileta resplandece. Me digo: “Es de oro”. Ahora todo es de oro. Se explica; yo, el super-hombre, encontré la piedra filosofal. La piedra filosofal la descubrí en el sonido. Soy el alquimista de los sonidos. Ahora todo es de oro puro. Todo se ha purificado. Todo brilla. Ha llegado la hora del alba eterna, del alba esperada. Homero ha vuelto a reencarnarse para mi fiesta. Pues bien, bebo. Bebo agua. Son las últimas gotas de agua que beberé, nada más que para limpiar mis órganos de oro, los órganos eternos; los órganos que no saben del bien, ni del mal, ni de la virtud, ni del pecado; los órganos del Integral, del Superhombre.
Entro en la cocina. Está clara, limpia. La lamparilla eléctrica es de color rojo y amarillo. Debe de ser una comunicación de Moscú. Recibo noticias secretas que contesto.
La luz recta de un reflector, con un aliento monstruoso, enfoca la ciudad. Mi cuerpo exhala, poro tras poro, aromas distintos y penetrantes. Estoy en la gloria. Desde el fondo de mi ser brotan aleluyas. Mi ánimo se resuelve en misticismo. No me entiendo. Tengo la certeza del otro espacio, del otro. El alma existe. Dios existe. Yo existo. Nada muere.
Un instante después me limpio la boca con una papa. Mis dientes están blancos, blancos muy blancos. ¿Qué más quiero? Sólo habría que comer papas. Mi amigo Berman estuvo un tiempo comiendo papas y dedicándose seriamente a reflexionar.
Soy feliz. La felicidad es mía. Tengo paz, seda, dulzura en mi sangre. Ya no soy pesimista.
En eso entra mi madre.
-¿Qué haces? –interroga.
-Mire, mire: ¡qué limpia tengo la boca!
-Es cierto –Y luego agrega: -¿Dónde has comido?
Yo por respuesta sonrío; sonrío misteriosamente. No, no; desde luego mi madre no sabe quien soy yo. Lo que me asombra en ella es su lenguaje de compasión y dulzura para conmigo:
-Bueno, vete a dormir- me ordena.
-Después.
Ella se va meneando la cabeza, pensativamente. Todo está en silencio. Me deslizo como una sombra y salgo. Tampoco dormiré más. Ni comer, ni dormir, nada de las dos porquerías.
Estoy en la calle. Camino. Recuerdo que debo estar en mi “soviet”. Mi “soviet” está compuesto por Pardo, Berman y Soria. Los tres ilustrados. Los tres son revolucionarios. Los tres son pesimistas. ¿Cuál de los tres es más pesimista? Pardo, porque ama el color gris y tiene ojos tristes; pero cree en el amor. Berman no cree en nada, pero tyi4ene pasiones con alternativas que dan miedo. Soria está casado. El pesimista soy yo. No; el pesimista es Enrique Pitzberg, un muchacho medio feo, con algunos dientes de menos y atacado del mal metafísico. No cree en nada; todo está mal; todo es inútil; los hombres son perversos, las mujeres son idiotas. El universo está mal construído. Tales de Mileto se equivocó en su teorema sobre la construcción del mundo. Todo es imperfecto. La perfección es inútil, porque Kant, porque Fichte; porque Descartes; pero Bacon, pero Sócrates, pero….
No, éste tampoco es pesismista. Y, aunque lo fuera, no lo entiendo. Pesimista es Tartessi. Tartessi es un muchacho que se le ha dado por usar barba. Es un temperamento apasionado, latino; y es neurótico. Lo es su madre, su hermano el violoncelista y sus hermanitas. El está en pleno pesimismo. Lee a Leopardo, el Eclesiastés; pero estudia el yargón, porque se ha enamorado de una violinista judía. Ahora ya no está enamorado. Quiere irse a Norte América, a Italia o al campo. No, tampoco Tartessi es pesimista. Pesimista es un ex -fraile amigo mío, un tipo erudito, vagabundo. Lee mucho; y come donde puede. ¿Dónde estará?Debe de estar también pero, porque dijo el otro día a voces:
-Moscú es la capital del mundo.
-Montenegro- le dije- cuando llegue la hora, habrá que matar, matar a muchos, sin miedo, sin piedad.
-¿Matar? Yo no sé matar- me contestó.
-El que no mata en la hora de la revolución, la hace fracasar.
-Yo sólo aspiro a ser comisario de instrucción pública.
He notado que casi todos los eruditos aspiran a lo mismo. Se creen que porque saben latín y griego deben regir los destinos de la cultura. ¡Qué bestias! Son los que dicen: “Hemos llegado demasiado tarde”, y quieren volver a la Edad Media o al Renacimiento. Son unas bestias. No tienen sentido histórico. No sirven ni para esta época ni para los tiempos de Maricastaña. Ah; pero Montenegro lee a Stirner y a Nietzsche. Es un tipo disolvente. Ha sido fraile y, desde luego, es un peligro para la revolución. El hábito de la hipocresía, de la simulación, no se saca así nomás; queda, está prendido de cada nervio, de cada arteria, de cada mano. Montenegro s una bestia. ¿Para qué usará esa capa y esa barba que lo hace semejante a Stendhal? Por economía. Por taparse la mugre: la capa; y la barba, efectivamente, por vanidad. Pero Montenegro entiende mucho de pintura. Es uno de esos tipos que hablan que hablan mucho de estética en los cafés y que tan bien han pintado los Goncourt. (Los Goncourt no hablarían mucho, pero escribieron mucho, demasiado.) Ah, pero el pobre Montenegro también busca algo. Es un atormentado. Tengo que iniciarlo en teosofía y estará salvado. ¿Pero dónde está Montenegro? ¿Y Kerchman, el pobre vagabundo judío, sin hogar, sin amigo, sin nada? Dicen que tiene talento. Su cabeza es blanca; sus ojos dulces y la cara rosada. En verdad, es inteligente. Kerchman es un pesimista, un doloroso, un atormentado. El es el único que no cree en la revolución ni en los revolucionarios. Los odia, los desprecia, los compadece. Kerchman se ha ido lejos, muy lejos. Quizás a pie, cantando una lamentación de las que oyó en las estepas.
Ya se inició el nuevo día y estoy en la calle. A eso de las 10 me encuentro con Boris Goldman, un muchacho de cara pequeña y movimientos bruscos. Toca el piano y está componiendo una sinfonía para mil músicos. Es un muchacho que, según el padre de mi amigo Alberto Berg, tiene mucha memoria; entonces es posible que no se olvide de componerla. Me habla y se me ocurre no contestarle. Se va disgustado. Ahora resuelvo, no sólo no comer ni dormir, sino también no hablar más. ¿Y para qué es, pues, mi lenguaje de los dioses? Soy el Super-hombre; el Mesías.
Después he visto a Berman, al padre de Berman, un hombre silencioso y bueno. Me habla y no le contesto. Encuentro a Soria, a Pardo, y a Muñoz, un muchacho anarquista con todos los defectos de tal; y encuentro a Tartessi. Todos me hablan y no les contesto. No debo hablar más el lenguaje vulgar y tonto. Soy, pues, el Super-hombre.
Llega la noche. Recuerdo unos terribles golpes sobre mi cuerpo, una comisaría, gritos, cantos, ¡qué se yo!.... Ah, es verdad, estoy en la casa de mi padre Jaime Berg. El me había abandonado en Rumania; una de esas cosas que ocurren en el mundo: un devaneo, un amorcillo. Samuel Lejtman no es mi padre; él sólo me ha criado. Mi madre adoptiva me sacó de la cuna. Con razón la que yo creía mi madre no tuvo hijos durante nueve años. Por eso me adoptaron. Todo termina bien. Estoy en la casa de mi padre Jaime Berg, mi verdadero padre. Pero a las tres de la tarde vamos a lo del psiquiatra José Ingenieros, a discutir posiciones revolucionarias. Veremos cómo se resuelven. Nos acompañan Samuel y Alberto; yo voy con mi padre Berg.
Entramos a lo de Ingenieros. Le hacemos unas señas misteriosas que comprende y contesta. Ya sabe quién soy y quiénes somos. Nos despedimos. Al despedirme pego un golpe con el pie, y grito:
-¡Yo soy el Cristo Rojo!
Ingenieros me golpea el hombro, diciendo:
-Epa, amigo, aquí no se grita.
Está bien, comprendo, es una orden parta las barricadas. Salimos. Toda la ciudad arde. Es el gran día. Pasamos por la escuela Roca. Oigo cantar el himno de los trabajadores. Veo piedras rojas: barricadas. Grito:
-¡Viva la revolución social!
-No grites- me interrumpe papá Berg.
Bueno, la revolución está hecha.
Hemos vuelto a la casa de mi verdadero padre. La casa está en silencio y triste.
-Ahora, a dormir-me dice mi “verdadero padre”, que me lleva al cuartito donde duerme Alberto. Allí me desnuda y me hace acostar en una cama plegadiza. El cuartito es oscuro. Hay muchos baúles. No hay dónde moverse.
-A dormir, a dormir-me dice por última vez y se va, bajando una escalerita de hierro.
Ya no oigo sus pasos. Duermo. A los pocos minutos me despierto, y me siento sobre la cama. Hace un calor insoportable. Tengo toda la sangre en la cabeza.
-¿Dónde estoy?-pregunto.
Nadie me contesta.
-¿Quién me ha traído aquí?-vuelvo a preguntar.
Anoche me pegaron en la comisaría, recuerdo; aquí tengo algo, adentro, en la cabeza. Me pesa y no me pesa. Todo es rojo. Veo mal, distingo mal las cosas. Vuelvo a acostarme, pero no me duermo.
Viene mi verdadero padre y me dice:
-Tienes que tomar esto- y me ofrece un líquido en una cuchara.
-No, no quiero.
-Toma, toma, te lo manda Ingenieros.
Miro el líquido que contiene la cuchara. Es rojo. Ah, si, debe de ser una receta “bolchevike” que me manda Ingenieros. Pruebo; es dulce. ¡Qué porquería! Ingenieros debe de haberme “tomado el pelo”. Ingenieros es una bestia. Debe de ser la cuchara que se les da a sus iniciados de “La Siringa”.
-Bueno, a ver si por fin te duermes- me dice papá Berg.
Duermo un rato. Oigo la voz de mi hermano que está abajo. Mi verdadero padre le pregunta a mi hermano David:
-¿Tenía muchos amigos?
-Yo no sé. Creo que sí. Del que siempre hablaba era de Berman. Berman de aquí Berman de allá. Para él no había mejor amigo que Berman.
Hablan de mí como si hubiera muerto. Vuelvo a dormir unos minutos.
Abajo hablan dos mujeres; la señora de mi verdadero padre y una que, por la voz, se me figura que está vestida de luto.
Dice la señora de luto:
-Y bien, ya que murió, que en paz descanse. ¡Qué lástima! Tan joven…
-Murió anoche. ¡Qué se va a hacer!-añade la señora de mi verdadero padre.
De manera que estoy muerto. He muerto anoche. La paliza que me dieron era para hacerme desencarnar. Ahora lo comprendo todo.
Oigo llorar a mi amigo Alberto. Verdaderamente estoy muerto. Me consuela, no obstante, pensar que estoy vivo, que la inmortalidad del alma es un hecho. Estoy flotando en el cuarto.
A media noche veo que mi hermano David está cerca de mi cama. Me está velando. Me duele el estómago. Bajo las escaleras. Vuelvo a subir.
-¡Jé! Mi hermano no se ha dado cuenta.
Ha estado velando mi cadáver. Ha bajado, y ha vuelto a subir “mi fantasma”.
Duermo. Me despierto preguntando por Rosa, una amiga mía.
-Yo soy David y no Rosa. Duerme –me contesta mi hermano.
¡Qué raro es todo! Este cuarto suspendido en el aire, no sé cómo, se sostiene. Los baúles son sospechosos. Ah, si: uno es para mí; y el otro es parta Alberto. Nos vamos en aeroplano a Moscú, porque el gobierno de aquí nos persigue. No, me iré con mi “padre”. El no se llama Berg; él es Trotski. Va y viene de Moscú cuando le place. Yo soy Lenin. Ahora todo se explica, se aclara.
De mañana viene a verme la señora de mi padre. Me habla con dulzura y me “ceba” mate.
-¿Está bien el agua? –me pregunta.
-¡Más caliente! –le contesto.
-Bueno, voy a calentarla.
Al rato vuelve.
-Y ahora, ¿le gusta?
-¡Más caliente! –le grito.
-¡Pero, si está hervida!
-¡Más caliente, más caliente! –le grito repetidas veces, lanzando terribles carcajadas.
Ella se va, o no se cómo desaparece. Todo pasa como en un sueño. Los dioses están contándome un cuento shakesperiano.
Sobre la mesa de mi cuarto hay una lamparita azul con el tubo roto. Reconozco la lamparita; Samuel Lejtman me la tiró una vez, porque nos enfadamos….
Instantes después viene Samuel. Me limpia la cara con un pañuelo que huele a tabaco, a miseria, a no sé qué.
-¡Fuera, fuera!- le grito.
Él llora, llora como un niño.
Vuelve a acercárseme; le doy un puñetazo. Se va.
Después viene Neje, la que me ha criado, mi madrastra.
-¡Fuera! Tú quieres plata, sólo quieres plata.
Ella llora. Aquí todos lloran. Todo el mundo llora. Se va. Este cuento de los dioses es muy triste. Es como la vida…..
Luego sube Rebeca, que viene con la sirvienta; pero no es la sirvienta, es Luisa, una amiga de mi infancia, que hace diez años que no veo y que ha venido de Norte América a visitarme. No, es Lina, una amiga mía de Mendoza. No, es Octavia. Rebeca me da los buenos días y se va. Se va Luisa o Lina u Octavia. Lina se parece a Cristo. Es rubia; tiene ojos azules. ¡Cómo cambia el tiempo hasta las finosomías!
Ya no están en mi cuarto. Se han ido. Se oye sonar el piano. Mi padre grita. Es la hora de comer. Alberto llora. No comprendo. La voz de Samuel me dice:
-Israel, ¿quieres comer con nosotros?
-No. Yo no bajo. ¡Yo subo! ¡Vivan las alturas!
-Mire, Berg. Nuestros hijos, nuestros, ya no son judíos; no nos sabrán rezar el “Kadisch”-le oigo decir.
-¡Cómo! ¿No dijiste tú que cuando murieras te levantarías de tu sepulcro para rezarte tú mismo el dichoso “Kádisch”? –le digo.
Todos ríen.
Ahora duermo. Duermo profundamente. Estoy en el Egipto. Me han encerrado en la Esfinge. Debo colgarme de los anillos de Saturno para salvarme. Ya estoy colgado. Soy un caldeo que observa las estrellas.
Ya estoy en el espacio. Los anillos de Saturno me han salvado. ¡Qué lejos está la tierra! ¿De qué encarnación me acuerdo? Estoy saturado de una luz azul. Sólo me falta la escala de Jacob. Me he salvado. Mi salvación es eterna. ¡Cómo canta el mar, un mar que debe estar lejos, entre unas nieblas de ensueño!
Ha pasado tiempo, mucho tiempo. ¿De qué? No recuerdo. ¿Para qué ha pasado el tiempo? Ya es tarde para volver, pero volver, ¿a dónde volver? No lo sé.
Deben de ser las dos o tres de la tarde. Me despierto para dirigir las barricadas.
-¡Yo soy el Cristo Rojo! –grito azuzando al pueblo enloquecido.
Desde aquí veo que Enriqueta Gómez lleva la bandera roja. Estamos en la plaza.
Dirijo la batalla. Hay olor a pólvora. Suenan las ametralladoras. Pisoteo y grito como un endemoniado.
Estoy otra vez en cama. Me han herido. Estoy agonizando. Viene a verme un médico. El médico me examina. Según parece, no sabe lo que tengo.
Ahora está a mi lado Alberto, que escucha mis aventuras.
-¿Te acuerdas?, me caí al agua, allí, cerca de la Asunción… Me salvó Tomás Mendoza, un militar, camarada del coronel Jara. Me sacó del agua por los cabellos. Mi canoa chocó contra un vapor. ¿Cuándo trajeron mi cadáver?
Alberto se desternilla de risa. Me habla de no sé qué cosa. Pero ahora descubro que yo estaba equivocado. Alberto Berg soy yo; él es Israel Lejtman. Yo tengo esa enfermedad del corazón; yo uso lentes; yo soy gordo; yo soy hermano de Rebeca. Yo he estado esperando que mi madre volviera de Europa, donde la ha sorprendido la guerra. He llorado mucho, mucho por ella. Me saco los lentes y los limpio. Me los vuelvo a poner. Israel Lejtman se va.
Ya es de noche. Sube mi “padre”.
-Vístete –me dice.
Y él mismo me viste.
-Vienen a buscarte unos amigos en auto.
-Será Pardo –pienso.
Estoy vestido con mi traje negro. Mi “padre” no encuentra mis zapatos.
-Vamos así, no importa. Total vas en auto.
Abajo veo un bombero. Una lamparilla eléctrica brilla en la joyería. El bombero está acompañado de dos amigos que han venido del puerto de Murtinho, del Brasil.
Le grito a uno:
-¡López!
-¡Wilhelm!
Me abrazan y me llevan fuera. Subo a un auto. En el pescante se sienta Israel Lejtman. Mi padre Berg se va. Creo que llora. Se cierra la puerta de la joyería. La ciudad tiene mucha sombra. Todas las sombras de la ciudad se mueven, se contraen. Canto trozos de ópera. Los tranvías se detienen al paso de nuestro auto. Por una larga avenida entra la ciudad de Asunción del Paraguay. De pronto el auto se desvía…
Pienso: “Nos han traicionado. ¿Quién? no lo sé”.
Estamos en el manicomio.
-¡Oh, miren, un loco! –grito señalando a un sujeto. Esta es la casa del loco Cabred. Allí está el árbol de la ciencia del bien y del mal.
El auto se detiene. Me bajan teniéndome de las dos manos.
Dice un policía:
-Aquí traemos a un individuo que dice ser el Cristo Rojo y que padece del mal de la anarquía.
En la puerta hay dos loqueros. Un médico ordena, tranquilamente:
-Pásenlo.
Me desvanezco. Estoy muerto…
Pero a media noche…. ■



lunes, 7 de marzo de 2011

ESCRITO EN PLATA:


Sólo conozco una ciudad cuyos ambientes canallas y encanto bohemio, sumado al refinamiento cultural de los salones y de ciertos cafés, me permita evocar a Buenos Aires: París. Por eso algunas veces he supuesto que la capital de Francia viene a ser la Buenos Aires de Europa. Tal vez también Julio Cortázar lo haya creído así; vivió buena parte de su existencia en París, y en dicha ciudad escribió relatos inolvidables. Muchos tienen por escenario los barrios de Buenos Aires.





Lázaro Covadlo

 
En Historias de Cronopios y de Famas hay un cuento corto de Cortázar, Simulacros. Una familia estrambótica levanta un patíbulo en el jardín delantero de la casa y consigue escandalizar a los vecinos. Sucede en la calle Humboldt, del barrio de Palermo, que es un barrio muy extenso. Gran parte de la ciudad está formada por barrios de calles amplias y anchas aceras bordeadas de árboles, como si se tratase de una suma de aldeas más que un conglomerado urbano. La zona que describe Cortázar se conoce como Palermo viejo, y la calle Humboldt corre paralela a la avenida Juan B. Justo, una arteria kilométrica bajo la cual fluye, ceñido por un gran colector, el caudal del arroyo Maldonado. En una orilla fangosa de ese arroyo, cuando éste aún no había sido entubado, empezó a morir de una puñalada Francisco Real, que le decían el Corralero, y fue a soltar el último aire en el salón de Julia, un quilombo (burdel) “de chapas de cinc, entre el camino de Gauna y el Maldonado”. Así lo cuenta Jorge Luis Borges en ese relato de antología, Hombre de la esquina rosada, de su libro Historia universal de la infamia. El cuento de Borges sitúa los hechos quizás a finales del siglo XIX, pero la familia estrafalaria que describió Cortázar posiblemente cometiera sus tropelías a mediados de los 40 del siglo que pasó.

Es una familia, la que inventa Cortázar, que enloquece a los vecinos: sus integrantes un día copan el funeral de un muerto ajeno (Conducta en los velorios) y otro se apoderan de la oficina de correos de la zona, situada en la calle Serrano (Correos y telecomunicaciones). A ese sector de lo que era Serrano lo han llamado calle Jorge Luis Borges. Se llama así a partir de la plazoleta Cortázar, actualmente rodeada de cafés y restaurantes frecuentados por diletantes, bohemios de lujo, artistas y amantes de la diversión. En otro extremo del barrio, lindando con el barrio de Almagro y la zona Norte, hay otra plazoleta cercada de locales de similar ambiente, pero más sofisticados. Todo el mundo la llama plaza Freud, y a nadie le importa su denominación oficial. A los alrededores se los conoce como Villa Freud, porque concentran la mayor proporción de psicoanalistas en una ciudad que los ha exportado a medio mundo. Por allí cerca vive el escritor Rodolfo Enrique Fogwill, con quien me encontré una noche veraniega de 1997. El autor de Cantos de marineros en La Pampa me invitó a una pizzería y después tomamos whisky en el café Freud. Del otro lado de la plaza está la competencia, el café Jung. ¿Qué otro rótulo podía llevar?

Avistando a Borges desde un café
Pero volvamos a la plazoleta Cortázar y a la continuación de la calle Serrano. En una casona de esa arbolada arteria, que ahora lleva su nombre, vivió Borges hasta que se trasladó a Europa con sus padres y su hermana, a la edad de trece años. Allí regresó después de los veinte, pero el barrio ya no le pareció el mismo, y lo lamenta con estos versos de su libro Luna de enfrente, escrito en 1925: “Calle Serrano/ Vos ya no sos la misma de cuando el centenario/ Antes eras más cielo y hoy sos puras fachadas”.

De cualquier modo, parece claro que en el recuerdo del autor de El libro de arena, en ese barrio de Palermo situó su patria más entrañable. Un territorio que circunscribe en su poema Fundación mítica de Buenos Aires, de Cuaderno de San Martín, escrito en 1929. “La manzana pareja que persiste en mi barrio:/ Guatemala, Serrano, Paraguay, Gurruchaga”

Sin embargo, de mayor Borges fue a vivir con doña Leonor Acevedo, su madre, a la calle Maipú, en el centro de la ciudad. Entonces ya era director de la Biblioteca Nacional, que a la sazón se hallaba en un caserón colonial del barrio de San Telmo, y ahora tiene un gran edificio de diseño arquitectónico en la zona norte. Lo vi pasar muchas tardes, con su paso de ciego, por la esquina del café donde yo solía repostar: Maipú y Paraguay, a cien metros de la calle Florida y a otros cien de la elegante avenida Santa Fe.

Si volvemos a la plazoleta Cortázar, y retomamos la calle Serrano (el sector que conserva su antiguo nombre), nos adentraremos en el barrio de Villa Crespo, en el que desde principios del pasado siglo se afincaron emigrantes judíos provenientes de Rusia y Europa Central, árabes y armenios. Si caminamos unas diez manzanas por esas aceras anchas, bajo las copas de árboles frondosos, llegaremos al fin a la renombrada avenida Corrientes. Claro que la avenida Corrientes de Villa Crespo, aunque es la misma que comienza casi en el puerto y atraviesa el centro, no es la Corrientes famosa de los teatros, las salas de cine, las librerías abiertas hasta la madrugada y los restaurantes. Esta parte de la avenida Corrientes, aunque también posee comercios y algunos cafés y casas de comida, tiene el carácter de una avenida de barrio. Yo la quiero porque allí viví un tercio de mi vida (allí fueron a parar mis abuelos, judíos provenientes de Rusia), pero todos los días tomaba el subte, que así es como llaman al metro los porteños, y me evadía hacia el centro, hacia la Corrientes bulliciosa y más divertida que empieza después de cruzarse con la avenida Callao.

La parte de la avenida Corrientes de Villa Crespo, hasta la década de los 30 del pasado siglo, se denominó Triunvirato. Por ese sector, a unas cuadras del arroyo Maldonado, habían puesto una tienda los padres de Santiago Fischbein, personaje de otro cuento de Borges, El indigno, del libro El informe de Brodie. Si avanzamos por esta avenida y atravesamos Juan B. Justo, bajo la cual discurre el arroyo, si continuamos andando unas diez manzanas, llegaremos al gran portón de entrada del mayor cementerio de Buenos Aires; tal vez la necrópolis más grande de América del Sur: el Cementerio de La Chacarita, donde, entre tantos miles de finados yacen Carlos Gardel y el general Perón. Allí nace la avenida Federico Lacroze, por la que podemos andar un par de kilómetros hasta la avenida Cabildo y luego seguir otro par o tres de kilómetros por esas calles interminables hasta llegar al barrio de Saavedra, en el límite de la ciudad y tan alejado del centro que algunos lo conocen como Siberia. Allí transcurre la trama de El sueño de los héroes, de Adolfo Bioy Casares, quien no ha sido inhumado en La Chacarita, sino en el Cementerio de los monjes recoletos, más renombrado como La Recoleta, “Aquí es pundonorosa la muerte”, dice Borges, en el poema que dedica a ese camposanto donde reposan aristócratas y próceres de la patria. Se da la circunstancia de que Bioy Casares vivió la mayor parte de su vida en este barrio, al que también se lo denomina la Recoleta, aunque, más propiamente, es el barrio del Pilar, y queda a unos diez kilómetros de distancia de Saavedra.

Yo vi por primera vez a Bioy Casares a mediados de los sesenta, cuando él cenaba con su mujer, Silvina Ocampo (hermana de Victoria), en Angiola, un restaurante económico que servía buenos pescados y pasta al dente. Angiola estaba en el barrio, bajo la recova, donde el Buenos Aires bacan, del dinero y la gente bien, limita de noche con la urbe canallesca. El establecimiento ya no existe, pero en su buena época era frecuentado por artistas, bohemios, playboys y aristócratas. Bioy residía a pocos pasos, en un piso de la muy exclusiva calle Posadas (número 1650, que sumándolos da primero el 12 y finalmente el 3, me dijo en una ocasión: “La Trinidad y los Discípulos de Cristo”. Era agnóstico, pero le gustaban estos juegos). Antes había vivido en una mansión de la avenida Quintana, 174 (siempre el 12 y el 3; siempre en el mismo barrio). Fue por causa de esa procedencia social y geográfica, que quienes me acompañaban en mi mesa hablaron de él con términos despectivos. Bioy, las hermanas Ocampo, Borges, Mujica Lainez y toda esa “calaña encopetada” monopolizaba la cultura nacional, dijeron ellos, que eran unos izquierdistas de pacotilla con revista literaria de un solo número. Pero Bioy hacía casi tres décadas que había publicado La invención de Morel, y yo lo admiraba.

Solitario Sábato
La revista literaria de un solo número tenía por nombre Letra podrida, y se suponía que era el colmo de la rebeldía en cuestiones culturales. Confieso que inventé el título y les ayudé a pergeñarla. Nos reuníamos en un bar céntrico, el Florida, en la calle Viamonte, a cien metros de la famosa calle Florida, próximo también al domicilio de Borges. A mí me gustaba asistir a ese bar porque entonces era muy joven y el ambiente resultaba propicio para ligar con chicas de la Facultad de Filosofía y Letras, que se encontraba a cien metros. Allí lo veía con frecuencia a Ernesto Sábato, quien hacía tiempo que era un escritor famoso, por eso me parecía extraño que casi siempre estuviera sentado solo a una mesa. Creo que a Sábato le gustaban el bar y esas calles céntricas, aunque gran parte de la trama de su novela más conocida, Sobre héroes y tumbas, transcurre en otro lado de la ciudad, en el barrio de Barracas, donde tiene lugar la tragedia central de la novela. Cerca de allí está el parque Lezama, escenario del encuentro entre Martín y Alejandra, personajes principales de la historia. En aquellas lomas el adelantado Pedro de Mendoza fundó Buenos Aires, en 1536. Cerca está el Riachuelo, ese río cubierto de petróleo en cuyas orillas perduran cadáveres de viejos barcos cargueros. El estadio del club Boca Juniors no queda lejos. Osvaldo Soriano vivió en el barrio hasta su muerte, acaecida en 1997. Sin embargo, el autor de No habrá más penas ni olvido era forofo de un club rival: San Lorenzo de Almagro.

Un par de veces me acerqué a Sábato, en el bar Florida, y en ambas lo encontré receptivo. Me habló del gran Witold Gombrowicz, y de su excelente novela Ferdydurke, para la cual Sábato había escrito un prólogo destinado a su primera edición en castellano. El escritor polaco había vivido 24 años en Buenos Aires, pero era un desconocido para casi todos. Esto escribió Gombrowicz en su diario de los años 1953-1956: “Camino por la avenida Corrientes, solo y desesperado. Delante de mí no veo esperanza alguna. Se me está acabando todo, no consigo iniciar nada. ¿El balance? Después de tantos años de esfuerzos, ¿quién soy? Un oficinista rendido por siete horas diarias de darle vueltas a la noria, ahogado en todos sus proyectos literarios. No puedo escribir nada, fuera de este diario, porque cada día durante siete horas cometo el asesinato de mi propio tiempo”.

Otro exiliado ilustre, que vivió en Buenos Aires 27 años (a la distancia de una calle del Congreso de la Nación), fue el genial Ramón Gómez de la Serna, quien nunca quitó de la esfera de su reloj la hora de Madrid. El inventor de las greguerías, veterano conferenciante, sabía tomarse la vida con humor, por eso escribió: “Sabido es que la Argentina es la primera consumidora de conferenciantes del mundo”.

Y vuelvo a Bioy Casares para decir que lo abordé una tarde en el bar La Biela. Él acababa de publicar Diario de la guerra del cerdo, y aunque conocía su fama de tímido me acerqué a saludarlo. Me invitó a su casa, a la que entré una tarde de lluvia. Me mostró el único ejemplar que poseía de su primer libro: Prólogo. También me presentó a su mujer y a su única hija, Marta. Ellas dos, al igual que Bioy, yacen ahora en el cementerio de la Recoleta, y justo enfrente está La Biela. Frecuento ese bar de la avenida Quintana cada vez que visito Buenos Aires. El establecimiento, que se inauguró en 1850, era visitado en la década de los cincuenta por fanáticos del automovilismo. En la actualidad es el lugar de cita de intelectuales, artistas y políticos. Los parroquianos opinan que es el motor de la vida social del barrio, pero en los últimos años han brotado en la vecindad decenas de otros bares y restaurantes. Todos en torno al parque, cuyo mítico gomero con una copa de enorme diámetro causa asombro. Los fines de semana hay feria artesanal, músicos y payasos espontáneos. El bullicio de la zona es permanente. Los muertos del cementerio de enfrente gozan de alegre y festiva compañía.

Desde La Recoleta es posible adentrarse en el barrio Norte por la calle Guido. La mayoría de los vecinos son medianamente adinerados, algunos más que otros. Esta arteria se junta con la calle Talcahuano, en la que había instalado su librería don Santiago Fischbein, el personaje del relato El indigno, en el que le refiere a Borges un hecho vergonzoso de su juventud, en el barrio de Villa Crespo, junto al arroyo Maldonado. Borges no especifica a qué altura de Talcahuano se encontraría la librería de Fischbein, pero me gusta imaginar que sería en el cruce con Lavalle. Si caminamos en dirección al río y atravesamos la avenida 9 de Julio, de la que los porteños se enorgullecen porque tal vez sea la más ancha del mundo, nos encontraremos en el sector que hasta los años ochenta fue conocido como “la calle de los cines”. Había una sala al lado de otra, hasta llegar a veinte. Ahora los sustituyeron casas de máquinas de juego, y la calle es frecuentada por el lumpen urbano.

Pero volvamos por Lavalle y, al atravesar de nuevo la 9 de Julio contemplemos el famoso obelisco, a una manzana de distancia. Continuemos por esta calle otras once manzanas y llegaremos a la intersección con la calle Junín. En los alrededores perduraron, hasta finales de los años veinte, los lupanares de la organización prostibularia de judíos polacos conocida como Zwi Migdal. Los buenos judíos burgueses lidiaron con ellos hasta lograr que desaparecieran, aunque en realidad se trasladaron a Brasil. El premio Nóbel Isaac Bashevis Singer nombra a esta calle y a sus rufianes de entonces en la novela Escoria, pero fue el escritor y periodista francés Albert Londres, desaparecido en alta mar en 1932, quien mejor trató el tema. En Los siete locos, la imprescindible novela de Roberto Arlt, autor que tanto aprecia Enrique Vila-Matas, aparece el personaje de Haffner: el Rufián melancólico, uno de esos héroes imperecederos de la literatura. Haffner bien podría haber integrado la Zwi Migdal, aunque antes fue profesor de matemáticas. “Con mi cátedra iba viviendo, cuando en un prostíbulo de la calle Rincón encontré una noche a una francesita que me gustó”, dice.

No es oro todo lo que reluce.
En la calle Rincón, en la esquina con la avenida Rivadavia, estaba el renombrado café de Los Angelitos. “Café de los Angelitos, de Rivadavia y Rincón”, canta el tango. La avenida Rivadavia tiene fama de ser la más larga del mundo, así como la 9 de Julio la más ancha. Apunta al oeste, y se interna en la provincia de Buenos Aires. Los barrios que atraviesa en su huída de la ciudad, muchos de los cuales glosó Arlt en Aguafuertes porteñas y en su novela autobiográfica El juguete rabioso, son El Once, Almagro, Caballito, Flores y Floresta. En Flores habita César Aira, y muchas de las ficciones del autor de Ema la cautiva y Cómo me hice monja transcurren en dicho barrio. Si volvemos por esta avenida en dirección al centro nos toparemos con la Plaza de Mayo, circundada por el Cabildo, la Catedral, el ministerio de Economía y la Casa Rosada, que es la sede de la presidencia. Por esta plaza desfilan desde hace años las madres de los desaparecidos y asesinados por la dictadura de los generales. Las huellas de la tragedia y el crimen permanecen, y nos recuerdan que no todo es radiante en la ciudad que algunos llamaron “la París de América”, aunque yo prefiera suponer que París es la Buenos Aires de Europa. Si continuamos andando un poco más llegaremos a la orilla del inmenso río: “¿Y fue por este río de sueñera y barro/ que las proas vinieron a fundarme la patria?”, escribió Borges. El Río de la Plata, cuyas aguas vienen cayendo desde el trópico. El río que inspiró a Gardel y le hizo cantar “Buenos Aires la Reina del Plata/ Buenos Aires mi tierra querida...”

Publicado en la revista Qué leer, número 58, septiembre 2001