IV. JUDAS ISCARIOTE
Monti era un hombre activo y noble, excitable como un espadachín, enjuto como un hidalgo. Su penetrante mirada no desmentía la irónica sonrisa del labio fino, sombreado por sedosas hebras de bigote negro. Cuando se encolerizaba enrojecíansele los pómulos y su labio temblaba hasta el hundido mentón.
El escritorio y depósito de papel de su comercio eran tres habitaciones que alquilaba a un judío peletero, y dividido de la hedionda trastienda del hebreo por un corredor siempre lleno de chiquilines pelirrojos y mugrientos.
La primera pieza era algo así como escritorio y exposición de papel fino. Sus ventanas daban a la calle Rivadavia, y los transeúntes al pasar veían correctamente alineadas desde la vereda en una estancia de pino tea resmas de papel salmón, verde, azul y rojo, rollos de papel impermeable, veteado y duro, bloques de papel de seda y papel llamado de manteca, cubos de etiquetas con policromas flores, mazos de papel floreado, de superficie rugosa y estampados búcaros pálidos.
En el muro azulado, una estampa del golfo de Nápoles lucía el esmalte azul del mar inmóvil en la costa parda, sembrada de cuadritos blancos: las casas.
Allí, cuando Monti estaba de buen humor, cantaba con limpia y entonada voz.
Me agradaba escucharle. Lo hacía con sentimiento; se comprendía que cantando evocaba los parajes y momentos de ensueño transcurridos en su patria.
Cuando Monti me recibió de corredor a comisión, entregándome un muestrario de papeles clasificados por su calidad y precio, dijo:
—Bueno, ahora a vender. Cada kilo de papel son tres centavos de comisión.
¡Duro principio!
Recuerdo que durante una semana caminé seis horas por día inútilmente. Aquello era inverosímil. No vendí un kilo de papel en el trayecto de cuarenta y cinco leguas. Desesperado entraba a verdulerías, a tiendas y almacenes, rondaba los mercados, hacía antesala a farmacéuticos y carniceros, pero inútilmente.
Unos me enviaban lo más cortésmente posible al diablo, otros decíanme pase la semana que viene, otros argüían: "¡Yo ya tengo corredor que hace tiempo me sirve!", otros no me atendían, algunos opinaban que mi mercadería era excesivamente cara, varios demasiado ordinaria y algunos raros, demasiado fina.
A mediodía, llegado al escritorio de Monti, me dejaba caer en una pilastra formada de resmas de papel y permanecía en silencio, atontado de fatiga y desaliento.
Mario, otro corredor, un gandul de dieciséis años, alto como un álamo, todo piernas y brazos, se burlaba de mis estériles diligencias.
¡Era truhán el tal Mario! Parecía un poste de telégrafo rematando en una cabeza pequeña, cubierta de un fabuloso bosque de cabellos crespos. Caminaba a trancos enormes, con una cartera de cuero rojo bajo el brazo. Cuando llegaba al escritorio tiraba la cartera a un rincón y se sacaba el sombrero, un hongo redondo, tan untado de grasa, que con él pudiera lubricarse el eje de un carro. Vendía endiabladamente y siempre estaba alegre.
Hojeando una libreta mugrienta leía en alta voz la larga lista de pedidos recogidos, y dilatando su boca de ballenato se reía hasta el fondo rojo de la garganta, y dos hileras de dientes saledizos.
Para simular que la alegría le hacia doler el estómago, se lo cogía con ambas manos.
Por encima del casillero de la escribanía, Monti nos observaba sonriendo irónico. Abarcaba su amplia frente con la mano, se restregaba los ojos como disipando preocupaciones y nos decía después:
—No hay que desanimarse, diábolo. Quiere ser inventor y no sabe vender un kilo de papel.
Luego indicaba:
—Hay que ser constante. Toda clase de comercio es así. Hasta que a uno no lo conocen no quieren tener trato. En un negocio le dicen que tienen. No importa. Hay que volver hasta que el comerciante se habitúe a verlo y acabe por comprar. Y siempre gentile, porque es así —y cambiando de conversación agregaba—: Venga esta tarde a tomar café. Charlaremos un rato.
Cierta noche en la calle Rojas entré en una farmacia. El farmacéutico, bilioso sujeto picado de viruelas, examinó mi mercadería, después habló y parecióme un ángel por lo que dijo:
—Mándeme cinco kilos de papel de seda surtido, veinte kilos de papel parejo especial y hágame veinte mil sobres, cada cinco mil con este impreso: "Acido bórico", "Magnesia calcinada", "Cremor tártaro", "Jabón de campeche". Eso sí, el papel tiene que estar el lunes bien temprano aquí.
Estremecido de alegría anoté el pedido, saludé con una reverencia al seráfico farmacéutico y me perdí por las calles. Era la primera venta. Había ganado quince pesos de comisión.
Entré al mercado de Caballito, ese mercado que siempre me recordaba los mercados de las novelas de Carolina Invernizio. Un obeso salchichero con cara de vaca, a quien había molestado inútilmente otras veces, me gritó al tiempo de enarbolar su cuchillo sobre un bloque de tocino:
—Che, mándeme doscientos kilos recorte especial, pero mañana bien temprano, sin falta, y a treinta y uno.
Había ganado cuatro pesos, a pesar de rebajar un centavo por kilo.
Infinita alegría, dionisiaca alegría inverosímil, ensanchaba mi espíritu hasta las celestes esferas... y entonces, comparando mi embriaguez con la de aquellos héroes danunzianos que mi patrón criticaba por sus magníficos empaques, pensé:
"Monti es un idiota."
De pronto sentí que apretaban mi brazo; volvíme brusco y me encontré frente a Lucio, aquel insigne Lucio que formaba parte del club de Los Caballeros de Media Noche.
Nos saludamos efusivamente. Después de la noche azarosa no le había vuelto a ver, y ahora estaba frente a mí sonriendo y mirando como de costumbre a todos lados. Reparé que estaba bien trajeado, mejor calzado y enjoyado, luciendo en los dedos anillos de oro falso y una piedra pálida en la corbata.
Había crecido; era un recio pelafustán disfrazado de dandy. Complemento de esta figura de jaquetón adecentado, era un fieltro aludo, hundido graciosamente sobre la frente hasta las cejas. Fumaba en boquilla de ámbar, y como hombre que sabe tratar a los amigos, después de los primeros saludos me invitó a tomar un bock en una cervecería próxima.
Sentados ya, y habiendo sorbido su cerveza de un solo trago, el amigo Lucio dijo con voz enronquecida:
—¿Y de qué trabajás vos?
—¿Y vos?... Te veo hecho un dandy, un personaje.
Le torció la boca una sonrisa.
—Yo... yo me he acoplado.
—Entonces vas bien... has progresado enormemente... pero como yo no tengo tu suerte, soy papelero... vendo papel.
—¡Ah! ¿vendés papel, por alguna casa?
—Sí, para un tal Monti que vive en Flores.
—¿Y ganás mucho?
—Mucho no, pero para vivir.
—¿Así que te regeneraste?
—Claro.
—Yo también trabajo.
—¡Ah, trabajás!
—Sí, trabajo, ¿a que no sabes de qué?
—No, no sé.
—Soy agente de investigaciones.
—¿Vos... agente de investigaciones? ¡Vos!
—Sí, ¿por qué?
—No, nada. ¿Así que sos agente de investigaciones?
—¿Por qué te extraña?
—No... de ninguna manera... siempre tuviste aficiones... desde chico...
—Ranún... pero mirá, che, Silvio, hay que regenerarse; así es la vida, la struggle for life de Darwin...
—¡Que te has vuelto erudito! ¿Con qué se come eso?
—Yo me entiendo, che, ésa es la terminología ácrata; así que vos también te regeneraste, trabajás, y te va bien.
—Arregular, como decía el vasco; vendo papel.
—¿Te has regenerado entonces?
—Parece.
—Muy bien; otro medio, mozo... otros dos medios quería decir, disculpá, che.
—¿Y qué tal es ese trabajo de investigaciones?
—No me preguntés, che, Silvio; son secretos profesionales. Pero hablando de bueyes perdidos, ¿te acordás de Enrique?
—¿Enrique Irzubeta?
—Sí.
—De Irzubeta sólo sé que después que nos separamos, ¿te acordás?...
—¡Cómo no me voy a acordar!
—Después que nos separamos supe que Grenuillet los pudo desalojar y que se fueron a vivir a Villa del Parque, pero a Enrique no lo vi más.
—Cierto; Enrique se fue a trabajar a una agencia de autos en el Azul.
—¿Y ahora sabés dónde está?
—Estará en el Azul, ¡qué embromar!
—No, no está en el Azul; está en la cárcel.
—¿En la cárcel?
—Como yo estoy acá, él está en la cárcel.
—¿Qué hizo?
—Nada, che: la struggle for life..., la lucha por la vida quiere decir, es un término que le aprendí a un gallego panadero que le gustaba fabricar explosivos. ¿Vos no fabricás explosivos? No te enojés; como eras tan aficionado a las bombas de dinamita...
Irritado de sus preguntas insidiosas, le miré con fijeza.
—¿Estás por meterme preso?
—No, hombre, ¿por qué? ¿No se te puede dar una broma?
—Es que parece que querés sonsacarme algo.
—Pucha... qué rico tipo sos, ¿no te regeneraste ya?
—Bueno, ¿qué decías de Enrique?
—Te voy a contar: una hazaña gloriosa entre nosotros, una cosa notable.
"Resulta, ahora no me acuerdo si era en la agencia del Chevrolet o del Buick, donde Enrique estaba de empleado, que le tenían confianza... bueno, para engatusar siempre fue un maestro éste. Él trabajaba en el escritorio, no sé cómo, el caso es que del talonario de cheques robó uno y lo falsificó en seguida por cinco mil novecientos cincuenta y tres pesos. ¡Lo que son las cosas!
"La mañana que piensa ir a cobrarlo, el dueño de la agencia le da dos mil cien pesos para depositar en el mismo banco. Este loco se embolsa la plata, va al garaje de la agencia, saca un auto, y tranquilamente se presenta al banco, presenta el cheque, y ahora es lo raro, en el banco le pagaron el cheque falsificado."
—¡Lo pagaron!
—Es increíble, ¡qué falsificación sería! Bueno, él siempre tuvo aptitudes. ¿Te acordás cuando falsificó la bandera de Nicaragua?
—Sí, desde chico sirvió... pero seguí.
—Bueno, le pagaron... ahora andá a saber si Enrique estaba nervioso: sale con el coche, a dos cuadras del mercado, en un cruce, se lleva por delante un sulky... y tuvo suerte, la vara lo único que hizo fue romperle un brazo, si lo agarra un poco más al medio le atraviesa el pecho. Quedó desmayado. Lo llevan a un sanatorio, da la casualidad que el dueño de la agencia supo en seguida el accidente, y se fue al sanatorio como gato al bofe. El hombre le pide al médico las ropas de Enrique, porque debía de haber dinero o una boleta de depósito... date cuenta de la sorpresa del tipo... en vez de sacar una boleta le encuentra ocho mil cincuenta y tres pesos. En eso Enrique reacciona, le pregunta de dónde son esos miles, y no supo qué contestar; van al banco y allí en seguida se enteraron de todo.
—Es colosal.
—Increíble. Yo leí toda la crónica de eso en El Ciudadano, un diario de allí.
—¿Y ahora está preso?
—A la sombra, como él decía... pero andá a saber el tiempo que lo han condenado. Tiene la ventaja de ser menor de edad, y además la familia conoce a gente de influencia.
—Es curioso: va a tener un gran porvenir el amigo Enrique.
—Envidiable. Con razón que lo llamaban el Falsificador.
Después callamos. Recordaba a Enrique. Me parecía volver a estar con él, en la covacha de los títeres. En el muro rojo el rayo de sol iluminaba su demacrado perfil de adolescente soberbio.
Con voz enronquecida, Lucio comentó:
—La struggle for life, che, unos se regeneran y otros caen; así es la vida... pero me voy, tengo que tomar servicio... si querés verme acá tenés mi dirección —y me entregó una tarjeta.
Cuando después de una aparatosa despedida me encontré lejos, solo en las calles iluminadas, todavía en mis oídos sonaba su enronquecida voz:
"La struggle for life, che... unos se regeneran, otros caen... ¡así es la vida!"
Ahora me dirigía a los comerciantes con el aplomo de un experto corredor, y con la certeza de que debían ser estériles mis fatigas, porque ya "había vendido" me aseguré en breve tiempo una clientela mediocre, compuesta de fiesteros de feria, farmacéuticos a quienes hablaba del ácido pícrico y otras zarandajas, libreros y dos o tres almaceneros, la gente de menos provecho y la más taimada para mercar.
Con el objeto de no perder el tiempo, había dividido las parroquias de Caballito, Flores, Vélez Sársfield y Villa Crespo en zonas que recorría sistemáticamente una vez por semana.
Muy temprano dejaba el lecho, y a grandes pasos me dirigía a los barrios prefijados. De aquellos días conservo el recuerdo de un inmenso cielo resplandeciente sobre horizontes de casas pequeñas y encaladas, de fábricas de muros rojos, y adornando los confines: surtidores de verdura, cipreses y arboledas en torno de las cúpulas blancas de la necrópolis.
Por las chatas calles del arrabal, miserables y sucias, inundadas de sol, con cajones de basura a las puertas, con mujeres ventrudas, despeinadas y escuálidas hablando en los umbrales y llamando a sus perros o a sus hijos, bajo el arco de cielo más límpido y diáfano, conservo el recuerdo fresco, alto y hermoso.
Mis ojos bebían ávidamente la serenidad infinita, extática en el espacio celeste.
Llamas ardientes de esperanza y de ensueño envolvíanme el espíritu y de mí brotaba una inspiración tan feliz de ser cándida, que no acertaba a decirla con palabras.
Y más y más me embelesaba la cúpula celeste, cuanto más viles eran los parajes donde traficaba. Recuerdo...
¡Aquellos almacenes, aquellas carnicerías del arrabal!
Un rayo de sol iluminaba en lo oscuro las bestias de carne rojinegra colgadas de ganchos y de sogas junto a los mostradores de estaño. El piso estaba cubierto de aserrín, en el aire flotaba el olor de sebo, enjambres negros de moscas hervían en los trozos de grasa amarilla, y el carnicero impasible aserra a los huesos, machacaba con el dorso del cuchillo las chuletas... y afuera... afuera estaba el cielo de la mañana, quieto y exquisito, dejando caer de su azulidad la infinita dulzura de la primavera.
Nada me preocupaba en el camino sino el espacio, terso como una porcelana celeste en el confín azul, con la profundidad de golfo en el zenit, un prodigioso mar alto y quietísimo, donde mis ojos creían ver islotes, puertos de mar, ciudades de mármol ceñidas de bosques verdes y navíos de mástiles florecidos deslizándose entre armonías de sirenas hacia las fúricas ciudades de la alegría.
Caminaba así, estremecido de sabrosa violencia.
Parecíame escuchar los rumores de una fiesta nocturna; en lo alto los cohetes derramaban verdes cascadas de estrellas, abajo reían los ventrudos genios del mundo y los simios hacían juegos malabares en tanto que reían las diosas escuchando la flauta de un sapo.
Con estos festivos rumores cantando en los orejas, con aquellas visiones bogando ante los ojos, disminuía las distancias sin advertirlo.
Entraba a los mercados, conversaba con "puesteros", vendía o discutía con los clientes disconformes de las mercaderías recibidas. Solían decirme, sacando de debajo del mostrador unas virutas de papel que podrían servir para fabricar serpentinas:
—¿Y con estas tiras de papel qué quiere envolver usted?
Yo replicaba:
—Oh, el "recorte" no va a ser grande como un lienzo. De todo hay en la viña del Señor.
Estas razones especiosas no satisfacían a los mercaderes, que tomando por testigos a sus cofrades, juraban no comprarme un kilo más de papel.
Entonces yo fingía indignarme, decía algunas palabras no evangélicas y con desparpajo entraba tras el mostrador y comenzaba a revolver el bulto y a entresacar pliegos que con un poco de buena voluntad podían servir para amortajar a una res.
—¿Y esto?... ¿Por qué no enseñan esto? Se creen ustedes que el recorte se lo voy a elegir. ¿Por qué no compran recorte especial?
Así eran las disputas con los individuos carniceros y ciudadanos vendedores de pescado, gente ruda, jaquetona y amiga de líos.
También agradábame en las mañanas de primavera "corretear" por las calles recorridas de tranvías, vestidas con los toldos del comercio. Complacíame el espectáculo de los grandes almacenes interiormente sombrosos, las queserías frescas como granjas con enormes pilones de manteca en los estantes, las tiendas con multicolores escaparates y señoras sentadas junto a los mostradores frente a livianos rollos de telas; y el olor a pintura en las ferreterías, y el olor a petróleo en las despensas, se confundía en mi sensorio como el fragante aroma de una extraordinaria alegría, de una fiesta universal y perfumada, cuyo futuro relator fuera yo.
En las gloriosas mañanas de octubre me he sentido poderoso, me he sentido comprensivo como un dios.
Si fatigado entraba a una lechería a tomar un refresco, lo sombroso del paraje, lo semejante del decorado, hacíame soñar en una Alhambra inefable y veía los cármenes de la Andalucía distante, veía los terruños empinados al pie de la sierra, y en lo hondo de los socavones la cinta de planta de los arroyuelos. Una voz mujeril acompañábase con una guitarra, y en mi memoria el viejo zapatero andaluz reaparecía diciendo:
—José, zi era ma lindo que una rroza.
Amor, piedad, gratitud a la vida, a los libros y al mundo me galvanizaban el nervio azul del alma.
No era yo, sino el dios que estaba dentro de mí, un dios hecho con pedazos de montaña, de bosques, de cielo y de recuerdo.
Cuando había vendido una cantidad suficiente de papel, emprendía el retorno, y como los kilómetros se hacían largos de recorrer a pie, placíame soñar en cosas absurdas, verbigracia, que yo había heredado setenta millones de pesos o en cosas de esa naturaleza. Se evaporaban mis quimeras, cuando al entrar al escritorio, Monti me comunicaba indignado:
—El carnicero de la calle Remedios devolvió el recorte.
—¿Por qué?
—¡Qué sé yo!... Dijo que no le gustaba.
—Mal rayo lo parta al tío ése.
Es indescriptible el sentimiento de fracaso que producía ese bulto de papel sucio, abandonado en el patio oscuro, con las ataduras renovadas, lleno de barro en los cantos, manchado de sangre y de grasa, debido a que el carnicero lo había revuelto despiadadamente con las manos pringosas.
Este género de devoluciones se repetía con demasiada frecuencia.
Previniéndome de posteriores incidentes solía advertir al comprador.
—Mire: el recorte son las sobras del papel parejo. Si quiere le mando recorte especial, son ocho centavos más por kilo, pero se aprovecha todo.
—No importa, che —decía el matarife—, mande el recorte.
Mas cuando se le entregaba el papel, pretendía que se le rebajara algunos centavos por kilo, o si no devolver los pedazos muy rotos, que sumando dos o tres kilos hacían perder lo ganado; o no pagarlo, que era perderlo todo...
Acontecían percances divertidísimos, por los que Monti y yo acabamos por echarnos a reír para no llorar de rabia.
Teníamos entre los clientes un chanchero que exigía se le entregaran los fardos de papel en su casa en un día por él determinado y a una hora prefijada, lo que era imposible; otro que devolvía la carga insultando al carretero, si no se le extendía recibo en la forma estipulada por la ley, lo que era superfluo; otro no pagaba el papel sino una semana después que comenzaba a consumirlo.
No hablemos de la ralea de los feriantes turcos.
Si yo les pedía noticias de Al Motamid, no me comprendían o se encogían de hombros, cortando un pedazo de bofe para el gato de una comadre descarada.
Después para venderles había que perder una mañana, y eso con el objeto de enviar a distancias inverosímiles, en calles de suburbios desconocidos, un mísero paquete de veinticinco kilos, donde se ganaban setenta y cinco centavos.
El carretero, un hombre taciturno de cara sucia, al atardecer cuando regresaba con su caballo cansado y el papel que no se había entregado, decía:
—Éste no se entregó —y arrojaba el fardo al pavimento con gesto malhumorado— porque el carnicero estaba en los mataderos y la mujer dijo que no sabía nada y no lo quiso recibir. Este otro no vive en el número, porque allí es una fábrica de alpargatas. De esta calle no me supo dar razón nadie.
Nos deslenguábamos en reniegos contra esa chusma que no reconocía formalidades, ni compromisos de ningún género.
Otras veces acaecía que Mario y yo recogíamos un pedido del mismo individuo y cuando se le enviaba lo encargado lo rechazaba, porque decía que había comprado la mercadería a un tercero que se la ofreció más barata. Algunos tenían la desvergüenza de decir que no habían encargado nada, y por lo general, si no las había, inventaban las razones.
Cuando creía haber ganado sesenta pesos en una semana recibía sólo veinticinco o treinta.
Pero ¡y la gentecilla! ¡Los comerciantes al por menor, los tenderos y los farmacéuticos! ¡Cuánta quisquillosidad, qué de informaciones y exámenes previos!
Para comprar la insignificancia de mil sobres con el impreso de magnesia o ácido bórico, no lo hacían sino después de verlos frecuentemente y exigiendo de antemano que se les entregara muestra de papel, tipos de imprenta y al fin decían:
—Veremos, pásese la otra semana.
He pensado muchas veces que se podría escribir una filogenia y psicología del comerciante al por menor, del hombre que usa gorra tras el mostrador y que tiene el rostro pálido y los ojos fríos como láminas de acero.
¡Ah, por qué no es suficiente exponer la mercadería!
Para vender hay que empaparse de una sutilidad "mercurial", escoger las palabras y cuidar los conceptos, adular con circunspección, conversando de lo que no se piensa ni cree, entusiasmarse con una bagatela, acertar con un gesto compungido, interesarse vivamente por lo que maldito si nos interesa, ser múltiple, flexible y gracioso, agradecer con donaire una insignificancia, no desconcertarse ni darse por aludido al escuchar una grosería, y sufrir, sufrir pacientemente el tiempo, los semblantes agrios y malhumorados, las respuestas rudas e irritantes, sufrir para poder ganar algunos centavos, porque "así es la vida".
Si en la dedicación se estuviera solo... mas hay que comprender que en el mismo lugar donde disertamos sobre la ventaja de entablar negocios con nosotros, han pasado muchos vendedores ofreciendo la misma mercadería en distintas condiciones, a cual más ventajosa para el comerciante.
¿Cómo se explica que un hombre escoja a otro entre muchos, para beneficiarse beneficiándole?
No parecerá entonces exagerado decir que entre un individuo y el comerciante se han establecido vínculos materiales y espirituales, relación inconsciente o simulada de ideas económicas, políticas, religiosas y hasta sociales, y que una operación de venta, aunque sea la de un paquete de agujas, salvo perentoria necesidad, eslabona en sí más dificultades que la solución del binomio de Newton.
Pero ¡si fuera esto solo!
Además, hay que aprender a dominarse, para soportar todas las insolencias de los burgueses menores.
Por lo general, los comerciantes son necios astutos, individuos de baja extracción, y que se han enriquecido a fuerza de sacrificios penosísimos, de hurtos que no puede penar la ley, de adulteraciones que nadie descubre o todos toleran.
El hábito de la mentira arraiga en esta canalla acostumbrada al manejo de grandes o pequeños capitales y ennoblecidos por los créditos que les conceden una patente de honorabilidad y tienen por eso espíritu de militares, es decir, habituados a tutear despectivamente a sus inferiores, así lo hacen con los extraños que tienen necesidad de aproximarse a ellos para poder medrar.
¡Ah!, y cómo hieren los gestos despóticos de esos tahúres enriquecidos, que inexorables tras las mirillas del escritorio anotan sus ganancias; cómo crispan en ímpetus asesinos esas jetas innobles que responden:
—Déjese de joder, hombre, que nosotros compramos a casas principales.
Sin embargo, se tolera, y se sonríe y se saluda... porque "así es la vida".
A veces, terminado mi recorrido, y si quedaba en camino, iba a echar un parrafito con el cuidador de carros de la feria de Flores.
Ella era como otras tantas.
Al fondo de la calle de casas con fachadas encaladas, cubierta por un océano de sol, ésta se presentaba inopinadamente.
El viento traía agrio olor a verduras, y los toldos de los puestos sombreaban los mostradores de estaño dispuestos paralelamente a la vereda, en el centro de la calzada.
Aún tengo el cuadro ante los ojos.
Se compone de dos filas.
Una formada por carniceros, vendedores de puercos, hueveros y queseros, y otra de verduleros. La columna se prolonga chillona de policromía, churrigueresca de tintas, con sus hombres barbudos en mangas de camiseta junto a las cestas llenas de hortalizas.
La fila comienza en los puestos de pescadores, con los cestos ocres manchados por el rojo de los langostinos, el azul de los pejerreyes, el achocolatado de los mariscos, la lividez plomiza de los caracoles y el blanco zinc de las merluzas.
Los perros rondan arrebatándose el triperío de desecho, y los mercaderes con los velludos brazos desnudos y un delantal que les cubre el pecho, cogen a pedido de las compradoras el pescado por la cola, de una cuchillada le abren el vientre, con las uñas le hurgan hasta el espinazo destripándolo, y después de un golpe seco lo dividen en dos.
Más allá las mondongueras raen los amarillentos mondongos en el estaño de sus mostradores, o cuelgan de los ganchos inmensos hígados rojos.
Diez gritos monótonos repiten:
—Pejerreye fresco... fresco, señora.
Otra voz grita:
—Aquí... aquí está lo bueno. Vengan a ver esto.
Pedazos de hielo cubiertos de aserrín rojo se derriten a la sombra lentamente encima del lomo de los pescados encajonados.
Entrando, preguntaba en el primer puesto.
—¿El Rengo?
Con las manos apoyadas en la cadera, inflado el delantal sucio sobre el vientre, los feriantes gritaban con voces gangosas o chillonas:
—Rengo, vení, Rengo.
Y porque le estimaban, al llamarle se reían con gruesas carcajadas, mas el Rengo reconociéndome desde lejos, para gozar de su popularidad caminaba despacio, cojeando ligeramente. Cuando frente a un puesto encontraba a alguna criada conocida, se tocaba el ala del sombrero con el cabo del rebenque.
Detenido charlaba, charlaba sonriendo, mostrando los torcidos dientes con una perenne sonrisa picaresca; de pronto se iba, guiñando el ojo de soslayo a los peones de carniceros que, con los dedos de las manos le hacían obscenos gestos.
—Rengo... che, Rengo... vení —gritaban de otro lado.
El pelafustán volvía su cara angulosa a un costado, diciendo que aguardáramos, y a fuerza de codo se abría paso entre las mujeres apeñuscadas frente a los puestos, y las hembras que no le conocían, las viejas codiciosas y regañonas, las jóvenes mujeres biliosas y avaras, las mozuelas linfáticas y pretenciosas, miraban con desconfianza agria, con fastidio mal disimulado, esa cara triangular enrojecida por el sol, bronceada por la desvergüenza.
Era un bigardón a quien agradaba tocar el trasero de las mujeres apiñadas.
—Rengo... vení, Rengo.
El Rengo gozaba de popularidad. Además, como a todos los personajes de la historia, le agradaba tener amigas, saludarse con las vecinas, bañarse en esta atmósfera de chirigota y grosería que entre comerciante bajo y comadre pringosa se establece de inmediato.
Cuando hablaba de cosas sucias, su cara roja resplandecía como si la hubieran cardado con tocino, y el círculo de mondongueras, verduleros y vendedoras de huevos se regocijaba de la inmundicia con que las salpicaban las chuscadas del jaquetón.
Llamaban:
—Rengo... vení, Rengo.
Y los fornidos carniceros, los robustos hijos de napolitanos, toda la barbuda suciedad que se gana la vida traficando miserablemente, toda la chusma flaca y gorda, aviesa y astuta, los vendedores de pescado y de fruta, los carniceros y mantequeras, toda la canalla codiciosa de dinero se complacía en la granujería del Rengo, en la desvergüenza del Rengo, y el Rengo olímpico, desfachatado y milonguero, semejante al símbolo de la feria franca, en el pasaje sembrado de tronchos, berzas y cáscaras de naranja, avanzaba contoneándose, y prendida a los labios esta canción obscena.
Y es lindo gozar de garrón.
Se adornaba el cuello que dejaba libre su elástico negro, con un pañuelo rojo. Grasiento sombrero aludo le sombreaba la frente y en vez de botines calzaba alpargatas de tela violeta y adornadas de arabescos rosados.
Con un látigo que nunca abandonaba recorría rengueando de un lado a otro la fila de carros, para hacer guardar compostura a los caballos que por desaburrirse se mordisqueaban ferozmente.
El Rengo, además de cuidador, tenía sus cascabeles de ladrón, y siendo "macró" de afición no podía dejar de ser jugador de hábito. En substancia, era un pícaro afabilísimo, del cual se podía esperar cualquier favor y también alguna trastada.
Él decía haber estudiado para jockey y haberle quedado ese esguince en la pierna porque de envidia los compañeros le espantaron el caballo un día de prueba, pero yo creo que no había pasado de ser bostero en alguna caballeriza.
Eso sí, conocía más nombres y virtudes de caballos que una beata santos del martirologio. Su memoria era un almanaque de Gotha de la nobleza bestial. Cuando hablaba de minutos y segundos se creía escuchar a un astrónomo, cuando hablaba de sí mismo y de la pérdida que había tenido el país al perder un jockey como él, uno sentíase tentado a llorar.
¡Qué vago!
Si iba a verle, abandonaba los puestos donde conferenciaba con ciertas barraganas, y cogiéndome de un brazo decía a vía de introito:
—Pasá un cigarrillo, que... —y encaminándonos a la fila de carros, subíamos al que estaba mejor entoldado para sentarnos y conversar largamente.
Decía:
—Sabés, lo amuré al turco Salomón. Se dejó olvidada en el carro una pierna de carnero, lo llamé al Pibe (un protegido) y le dije: "Rajando esto a la pieza."
Decía:
—El otro día se viene una vieja. Era una mudanza, un bagayito de nada... Y yo andaba seco, seco... Un mango, le digo, y agarro el carro del pescador.
"¡Qué trotada, hermano! Cuando volví eran las nueve y cuarto, y el matungo sudado que daba miedo. Agarro y lo seco bien, pero el gallego debe haber junado, porque hoy y ayer se vino una punta de veces a la fila, y todo para ver si estaba el carro. Ahora, cuando tenga otro viaje le meto con el de la mondonguera."
Y observando mi sonrisa, agregó;
—Hay que vivir, che, date cuenta: la pieza diez mangos, el domingo le juego una redoblona a Su Majestad, Vasquito y la Adorada... y Su Majestad me mandó al brodo.
Mas reparando en dos vagos que estaban rondando con disimulo en torno de un carro al extremo de la fila, puso el grito en el cielo:
—¿Che, hijos de una gran puta, qué hacen allí?
Y enarbolando el látigo fue corriendo hacia el carro. Después de revisar cuidadosamente los arneses se volvió rezongando:
—Estoy arreglado si me roban un cabezal o unas riendas.
En los días lluviosos acostumbraba a pasar las mañanas en su compañía.
Bajo la capota del carro, el Rengo improvisaba estupendas poltronas con bolsas y cajones. Sabíase dónde estaba porque bajo el arco del toldo se escapaban nubes de humo. Para entretenerse, el Rengo cogía el mango de un látigo como si fuera una guitarra, entornaba los ojos, chupaba con más energía el cigarrillo y con voz arrastrada, a momentos hinchada de coraje, en otros doliente de voluptuosidad, cantaba:
Tengo un bulín más, "sofica"
que da las once antes de hora
y que yo se lo alquilé;
y que yo se lo alquilé
para que afile ella sola.
Con el sombrero sobre la oreja, el cigarro humeándole bajo las narices, y la camiseta entreabierta sobre el pecho tostado, el Rengo parecía un ladrón, y a veces solía decirme:
—¿No es cierto, che, Rubio, que tengo pinta de "chorro"?
Sino, contaba en voz baja, entre las largas humaradas de su cigarro, historias del arrabal, recuerdos de su niñez transcurrida en Caballito.
Eran memorias de asaltos y rapiñas, robos en pleno día, y los nombres de Cabecita de Ajo, el Inglés, y los dos hermanos Arévalo, estaban continuamente trabados en estos relatos.
Decía el Rengo con melancolía:
—¡Sí me acuerdo! Yo era un pibe. Siempre estaban en la esquina de Méndez de Andés y Bella Vista, recostados en la vidriera del almacén de un gallego. El gallego era un "gil". La mujer dormía con otros y tenía dos hijas en la vida. ¡Sí me acuerdo! Siempre estaban allí, tomando el sol y jodiendo a los que pasaban. Pasaba alguno de rancho y no faltaba quien gritara: "¿Quién se comió la pata e'chancho?" "El del rancho", contestaba el otro. ¡Si eran unos "grelunes"! En cuanto te "retobabas", te fajaban. Me acuerdo. Era la una. Venía un turco. Yo estaba con un matungo en la herrería de un francés que había frente al boliche. Fue en un abrir y cerrar de ojos. El rancho del turco voló al medio de la calle, quiso sacar el revólver, y zas, el Inglés de un castañazo lo volteó. Arévalo "cachó" la canasta y Cabecita de Ajo el cajón. Cuando vino el cana sólo estaba el rancho y el turco, que lloraba con la nariz revirada. El más desalmado fue Arévalo. Era lungo, moreno y tuerto. Tenía unas cuantas mujeres. La última que hizo fue la de un cabo. Estaba ya con la captura recomendada. Lo "cacharon" una noche con otros muchos de la vida en un cafetín que había antes de llegar a San Eduardo. Lo registraron y no llevaba armas. Un cabo le pone la cadena y se lo lleva. Antes de llegar a Bogotá, en lo oscuro, Arévalo saca una faca que tenía escondida en el pecho bajo la camiseta y envuelta en papel de seda, y se la enterró hasta el mango en el corazón. El otro cayó seco, y Arévalo rajó; fue a esconderse en la casa de una hermana que era planchadora, pero al otro día lo "cacharon". Dicen que murió tísico de la paliza que le dieron con la "goma".
Así eran las narraciones del Rengo. Monótonas, oscuras y sanguinosas. Terminadas sus historias antes de que fuera la hora reglamentaria para deshacerse la feria, el Rengo me invitaba:
—Vení, Rubio, ¿vamos a requechar?
—Vamos.
Con la bolsa al hombro, el Rengo recorría los puestos y los feriantes, sin necesidad de que él les pidiera, gritábanle:
—Vení, Rengo, tomá.
Y él recogía grasa, huesos carnudos; de los verduleros, quien no le daba un repollo le daba patatas o cebollas, las hueveras un poco de manteca, las mondongueras un chirlo de hígado, y el Rengo jovial, con el sombrero inclinado sobre una oreja, el látigo a la espalda, y la bolsa en la mano, cruzaba soberbio como un rey ante los mercaderes, y hasta los más avaros y hasta los más viles no se atrevían a negarle una sobra, porque sabían que él podía perjudicarles en distintas formas.
Terminado, decía:
—Vení a comer conmigo.
—No, que en casa me esperan.
—Vení, no seas otario, hacemos un bife y papas fritas. Después le meto a la viola, y hay vino, un vinito San Juan que da las doce antes de hora. Me compré una damajuana, porque plata que no se gasta se "escolaza".
Bien sabía por qué el Rengo insistía en que almorzara con él. Necesitaría consultarme acerca de sus inventos —porque sí—, el Rengo con toda su vagancia tenía ribetes de inventor; el Rengo, que según propio decir se había criado "entre las patas de los caballos", en sus horas de siesta compaginaba dispositivos e invenciones para despojar de su dinero al prójimo. Recuerdo que un día, explicándole los prodigios de la galvanoplastia, el Rengo quedóse tan admirado que durante muchos días trató de persuadirme para que instaláramos en sociedad una fábrica de moneda falsa. Cuando le pregunté de dónde sacaría el dinero, repuso:
—Yo conozco a uno que tiene plata. Si querés te lo hago conocer y nos arreglamos. Y... ¿vamos o no vamos?
—Vamos.
Súbitamente el Rengo dirigía una mirada investigadora en redor, para gritar después con voz desapacible:
—¡Pibe!
El Pibe, que estaba riñendo con otros vagos de su calaña, reaparecía:
No tenía diez años de edad, y menos de cuatro pies de estatura, pero en su rostro romboidal como el de un mogol, la miseria y toda la experiencia de la vagancia habían lapidado arrugas indelebles.
Tenía la nariz chata, los labios belfos, y además era enormemente cabelludo, de una lana rizada y tupida entre cuyos aros desaparecían las orejas. Todo este cromo aborigen y sucio se ataviaba con un pantalón que le llegaba hasta los tobillos, y una blusa negra de lechero vasco.
El Rengo le ordenó imperativamente:
—Agarrá eso.
El Pibe se echó la bolsa a la espalda y rápidamente marchó.
Era criado, cocinero, mucamo y ayudante del Rengo.
Éste lo recogió como se recoge un perro, y en cambio de sus servicios lo vestía y alimentaba; y el Pibe era fidelísimo servidor de su amo.
—Fijate —me contaba—, el otro día, al abrir la cartera una mujer en un puesto, se le caen cinco pesos. El Pibe los tapa con el pie y después lo alza. Vamos a casa y no había ni "medio" de carbón.
"—Andá a ver si te fían.
"—No hace falta —me contesta el loco, y pela los cinco mangos.
—Caramba, no es malo.
—Y de ahí para la "biaba". ¿Además no sabés lo que hace?
—Contá.
—¡Pero date cuenta!... Una tarde veo que sale.
"—¿Adónde vas? —le digo.
"—A la iglesia.
"—Me cazzo, ¿a la iglesia?
"—'Manyá'.
"Y me empieza a contar que de la caja que hay metida en la pared a la entrada, para la limosna, había visto asomar la colita de un peso. Resulta que lo habían entrado apretado, y él con un alfiler lo sacó. Y se había hecho un ganchito con un alfiler para ir a pescar dentro de la caja todos los pesos que haya. ¿Te das cuenta?..."
El Rengo se ríe, y si dudo que el Pibe haya inventado ese anzuelo, no dudo en cambio que sea el pescador, mas no se lo digo, y palmoteándole en la espalda, exclamo:
—¡Ah, Rengo, Rengo!...
Y el Rengo se ríe con una risa que le tuerce los labios descubriéndole los dientes.
Algunas veces en la noche.
Piedad, quién tendrá piedad de nosotros.
Sobre esta tierra quién tendrá piedad de nosotros. Míseros, no tenemos un Dios ante quien postrarnos y toda nuestra pobre vida llora.
¿Ante quién me postraré, a quién hablaré de mis espinos y de mis zarzas duras, de este dolor que surgió en la tarde ardiente y que aún es en mí?
Qué pequeñitos somos, y la madre tierra no nos quiso en sus brazos y henos aquí acerbos, desmantelados de impotencia.
¿Por qué no sabemos de nuestro Dios?
¡Oh! Si Él viniera un atardecer y quedamente nos abarcara con sus manos las dos sienes.
¿Qué más podríamos pedirle? Echaríamos a andar con su sonrisa abierta en la pupila y con lágrimas suspendidas de las pestañas.
Un día jueves a las dos de la tarde, mi hermana me avisó que un individuo estaba a la puerta esperándome.
Salí, y con la consiguiente sorpresa, encontré al Rengo, más decentemente trajeado que de costumbre, pues había reemplazado su pañuelo rojo por un modesto cuello de tela, y a las floreadas alpargatas las sustituía un flamante par de botines.
—¡Hola! ¿Vos por acá?
—¿Estás desocupado, Rubio?
—Sí, ¿por qué?
—Entonces salí, tenemos que hablar.
—Cómo no, esperame un momento.
Y entrando rápidamente me puse el cuello, cogí el sombrero y salí. De más está decir que inmediatamente sospeché algo, y aunque no podía imaginarme el objeto de la visita del Rengo, resolví estar en guardia.
Una vez en la calle examinando su semblante reparé que tenía algo importante que comunicarme, pues observábame a hurtadillas, mas me retuve en la curiosidad, limitándome a pronunciar un significativo:
—¿Y?...
—Hace días que no venís a la feria —comentó.
—Sí... estaba ocupado... ¿Y vos?
El Rengo tornó a mirarme. Como caminábamos por una vereda sombreada, diose a hacer observaciones acerca de la temperatura; después habló de la pobreza, de los trastornos que le traían los cotidianos trabajos; también me dijo que en la semana última le habían robado un par de riendas, y cuando agotó el tema, deteniéndome en medio de la vereda, y cogiéndome de un brazo, lanzó este ex abrupto:
—¿Decime, che Rubio, sos de confianza o no sos?
—¿Y para preguntarme eso me has traído hasta acá?
—¿Pero sos o no sos?
—Mirá, Rengo, decime, ¿me tenés fe?
—Sí... yo te tengo... pero decí, ¿se puede hablar con vos?
—Claro, hombre.
—Mirá, entonces entremos allá, vamos a tomar algo. Y el Rengo encaminándose al despacho de bebidas de un almacén, pidió una botella de cerveza al lavacopas, nos sentamos a una mesa en el rincón más oscuro, y después de beber, el Rengo dijo, como quien se descarga de un gran peso:
—Tengo que pedirte un consejo, Rubio. Vos sos muy "centífico". Pero por favor, che... te recomiendo, Rubio...
Le interrumpí:
—Mirá, Rengo, un momento. Yo no sé lo que tenés que decirme, pero desde ya te advierto que sé guardar secretos. No pregunto ni tampoco digo.
El Rengo depositó su sombrero encima de la silla. Cavilaba aún, y en su perfil de gavilán la irresolución mental movíale ligeramente por reflejo los músculos sobre las mandíbulas. En sus pupilas ardía un fuego de coraje, después mirándome reciamente, se explicó:
—Es un golpe maestro, Rubio. Diez mil mangos por lo menos.
Le miré con frialdad, esa frialdad que proviene de haber descubierto un secreto que nos puede beneficiar inmensamente, y repliqué para inspirarle confianza:
—No sé de qué se trata, pero es poco.
La boca del Rengo se abrió lentamente.
—Te pa-re-ce po-co. Diez mil mangos lo menos, Rubio... lo menos.
—Somos dos —insistí.
—Tres —replicó.
—Peor que peor.
—Pero la tercera es mi mujer.
Y de pronto sin que me explicara su actitud, sacó una llave, una pequeña llave aplastada y poniéndola encima de la mesa, dejóla allí abandonada. Yo no la toqué.
Concentrado le miraba a los ojos, él sonreía como si la locura de un regocijo le ensanchara el alma, a momentos empalidecía; bebió dos vasos de cerveza uno tras otro, enjugóse los labios con el dorso de la mano y dijo con una voz que no parecía suya:
—¡Es linda vida!
—Sí, la vida es linda, Rengo. Es linda. Imaginate los grandes campos, imaginate las ciudades del otro lado del mar. Las hembras que nos seguirían; nosotros cruzaríamos como grandes bacanes las ciudades al otro lado del mar.
—¿Sabés bailar, Rubio?
—No, no sé.
—Dicen que allí los que saben bailar el tango se casan con millonarias.., y yo me voy a ir, Rubio, me voy a ir.
—¿Y el vento?
Me miró con dureza, después una alegría le demudó el semblante, y en su rostro de gavilán se dilató una gran bondad.
—Si supieras cómo la he "laburado", Rubio. ¿Ves esta llave? Es de una caja de fierro.
Introdujo la mano en un bolsillo, y sacando otra llave más larga, continuó:
—Esta es la de la puerta del cuarto donde está la caja. La hice en una noche, Rubio, meta lima. "Laburé" como un negro.
—¿Te las trajo ella?
—Sí, la primera hace un mes que la tengo hecha, la otra la hice antiyer. Meta esperarte en la feria, y vos que no venías.
—¿Y ahora?
—¿Querés ayudarme? Vamos a medias. Son diez mil mangos, Rubio. Ayer los puso en la caja.
—¿Cómo sabés?
—Fue al banco. Trajo un mazo bárbaro. Ella lo vio y me dijo que todos eran colorados.
—¿Y me das la mitad?
—Sí, a medias, ¿te animás?
Me incorporé bruscamente en la silla, fingiendo estar poseído por el entusiasmo.
—Te felicito, Rengo, lo que pensaste es maravilloso.
—¿Te parece, Rubio?
—Ni un maestro hubiera planeado como vos lo has hecho este asunto. Nada de ganzúa. Todo limpio.
—¿Cierto, eh...?
—Limpio, hermano. A la mujer la escondemos.
—No hace falta, ya tengo alquilada una pieza que tiene sótano; los primeros días la "escabullo" allí. Después, vestida de hombre, me la llevo al norte.
—¿Querés que salgamos, Rengo?
—Sí, vamos...
La cúpula de los plátanos nos protegía de los ardores del sol. El Rengo, meditando, dejaba humear su cigarrillo entre los labios.
—¿Quién es el dueño de la casa? —le pregunté.
—Un ingeniero.
—¡Ah!, ¿es ingeniero?
—Sí, pero batí, Rubio, ¿te animás?
—Por qué no... sí, hombre... ya estoy aburrido de caminar vendiendo papel. Siempre la misma vida: estarse reventando para nada. Decime, Rengo, ¿tiene sentido esta vida? Trabajamos para comer y comemos para trabajar. "Minga" de alegría, "minga" de fiestas, y todos los días lo mismo, Rengo. Esto "esgunfia" ya.
—Cierto, Rubio, tenés razón... ¿Así que te animás?
—Sí.
—Entonces esta noche damos el golpe.
—¿Tan pronto?
—Sí, él sale todas las noches. Va al club.
—¿Es casado?
—No, vive solo.
—¿Lejos de acá?
—No, una cuadra antes de Nazca. En la calle Bogotá. Si querés, vamos a ver la casa.
—¿Es de altos?
—No, baja, tiene jardín al frente. Todas las puertas dan a la galería. Hay una lonja de tierra a lo largo.
—¿Y ella?
—Es sirvienta.
—¿Y quién cocina?
—La cocinera.
—Entonces tiene plata.
—¡Hay que ver la casa! ¡Tiene cada mueble adentro!
—¿Y a qué hora vamos esta noche?
—A las once.
—¿Y va a estar ella sola?
—Sí, la cocinera en cuanto termina se va a su casa.
—¿Pero es seguro eso?
—Seguro. El farol está a media cuadra, ella va a dejar la puerta abierta, nosotros entramos y directo al escritorio, sacamos la "guita", ahí mismo la partimos y yo me la llevo para el refugio.
—¿Y la cana?
—La cana... la cana "cacha" a los que están prontuariados. Yo trabajo de cuidador de carros, además nos ponemos guantes.
—¿Querés un consejo, Rengo?
—Dos.
—Bueno, atendeme. Lo primero que tenemos que hacer es no dejarnos ver hoy por allá. Puede reconocernos algún vecino y nos mandan al "muere". Además no hay objeto si vos conocés la casa. Perfectamente. Segundo: ¿A qué horas sale el ingeniero?
—Nueve y media a diez, pero podemos espiar.
—Abrir la caja es cuestión de diez minutos.
—Ni eso, ya está probada la llave.
—Te felicito por la precaución... Así que a las once podemos ir.
—Sí.
—¿Y dónde nos vemos nosotros?
—En cualquier sitio.
—No, hay que ser precavidos. Yo voy a estar en Las Orquídeas a las diez y media. Vos entrás, pero no me saludás ni nada. Te sentás a otra mesa, y a las once salimos, yo te sigo, entrás a la casa y entro yo, después cada uno que tire por su lado.
—En esa forma evitamos sospechas. Está bien pensado... ¿Tenés revólver vos?
—No.
De pronto el arma lució en su mano, y antes que lo evitara, la introdujo en mi bolsillo.
—Yo tengo otra.
—No hace falta.
—Nunca uno sabe lo que puede pasar.
—¿Y vos serías capaz de matar?
—Yo... la pregunta, ¡claro!
—¡Eh!
Algunas personas que pasaron nos hicieron callar. Del cielo celeste descendía una alegría que se filtraba en tristeza dentro de mi alma culpable. Recordando una pregunta que no le hice, dije:
—¿Y cómo sabrá ella que vamos esta noche?
—Le doy la seña por teléfono.
—¿Y el ingeniero no está de día en la casa?
—No, si querés le hablo ahora.
—¿De dónde?
—De esa botica.
El Rengo entró a comprar una aspirina y poco después salió. Ya se había comunicado con la mujer.
Sospeché el enjuague, y aclarando, repuse:
—Vos contabas conmigo para este asunto, ¿no?
—Sí, Rubio.
—¿Por qué?
—Porque sí.
—Ahora todo está listo.
—Todo.
—¿Tenés guantes vos?
—Sí.
—Yo me pongo unas medias, es lo mismo.
Después callamos.
Toda la tarde caminamos al azar, perdido el pensamiento, sobrecogidos por desiguales ideas.
Recuerdo que entramos a una cancha de bochas.
Allí bebimos, pero la vida giraba en torno nuestro como el paisaje en los ojos de un ebrio.
Imágenes adormecidas hacía mucho tiempo, semejantes a nubes se levantaron en mi conciencia, el resplandor solar que hería las pupilas, un gran sueño se apoderaba de mis sentidos y a instantes hablaba precipitadamente sin ton ni son.
El Rengo me escuchaba abstraído.
De pronto una idea sutil se bifurcó en mi espíritu, yo la sentí avanzar en la entraña cálida, era fría como un hilo de agua y me tocó el corazón.
"¿Y si lo delatara?"
Temeroso de que hubiera sorprendido mi pensamiento, miré sobresaltado al Rengo, que a la sombra del árbol, con los ojos adormecidos miraba la cancha, donde las bochas estaban esparcidas.
Aquél era un lugar sombrío, propicio para elaborar ideas feroces.
La calle Nazca ancha se perdía en el confín. Junto al muro alquitranado de un alto edificio, el bodeguero tenía adosado su cuarto de madera pintado de verde, y en el resto del terreno se extendían paralelas las franjas de tierra enarenada.
Varias mesas de hierro se hallaban en distintos puntos.
Nuevamente pensé:
"¿Y si lo delatara?"
Con la barbilla apoyada en el pecho y el sombrero echado encima de la frente, el Rengo se había dormido. Un rayo de sol le caía sobre una pierna, con el pantalón manchado de lamparones de grasa.
Entonces un gran desprecio me envaró el espíritu, y cogiéndole bruscamente de un brazo, le grité:
—Rengo.
—Eh... eh... ¿qué hay?
—Vamos, Rengo.
—¿A dónde?
—A casa. Tengo que preparar la ropa. Esta noche damos el golpe y mañana rajamos.
—Cierto, vamos.
Una vez solo, varios temores se levantaron en mi entendimiento. Yo vi mi existencia prolongada entre todos los hombres. La infamia estiraba mi vida entre ellos y cada uno de ellos podía tocarme con un dedo. Y yo, ya no me pertenecía a mí mismo para nunca jamás.
Decíame:
"Porque si hago eso destruiré la vida del hombre más noble que he conocido.
"Si hago eso me condeno para siempre.
"Y estaré solo, y seré como Judas Iscariote.
"Toda la vida llevaré una pena.
"¡Todos los días llevaré una pena!..."
Y me vi prolongado dentro de los espacios de vida interior, como una angustia, vergonzosa hasta para mí.
Entonces sería inútil que tratara de confundirme con los desconocidos. El recuerdo, semejante a un diente podrido, estaría en mí, y su hedor me enturbiaría todas las fragancias de la tierra, pero a medida que ubicaba el hecho en la distancia, mi perversidad encontraba interesante la infamia.
"¿Por qué no?... Entonces yo guardaré un secreto, un secreto salado, un secreto repugnante, que me impulsará a investigar cuál es el origen de mis raíces oscuras. Y cuando no tenga nada que hacer, y esté triste pensando en el Rengo, me preguntaré: '¿Por qué fui tan canalla?', y no sabré responderme, y en esta rebusca sentiré cómo se abren en mí curiosos horizontes espirituales."
Además, el negocio éste puede ser provechoso.
En realidad —no pude menos de decirme— soy un locoide con ciertas mezclas de pillo; pero Rocambole no era menos: asesinaba... yo no asesino. Por unos cuantos francos le levantó falso testimonio a "papá" Nicolo y lo hizo guillotinar. A la vieja Fipart que le quería como una madre la estranguló y mató... mató al capitán Williams, a quien él debía sus millones y su marquesado. ¿A quién no traicionó él?
De pronto recordé con nitidez asombrosa este pasaje de la obra:
Rocambole olvidó por un momento sus dolores físicos. El preso cuyas espaldas estaban acardenaladas por la vara del Capataz, se sintió fascinado: parecióle ver desfilar a su vista como un torbellino embriagador, París, los Campos Elíseos, el Boulevard de los Italianos, todo aquel mundo deslumbrador de luz y de ruido en cuyo seno había vivido antes.
Pensé:
"¿Y yo?... ¿yo seré así...? ¿No alcanzaré a llevar una vista fastuosa como la de Rocambole?"
Y las palabras que antes le había dicho al Rengo sonaron otra vez en mis orejas, pero como si las pronunciara otra boca:
"Sí, la vida es linda, Rengo... Es linda. Imaginate los grandes campos, imaginate las ciudades del otro lado del mar. Las hembras que nos seguirían, y nosotros cruzaríamos como grandes 'bacanes' las ciudades que están al otro lado del mar".
Despacio, se desenroscó otra voz en mi oído:
"Canalla... sos un canalla."
Se me torció la boca. Recordé a un cretino que vivía al lado de mi casa y que constantemente decía con voz nasal: "Si yo no tengo la culpa."
"Canalla... sos un canalla...
"Si yo no tengo la culpa."
"¡Ah!, canalla... canalla..."
"No me importa... y seré hermoso como Judas Iscariote. Toda la vida llevaré una pena... una pena... La angustia abrirá a mis ojos grandes horizontes espirituales... ¡pero qué tanto embromar! ¿No tengo derecho yo...? ¿acaso yo?... Y seré hermoso como Judas Iscariote... y toda la vida llevaré una pena... pero... ¡ah!, es linda la vida, Rengo... es linda... y yo... yo a vos te hundo, te degüello... te mando al 'brodo' a vos... sí, a vos... que sos 'pierna'... que sos 'rana'... yo te hundo a vos... sí, a vos, Rengo... y entonces... entonces seré hermoso como Judas Iscariote... y tendré una pena... una pena... ¡Puerco!"
Grandes manchas de oro tapizaban el horizonte, del que surgían en penachos de estaño, nubes tormentosas, circundadas de atorbellinados velos color naranja.
Levanté la cabeza y próximo al zenit entre sábanas de nubes, vi relucir débilmente una estrella. Diría una salpicadura de agua trémula en una grieta de porcelana azul.
Me encontraba en el barrio sindicado por el Rengo.
Las aceras estaban sombreadas por copudos follajes de acacias y ligustros. La calle era tranquila, románticamente burguesa, con verjas pintadas ante los jardines, fuentecillas dormidas entre los arbustos y algunas estatuas de yeso averiadas. Un piano sonaba en la inquietud del crepúsculo, y me sentí suspendido de los sonidos, como una gota de rocío en la ascensión de un tallo. De un rosal invisible llegó tal ráfaga de perfume, que embriagado vacilé sobre mis rodillas, al tiempo que leía en una placa de bronce:
ARSENIO VITRI — Ingeniero
Era la única indicando dicha profesión, en tres cuadras a lo largo.
A semejanza de otras casas, el jardín florecido extendía sus canteros frente a la sala, y al llegar al camino de mosaico que conducía a la puerta vidriada de la mampara se cortaba; luego continuaba formando escuadra a lo largo del muro de la casa ladera. Encima de un balcón una cúpula de cristal protegía de la lluvia el alféizar.
Me detuve y presioné el botón del timbre.
La puerta de la mampara se abrió, y encuadrada por el marco, vi una mulata cejijunta y de mirada aviesa, que de mal modo me preguntó lo que quería.
Al interrogarle si estaba el ingeniero, me respondió que vería, y tornó diciéndome quién era, y qué es lo que deseaba. Sin impacientarme le respondí que me llamaba Fernán González, de profesión dibujante.
Volvió a entrar la mulata, y ya más apaciguada, me hizo pasar. Cruzamos ante varias puertas con las persianas cerradas, de pronto abrió la hoja de un estudio, y frente a un escritorio a la izquierda de una lámpara con pantalla verde, vi una cabeza canosa inclinada; el hombre me miró, le saludé, y me hizo señal de que entrara. Después dijo:
—Un momento, señor, y soy con usted.
Le observé. Era joven a pesar de su cabello blanco.
Había en su rostro una expresión de fatiga y melancolía. El ceño era profundo, las ojeras hondas, haciendo triángulo con los párpados, y el extremo de los labios ligeramente caídos acompañaba a la postura de esa cabeza, ahora apoyada en la palma de la mano e inclinada hacia un papel.
Adornaban el muro de la estancia, planos y diseños de edificios lujosos; fijé los ojos en una biblioteca, llena de libros, y había alcanzado a leer el título: Legislación de agua, cuando el señor Vitri me preguntó:
—¿En qué puedo servirle, señor?
Bajando la voz le contesté:
—Perdóneme, señor, ante todo, ¿estamos solos?
—Supongo que sí.
—¿Me permite una pregunta quizá indiscreta? Usted no está casado, ¿no?
—No.
Ahora mirábame seriamente, y su rostro enjuto iba adquiriendo paulatinamente, por decirlo así, una reciedumbre que se difundía en otra más grave aún.
Apoyado en el respaldar del sillón, había echado la cabeza hacia atrás; sus ojos grises me examinaban con dureza, un momento se fijaron en el lazo de mi corbata, después se detuvieron en mi pupila y parecía que inmóviles allá en su órbita, esperaban sorprender en mí algo inusitado.
Comprendí que debía dejar los circunloquios.
—Señor, he venido a decirle que esta noche intentarán robarle.
Esperaba sorprenderlo, pero me equivoqué.
—¡Ah!, sí... ¿y cómo sabe usted eso?
—Porque he sido invitado por el ladrón. Además usted ha sacado una fuerte suma de dinero del banco y la tiene guardada en la caja de hierro.
—Es cierto...
—De esa caja, como de la habitación en que está, el ladrón tiene la llave.
—¿La ha visto usted? —y sacando del bolsillo el llavero me mostró una de guardas excesivamente gruesas.
—¿Es ésta?
—No, es la otra —y aparté una exactamente igual a la que el Rengo me había enseñado.
—¿Quiénes son los ladrones?
—El instigador es un cuidador de carros llamado Rengo, y la cómplice su sirvienta. Ella le sustrajo las llaves a usted de noche, y el Rengo hizo otras iguales en pocas horas.
—¿Y usted qué participación tiene en el asunto?
—Yo... yo he sido invitado a esta fiesta como un simple conocido. El Rengo llegó a casa y me propuso que le acompañara.
—¿Cuándo le vio a usted?
—Aproximadamente hoy a las doce de la mañana.
—Antes, ¿no estaba usted en antecedentes de lo que ese sujeto preparaba?
—De lo que preparaba, no. Conozco al Rengo; nuestras relaciones se establecieron vendiendo yo papel a los feriantes.
—Entonces usted era su amigo... esas confianzas sólo se hacen a los amigos.
Me ruboricé.
—Tanto como amigo no... pero siempre me interesó su psicología.
—¿Nada más?
—No, ¿por qué?
—Decía... ¿pero a qué hora debían venir ustedes esta noche?
—Nosotros espiaríamos hasta que usted saliera para el club, después la mulata nos abriría la puerta.
—El golpe está bien. ¿Cuál es el domicilio de ese sujeto llamado Rengo?
—Condarco 1375.
—Perfectamente, todo se arreglará. ¿Y su domicilio?
—Caracas, 824.
—Bien, venga esta noche a las 10. A esa hora todo estará bien guardado. Su nombre es Fernán González.
—No, me cambié de nombre por si acaso la mulata conociera ya, por intermedio del Rengo, mi posible participación en el asunto. Yo me llamo Silvio Astier.
El ingeniero apretó el botón del timbre, miró en redor; momentos después se presentó la criada.
El semblante de Arsenio Vitri conservábase impasible.
—Gabriela, el señor va a venir mañana a la mañana a buscar ese rollo de planos —y le señaló un manojo abandonado en una silla—, aunque yo no esté se lo entrega.
Luego levantóse, me estrechó fríamente la mano y salí acompañado de la criada.
El Rengo fue detenido a las nueve y media de la noche. Vivía en un altillo de madera, en una casa de gente modesta. Los agentes que le esperaban supieron por el Pibe que el Rengo había venido, "revolvió el bagayo y se fue". Como ignoraban cuáles eran los lugares que acostumbraba frecuentar, presentáronse inopinadamente a la dueña de la casa, se dieron a conocer como agentes de policía y entraron por una empinada escalera hasta el cuarto del Rengo. Allí en apariencia no había nada que valiera la pena. Sin embargo, cosa inexplicable y absurda, colgadas en un clavo a la vista de todo el que entrara, encontrábanse las dos llaves: la de la caja de hierro y la de la puerta del escritorio. En un cajón de querosene, con algunos trapos viejos, hallaron un revólver y en el fondo, oculto casi, recortes de periódicos. Referían un asalto cuyos autores no había individualizado la policía.
Como las noticias de los periódicos trataban del mismo delito, se supuso con razón que el Rengo no era ajeno a esa historia, y precaucionalmente fue detenido el Pibe, es decir, se le envió con un agente a la comisaría de la sección.
En la buhardilla había también una mesa de pino tea blanca, con un cajón lateral. Allí encontróse cierto torno de relojero, y un juego de limas finas. Algunas denotaban uso reciente.
Secuestradas todas las pruebas del delito, la encargada de la casa fue nuevamente llamada.
Era una vejezuela descarada y avara; envolvíase la cabeza con un pañuelo negro cuyas puntas se ataba bajo la barbilla. Sobre la frente le caían vellones de pelos blancos, y su mandíbula se movía con increíble ligereza cuando hablaba. Su declaración hizo poca luz en torno del Rengo. Ella le conocía desde hacía tres meses. Pagaba puntualmente y trabajaba a la mañana.
Interrogada acerca de las visitas que recibía el ladrón, dio datos oscuros; eso sí, recordaba "que el domingo pasado una negra vino a las tres de la tarde y salió a las seis junto con Antonio".
Descartada toda posibilidad de complicidad, se le ordenó absoluta discreción, que la vejezuela prometió por temor a posteriores compromisos, y los dos agentes tornaron al altillo para esperar al Rengo, ya que fue explícito deseo del ingeniero que el Rengo fuera detenido fuera de su casa, para atenuar la pena que merecía.
Quizá pensó también que yo no era ajeno a la decisión del Rengo.
Los pesquisas creían que éste no vendría; posiblemente cenara en algún restaurante de las afueras, y se embriagara para darse coraje, pero se equivocaron.
Esos días el Rengo había ganado dinero con unas redoblonas. Después que se separó de mí volvió al altillo para salir más tarde hacia un prostíbulo que conocía. Casi a la hora de cerrarse los comercios entró en una valijería y compró una valija.
Después se dirigió a su cuarto, bien ajeno a lo que le esperaba. Subió la escalera tarareando un tango, cuyos tonos hacían más distintos los golpeteos intermitentes de la valija entre los peldaños.
Cuando abrió la puerta, la dejó en el suelo.
Introdujo después una mano en el bolsillo para sacar la caja de fósforos y en ese instante un golpe terrible en el pecho lo hizo retroceder, en tanto que otro polizonte lo cogía del brazo.
No es de dudar que el Rengo comprendió de lo que se trataba, porque haciendo un esfuerzo desesperado se desprendió.
Los vigilantes, al intentar seguirle, tropezaron con la valija y uno de ellos rodó por la escalera, cayéndole del bolsillo el revólver, que se descargó.
El estampido llenó de espanto a los moradores de la casa, y equivocadamente se atribuyó ese tiro al Rengo, que no había alcanzado a trasponer la puerta de la calle.
Entonces sucedió una cosa terrible.
El hijo de la vejezuela, carnicero de oficio, enterado por su madre de lo que ocurría, cogió su bastón y se precipitó en persecución del Rengo.
A los treinta pasos le alcanzó. El Rengo corría arrastrando su pierna inútil, de pronto el bastón cayó sobre su brazo, volvió la cabeza y el palo resonó encima de su cráneo.
Aturdido por el golpe, intentó defenderse aún con una mano, pero el pesquisa que había llegado le hizo una zancadilla y otro bastonazo que le alcanzó en el hombro, terminó por derribarle. Cuando le pusieron cadenas el Rengo gritó con un gran grito de dolor.
—¡Ay, mamita!
Después otro golpe le hizo callar y se le vio desaparecer en la calle oscura amarradas las muñecas por las cadenas que retorcían con rabia los agentes marchando a sus costados.
Cuando llegué a la casa de Arsenio Vitri, Gabriela no estaba ya.
Su detención se efectuó pocos momentos después que yo salí.
Un oficial de policía llamado al efecto instruyó el sumario frente al ingeniero. La mulata al principio negóse a confesar nada, más cuando mintiendo se le dijo que el Rengo había sido detenido, echóse a llorar.
Los testigos del acto no olvidarían jamás esa escena.
La mujer oscura, arrinconada, con los ojos brillantes miraba a todos los costados, como una fiera que se prepara para saltar.
Temblaba extraordinariamente; pero cuando se insistió en que el Rengo estaba detenido y que sufriría por su causa, suavemente echóse a llorar; con un llanto tan delicado que el ceño de los circustantes se acentuó... de pronto levantó los brazos, sus dedos se detuvieron en el nudo de sus cabellos, arrancó de allí una peineta y desparramando su cabellera por la espalda, dijo juntando las manos, mirando como enloquecida a los presentes:
—Sí, es cierto... es cierto... vamos... vamos a donde está Antonio.
En un carruaje la condujeron a la comisaría.
Arsenio Vitri me recibió en su escritorio. Estaba pálido y sus ojos no me miraron al decirme:
—Siéntese.
Inesperadamente, con voz inflexiva me preguntó:
—¿Cuánto le debo por sus servicios?
—¿Cómo...?
—Sí, ¿cuánto le debo...?, porque a usted sólo se le puede pagar.
Comprendí todo el desprecio que me arrojaba a la cara.
Palideciendo, me levanté:
—Cierto, a mi sólo se me puede pagar. Guárdese el dinero que no le he pedido. Adiós.
—No, venga, siéntese... ¿dígame, por qué ha hecho eso?
—¿Porqué?
—Sí, ¿por qué ha traicionado a su compañero?, y sin motivo. ¿No le da vergüenza tener tan poca dignidad a sus años?
Enrojecido hasta la raíz del cabello, le respondí.
—Es cierto... Hay momentos en nuestra vida en que tenemos necesidad de ser canallas, de ensuciarnos hasta adentro, de hacer alguna infamia, yo qué sé... de destrozar para siempre la vida de un hombre... y después de hecho eso podremos volver a caminar tranquilos.
Vitri no me miraba ahora a la cara. Sus ojos estaban fijos en el lazo de mi corbata y su semblante iba adquiriendo sucesivamente una seriedad que se difundía en otra más terrible.
Proseguí
—Usted me ha insultado, y sin embargo no me importa.
—Yo podía ayudarlo a usted —murmuró.
—Usted podía pagarme, y ni eso ahora, porque yo por mi quietud me siento, a pesar de toda mi canallería, superior a usted —e irritándome súbitamente, le grité—. ¿Quién es usted?... Aún me parece un sueño haberle delatado al Rengo.
Con voz suave, replicó:
—¿Y por qué está usted así?
Un gran cansancio se apoderaba de mí rápidamente, y me dejé caer en la silla.
—¿Por qué? Dios lo sabe. Aunque pasen mil años no podré olvidarme de la cara del Rengo. ¿Qué será de él?
Dios lo sabe; pero el recuerdo del Rengo estará siempre en mi vida, será en mi espíritu como el recuerdo de un hijo que se ha perdido. Él podrá venir a escupirme en la cara y yo no le diré nada.
Una tristeza enorme pasó por mi vida. Más tarde recordaría siempre ese instante.
—Si es así —balbució el ingeniero, y de pronto incorporándose, con los ojos brillantes fijos en el lazo de mi corbata, murmuró como soñando—: usted lo ha dicho. Es así. Se cumple con una ley brutal que está dentro de uno. Es así. Es así. Se cumple con la ley de la ferocidad. Es así; pero ¿quién le dijo a usted que es una ley? ¿dónde aprendió eso?
Repliqué:
—Es como un mundo que de pronto cayera encima de nosotros.
—¿Pero usted había previsto que algún día llegaría a ser como Judas?
—No, pero ahora estoy tranquilo. Iré por la vida como si fuera un muerto. Así veo la vida, como un gran desierto amarillo.
—¿No le preocupa esa situación?
—¿Para qué? Es tan grande la vida. Hace un momento me pareció que lo que había hecho estaba previsto hace diez mil años; después creí que el mundo se abría en dos partes, que todo se tornaba de un color más puro y los hombres no éramos tan desdichados.
Una sonrisa pueril apareció en el rostro de Vitri. Dijo:
—¿Le parece a usted?
—Sí, alguna vez sucederá eso... sucederá, que la gente irá por la calle preguntándose los unos a los otros: ¿Es cierto esto, es cierto?
—Usted, dígame, ¿usted nunca ha estado enfermo?
Comprendí lo que él pensaba y sonriendo continué:
—No... ya sé lo que usted cree... pero escúcheme... yo no estoy loco. Hay una verdad, sí... y es que yo sé que siempre la vida va a ser extraordinariamente linda para mí. No sé si la gente sentirá la fuerza de la vida como la siento yo, pero en mí hay una alegría, una especie de inconsciencia llena de alegría.
Una súbita lucidez me permitía ahora discernir los móviles de mis acciones anteriores, y continué:
—Yo no soy un perverso, soy un curioso de esta fuerza enorme que está en mí...
—Siga, siga...
—Todo me sorprende. A veces tengo la sensación de que hace una hora que he venido a la tierra y de que todo es nuevo, flamante, hermoso. Entonces abrazaría a la gente por la calle, me pararía en medio de la vereda para decirles: ¿Pero ustedes por qué andan con esas caras tan tristes? Si la vida es linda, linda... ¿no le parece a usted?
—Sí...
—Y saber que la vida es linda me alegra, parece que todo se llena de flores... dan ganas de arrodillarse y darle las gracias a Dios, por habernos hecho nacer.
—¿Y usted cree en Dios?
—Yo creo que Dios es la alegría de vivir. ¡Si usted supiera! A veces me parece que tengo un alma tan grande como la iglesia de flores... y me dan ganas de reír, de salir a la calle y pegarle puñetazos amistosos a la gente...
—Siga...
—¿No se aburre?
—No, siga.
—Lo que hay, es que esas cosas uno no se las puede decir a la gente. Lo tomarían por loco. Y yo me digo: ¿qué hago de esta vida que hay en mí? Y me gustaría darla... regalarla... acercarme a las personas y decirles: ¡Ustedes tienen que ser alegres!, ¿saben?, tienen que jugar a los piratas... hacer ciudades de mármol... reírse... tirar fuegos arficiales.
Arsenio Vitri se levantó, y riendo dijo:
—Todo eso está muy bien, pero hay que trabajar. ¿En qué puedo serle útil?
Reflexioné un instante, luego:
—Vea; yo quisiera irme al sur... al Neuquén... allá donde hay hielos y nubes... y grandes montañas... quisiera ver la montaña...
—Perfectamente; yo le ayudaré y le conseguiré un puesto en Comodoro; pero ahora váyase porque tengo que trabajar. Le escribiré pronto... ¡Ah!, y no pierda su alegría; su alegría es muy linda...
Y su mano estrechó fuertemente la mía. Tropecé con una silla... y salí.
Estas páginas están consagradas a los grandes creadores de la literatura rioplatense, y a los hechos culturales y sociales emparentados con la literatura y la historia, y con Roberto Arlt y Juan Carlos Onetti, dos mitos, dos gigantes.
miércoles, 26 de agosto de 2009
domingo, 23 de agosto de 2009
Juan José Morosoli: LITERATURA DE LA VIDA
Juan José Morosoli: LITERATURA DE LA VIDA
Máximo exponente de las letras minuanas. Nace un 19 de enero de 1899en Minas, Departamento de Lavalleja, República Oriental del uruguay, y muere un 29 de diciembre de 1957.
Leer a Morosoli* es adentrarse en un mundo en el que la soledad y el silencio son la única cara posible de un destino que no conoce más sobresaltos que una tranquila disolución. Incluso la tragedia es mansa y callada. Un universo sin altibajos, en el que el trabajo cotidiano, la irrupción esporádica de un forastero, o el encuentro fortuito de seres ensimismados, son los únicos acontecimientos que pueden alterar el horizonte uniforme y monótono de unas vidas que poseen, sin embargo, una carga de coraje, de ternura y dolor, que siempre resulta milagrosamente conmovedora. Relatos breves como estampas o viñetas, con personajes que son, invariablemente, campesinos, puesteros o peones rurales, destinos opacos cuyo sufrimiento desconoce el llanto o las lágrimas, la pompa y el oropel de la tragedia urbana siempre atravesada por el ruido y la furia de la historia, y que, en cambio, se asume con la naturalidad con la que se acepta el lento transcurrir del tiempo, el cambio de las estaciones, el calor y la lluvia, la vejez y la muerte. Aun cuando la injusticia y la violencia estén presentes, el arte de Morosoli las convierte en un elemento más que se adapta al paisaje como una enredadera a un cerco de alambre, cubriéndolo de a poco hasta taparlo por completo sin que hayamos advertido en el transcurso de esa invasión ningún cambio dramático: simplemente estaba ahí, ya ni sabemos desde cuándo, y ahora es imposible volver atrás.
Así como sus personajes están despojados de cualquier exceso, también su escritura es un ejemplo de discreción. La misma parquedad de sus personajes, la misma economía de palabras que más allá de su aparente opacidad concentran en el estrecho espacio de una frase una precisión y una carga de sentido que la acercan, por caminos distintos y transversales, a esa ambigüedad y a esa contundencia que son propias de la poesía. Y eso con una modestia y una cautela en la adjetivación y en el armado de la frase que torna su estilo en una forma que puede parecer neutra y desprovista de relieves, pero también frontal y directa. Y sin embargo, no es así: sus historias se construyen sobre lo no dicho, sobre lo que se calla, sobre aquello que los personajes guardan en el secreto, y que el notable pudor de Morosoli respeta y preserva para que la historia se desgrane sin el manoseo arbitrario del autor en las motivaciones ocultas, psicológicas o subjetivas, que llevarán al desenlace. Aun cuando el uso de la tercera persona es permanente, su omnisciencia está limitada por la observación externa, y ese recurso lo acerca más al objetivismo del Nouveau Roman que a la demagogia psicologista y llorona de los regionalistas latinoamericanos entre quienes se lo suele clasificar apresuradamente. Del mismo modo, el contenido político de sus relatos es más un sedimento inevitable que un postulado superficial. También en eso, Morosoli es un excéntrico. Alejado por igual de las vanguardias como de la literatura social al uso en la primera mitad del siglo XX, su obra es un mojón solitario, inclasificable y extraño, generalmente ignorado, y que sin embargo depara, a cualquier lector que se cruce con sus palabras, el mismo grado de asombro y admiración que la de esa estirpe de autores iluminados y marginales que permanecieron ajenos a las corrientes más tumultuosas de su tiempo y cuyos libros siguen flotando en las orillas de la literatura. Pienso en Clarice Lispector, en Bruno Schulz, en Robert Walser, en Dino Buzzati. A esa estirpe pertenece Morosoli.
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Hijo de un inmigrante suizo de profesión albañil, concurre a la escuela sólo hasta cuarto año, cuando debe abandonarla para comenzar a trabajar.
Posteriormente, en 1920 (luego de trabajar en la librería de su tío) se instala con un pequeño café en 25 de mayo y Washington Beltrán. Poco tiempo después establece el Café Suizo, donde se reunían aquel legendario grupo de Escritores Minuanos integrado por José María Cajaraville, Valeriano Magri, Julio Casas Araújo, y el propio Morosoli.
Son en 1923 sus primeras incursiones en el periodismo, bajo el seudónimo "Pepe". A partir de allí, colabora con varias publicaciones, entre ellas: "La Unión" de Minas, y los Montevideanos "El Día", "Mundo Uruguayo", y "Marcha".
Entre 1923 y 1928 escribe varias obras de teatro.
En 1928 publica dos libros de poemas: un volumen colectivo - junto a Magri, Cajaraville y Casas Araújo - titulado "Bajo la misma Sombra", y otro, unipersonal titulado "Los Fuegos".
En 1929 contrae matrimonio con Luisa Lupi, unión de la que nacen sus hijas María Luz y Ana María.
En 1932 publica el volumen de narrativa "Hombres".
En 1936 aparece la que será su obra mayor: "Los albañiles de los Tapes".
Luego, en 1944 aparece "Hombres y Mujeres", seguido en 1947 por la primera edición de "Perico", en 1950 "Muchachos", y en 1953 "Vivientes".
Con posterioridad a su muerte, aparece, en 1959 "Tierra y Tiempo", año en que le es otorgado, en forma póstuma, el Premio Nacional de Literatura.
La Fundación "Lolita Rubial", crea en 1991, la medalla "Morosoli" - Símbolo del Movimiento Cultural Minuano, y en 1995, la Estatuilla "Morosoli" y el Premio "Morosoli" - Homenaje a la Cultura Uruguaya. Hoy, unánimemente, la Crítica Literaria lo considera uno de los grandes de las Letras Uruguayas.
EL NOVELISTA
Faustinito centraba la atención de todos, que anhelantes escuchaban el relato.
-Cuando la víbora estuvo cerca de la ubre de la vaca, salí de atrás y la agarré de la nuca. Se la llevé a mi padre y pregunté:
-Estas no son venenosas, ¿verdad?
-No son -me dijo.
-Fue entonces que la tiré.
Hizo una pausa, dejó respirar al auditorio y terminó:
-A mí me enseñaron los carboneros a distinguir las venenosas de las otras... En la sierra, donde trabajan meses y meses sin ver gente, hay muchas cosas que ustedes no verán nunca... ¡Los del pueblo no saben nada!
Faustinito, el paisanito que aún no sabía escribir su nombre, se cobraba en aquellos relatos de su ignorancia del abecedario. Había descubierto que las narraciones de víboras y cuatreros, ejercían una rara atracción sobre los oyentes.
Contaba aquel día una nueva historia:
-Eran los últimos tigres que quedaban en la República Oriental. Hacían muchos estragos y mi padre y yo salimos tras ellos. Noches y días seguimos las huellas de sus fechorías.
Faustinito describía las marchas en las noches. Las batidas en los pajonales. Explicaba costumbres de pájaros, imitaba gritos raros que se oían en las noches.
La cosa terminó cuando los cazadores se dieron cuenta que habían salido fuera del país tras los tigres, y regresaron al pago. Así vino el maestro y se quedó tras el grupo de oyentes pendientes del relato.
Cuando Faustinito terminó, dijo un compañero de clase:
-Todo es mentira... Usted es un mentiroso.
El maestro fue quien replicó:
-No. No es mentira. Faustinito no es un mentiroso. Es un novelista. Un creador. Ustedes saben ahora cómo se cazan tigres y han oído los ruidos que la noche hace vagar por el monte... Cuando Faustinito sea un hombre, será un gran artista y ustedes se sentirán felices de recordar estos relatos... Porque éstos son de los que no se olvidan.
LOS JUGUETES
Cuando mi madre estuvo grave, nosotros salimos de nuestro hogar. Mi abuela se llevó a mis hermanos más chicos y yo fui a aquella casa que era la más lujosa del pueblo. Mi compañero de banca vivía allí.
La casa no me gustó desde que llegué a ella.
La madre de mi compañero era una señora que andaba siempre recomendando silencio. Los criados eran serios y tristes. Hablaban como en secreto y se deslizaban por las piezas enormes como sombras. Las alfombras absorbían los ruidos y las paredes tenían retratos de hombres graves, de caras apretadas por largas patillas.
Los niños jugaban en la sala de los juguetes sin hacer ruido. Fuera de aquella sala no se podía jugar. Estaba prohibido. Los juguetes estaban alineados cada uno en su lugar, como los frascos en las boticas.
Parecía que con aquellos juguetes no hubiera jugado nadie. Yo hasta entonces había jugado siempre con piedras, con tierra, con perros y con niños. Pero nunca con juguetes como aquéllos. Como no podía vivir allí, mi padrino Don Bernardo, el vasco, me llevó a su casa.
En lo de mi padrino había vacas, mulas, caballos, gallinas, un horno de cocer pan y un galpón para guardar maíz y alfalfa. La cocina era grande como un barco. En el centro tenía un picadero de leña enterrado en el suelo. Cerca de la chimenea una llanta de carreta reunía pavas, parrillas y hombres. Pájaros y gallinas entraban y salían.
Mi padrino se levantaba a las cinco de la mañana y comenzaba a partir leña. Los golpes que daba con el hacha resonaban por toda la casa. Una vaca mimosa venía hasta la media puerta y balaba apenas lo veía. Luego un concierto de golpes, mugidos, gritos, cacarear y batir de las alas, conmovían la casa. A veces al entrar en las piezas, el vuelo asustado de un pájaro que se sorprendía nos paraba indecisos. La casa era una cosa viva y trepidante.
La leche espumosa y el pan casero, migón y dorado, nos acercaba a todos a la mesa como un altar.
Nuestras mañanas transcurrían en el galpón oloroso de alfalfa. De unos mechinales altos, que el sol perforaba, caían hacia el piso unas listas de luz donde danzaba el polvo.
Las ratoneras entraban y salían por todos lados, pues allí había muchísimas.
En la casa de padrino supe que los juguetes y los juegos que hacen felices a los niños, no están en las jugueterías.
LOS CARBONEROS
Por la noche veíamos el resplandor rojizo de las hornallas y el humo liviano y azulino de la “quema”, subir suavemente a las estrellas.
Adivinábamos las figuras negras y apresuradas como hormigas de los cuidadores de “las bocas”.
Algunas noches la música de un acordeón, lejano y leve como el humo, parecía salir del horno mismo y quedarse vagando por el monte.
Los carboneros eran los dueños del humo de la noche, de las bocas con fuego de las hornallas, de la música del acordeón vagabundo. Del monte entero donde de hora en hora cantaban algún pájaro sin sueño.
Deseábamos ser carboneros como aquellos hombres.
Un atardecer sin luz, cruzado de garúas, nos acercamos a ellos.
Sus chozas estaban mojadas. En el piso de barro hacían equilibrio míseros catres de guascas.
Vestían ropas absurdas y calzaban tamangos de lona. En sus caras erizadas de barba ardían los ojos febriles.
–Hace noches que vigilan, defendiendo su tesoro de vientos y lluvias –dijo mi padre...
Fogones abandonados rodeados de huesos iban señalando su camino de conquistadores de la selva...
Pensamos en las noches de sus chozas con barro y sin luz. En sus catres sin calor. En la vigilia entre garúas y vientos.
El calor de los viejos troncos que ardían bajo el retobo de barro de los hornos no sería para ellos.
Desde ese día dejamos de envidiarlos.
Empezamos a quererlos.
de Juan José Morosoli
martes, 18 de agosto de 2009
AGUAFUERTES PORTEÑAS
YO NO TENGO LA CULPA
Yo siempre que me ocupo de cartas de lectores, suelo admitir que se me hacen algunos elogios. Pues bien, hoy he recibido una carta en la que no se me elogia. Su autora, que debe ser una respetable anciana, me dice:
"Usted era muy pibe cuando yo conocía a sus padres, y ya sé quién es usted a través de su Arlt".
Es decir, que supone que yo no soy Roberto Arlt. Cosa que me está alarmando, o haciendo pensar en la necesidad de buscar un pseudónimo, pues ya el otro día recibí una carta de un lector de Martínez, que me preguntaba:
"Dígame, ¿usted no es el señor Roberto Giusti, el concejal del Partido Socialista Independiente?"
Ahora bien, con el debido respeto por el concejal independiente, manifiesto que no; que yo no soy ni puedo ser Roberto Giusti, a lo más soy su tocayo, y más aún: si yo fuera concejal de un partido, de ningún modo escribiría notas, sino que me dedicaría a dormir truculentas siestas y a "acomodarme" con todos los que tuvieran necesidad de un voto para hacer aprobar una ordenanza que les diera millones.
Y otras personas también ya me han preguntado: "¿Dígame, ese Arlt no es pseudónimo?".
Y ustedes comprenden que no es cosa agradable andar demostrándole a la gente que una vocal y tres consonantes pueden ser un apellido.
Yo no tengo la culpa que un señor ancestral, nacido vaya a saber en qué remota aldea de Germanía o Prusia, se llamara Arlt. No, yo no tengo la culpa.
Tampoco puedo argüir que soy pariente de William Hart, como me preguntaba una lectora que le daba por la fotogenia y sus astros; mas tampoco me agrada que le pongan sambenitos a mi apellido, y le anden buscando tres pies. ¿No es, acaso, un apellido elegante, sustancioso, digno de un conde o de un barón? ¿No es un apellido digno de figurar en chapita de bronce en una locomotora o en una de esas máquinas raras, que ostentan el agregado de "Máquina polifacética de Arlt"?
Bien: me agradaría a mí llamarme Ramón González o Justo Pérez. Nadie dudaría, entonces, de mi origen humano. Y no me preguntarían si soy Roberto Giusti, o ninguna lectora me escribiría, con mefistofélica sonrisa de máquina de escribir: "Ya sé quién es usted a través de su Arlt". Ya en la escuela, donde para dicha mía me expulsaban a cada momento, mi apellido comenzaba por darle dolor de cabeza a las directoras y maestras. Cuando mi madre me llevaba a inscribir a un grado, la directora, torciendo la nariz, levantaba la cabeza, y decía:
-¿Cómo se escribe "eso"?
Mi madre, sin indignarse, volvía a dictar mi apellido. Entonces la directora, humanizándose, pues se encontraba ante un enigma, exclamaba:
-¡Qué apellido más raro! ¿De qué país es?
-Alemán.
-¡Ah! Muy bien, muy bien. Yo soy gran admiradora del kaiser -agregaba la señorita. (¿Por qué todas las directoras serán "señoritas"?) En el grado comenzaba nuevamente el vía crucis. El maestro, examinándome, de mal talante, al llegar en la lista a mi nombre, decía: -Oiga usted, ¿cómo se pronuncia "eso"? ("Eso" era mi apellido.) Entonces, satisfecho de ponerlo en un apuro al pedagogo, le dictaba:
-Arlt, cargando la voz en la ele.
Y mi apellido, una vez aprendido, tuvo la virtud de quedarse en la memoria de todos los que lo pronunciaron, porque no ocurría barbaridad en el grado que inmediatamente no dijera el maestro:
-Debe ser Arlt.
Como ven ustedes, le había gustado el apellido y su musicalidad.
Y a consecuencia de la musicalidad y poesía de mi apellido, me echaban de los grados con una frecuencia alarmante. Y si mi madre iba a reclamar, antes de hablar, el director le decía:
-Usted es la madre de Arlt. No; no señora. Su chico es insoportable.
Y yo no era insoportable. Lo juro. El insoportable era el apellido. Y a consecuencia de él, mi progenitor me zurró numerosas veces la badana.
Está escrito en la Cábala: "Tanto es arriba como abajo". Y yo creo que los cabalistas tuvieron razón. Tanto es antes como ahora. Y los líos que suscitaba mi apellido, cuando yo era un párvulo angelical, se producen ahora que tengo barbas y "veintiocho septiembres", como dice la que sabe quién soy yo "a través de su Arlt".
Y a mí, me revienta esto.
Me revienta porque tengo el mal gusto de estar encantadísimo con ser Roberto Arlt. Cierto es que preferiría llamarme Pierpont Morgan o Henry Ford o Edison o cualquier otro "eso", de esos; pero en la material imposibilidad de transformarme a mi gusto, opto por acostumbrarme a mi apellido y cavilar, a veces, quién fue el primer Arlt de una aldea de Germanía o de Prusia, y me digo: ¡Qué barbaridad habrá hecho ese antepasado ancestral para que lo llamaran Arlt! O, ¿quién fue el ciudadano, burgomaestre, alcalde o portaestandarte de una corporación burguesa, que se le ocurrió designarlo con estas inexpresivas cuatro letras a un señor que debía gastar barbas hasta la cintura y un rostro surcado de arrugas gruesas como culebras?
Mas en la imposibilidad de aclarar estos misterios, he acabado por resignarme y aceptar que yo soy Arlt, de aquí hasta que me muera; cosa desagradable, pero irremediable. Y siendo Arlt no puedo ser Roberto Giusti, como me preguntaba un lector de Martínez, ni tampoco un anciano, como supone la simpática lectora que a los veinte años conoció a mis padres, cuando yo "era muy pibe". Esto me tienta a decirle: "Dios le dé cien años más, señora; pero yo no soy el que usted supone".
En cuanto a llamarme así, insisto: Yo no tengo la culpa.
CAUSA Y SINRAZON DE LOS CELOS
Hay buenos muchachitos, con metejones de primera agua, que le amargan la vida a sus respectivas novias promoviendo tempestades de celos, que son realmente tormentas en vasos de agua, con lluvias de lágrimas y truenos de recriminaciones.
Generalmente las mujeres son menos celosas que los hombres. Y si son inteligentes, aun cuando sean celosas, se cuidan muy bien de descubrir tal sentimiento, porque saben que la exposición de semejante debilidad las entrega atadas de pies y manos al fulano que les sorbió el seso. De cualquier manera; el sentimiento de los celos es digno de estudio, no por los disgustos que provoca, sino por lo que revela en cuanto a psicología individual.
Puede establecerse esta regla:
Cuanto menos mujeres ha tratado un individuo, más celoso es.
La novedad del sentimiento amoroso conturba, casi asusta, y trastorna la vida de un individuo poco acostumbrado a tales descargas y cargas de emoción. La mujer llega a constituir para este sujeto un fenómeno divino, exclusivo. Se imagina que la suma de felicidad que ella suscita en él, puede proporcionársela a otro hombre; y entonces Fulano se toma la cabeza, espantado al pensar que toda "su" felicidad, está depositada en esa mujer, igual que en un banco. Ahora bien, en tiempos de crisis, ustedes saben perfectamente que los señores y señoras que tienen depósitos en instituciones bancarias, se precipitan a retirar sus depósitos, poseídos de la locura del pánico. Algo igual ocurre en el celoso. Con la diferencia que él piensa que si su "banco" quiebra, no podrá depositar su felicidad ya en ninguna parte. Siempre ocurre esta catástrofe mental con los pequeños financieros sin cancha y los pequeños enamorados sin experiencia.
Frecuentemente, también, el hombre es celoso de la mujer cuyo mecanismo psicológico no conoce. Ahora bien: para conocer el mecanismo psicológico de la mujer, hay que tratar a muchas, y no elegir precisamente a las ingenuas para enamorarse, sino a las "vivas", las astutas y las desvergonzadas, porque ellas son fuente de enseñanzas maravillosas para un hombre sin experiencia, y le enseñan (involuntariamente, por supuesto) los mil resortes y engranajes de que "puede" componerse el alma femenina. (Conste que digo "de que puede componerse", no de que se compone.)
Los pequeños enamorados, como los pequeños financistas, tienen en su capital de amor una sensibilidad tan prodigiosa, que hay mujeres que se desesperan de encontrarse frente a un hombre a quien quieren, pero que les atormenta la vida con sus estupideces infundadas.
Los celos constituyen un sentimiento inferior, bajuno. El hombre, cela casi siempre a la mujer que no conoce, que no ha estudiado, y que casi siempre es superior intelectualmente a él. En síntesis, el celo es la envidia al revés.
Lo más grave en la demostración de los celos es que el individuo, involuntariamente, se pone a merced de la mujer. La mujer en ese caso, puede hacer de él lo que se le antoja. Lo maneja a su voluntad. El celo (miedo de que ella lo abandone o prefiera a otro) pone de manifiesto la débil naturaleza del celoso, su pasión extrema, y su falta de discernimiento. Y un hombre inteligente, jamás le demuestra celos a una mujer, ni cuando es celoso. Se guarda prudentemente sus sentimientos; y ese acto de voluntad repetido continuamente en las relaciones con el ser que ama, termina por colocarle en un plano superior al de ella, hasta que al llegar a determinado punto de control interior, el individuo "llega a saber que puede prescindir de esa mujer el día que ella no proceda con él como es debido".
A su vez la mujer, que es sagaz e intuitiva, termina por darse cuenta de que con una naturaleza tan sólidamente plantada no se puede jugar, y entonces las relaciones entre ambos sexos se desarrollan con una normalidad que raras veces deja algo que desear, o terminan para mejor tranquilidad de ambos.
Claro está que para saber ocultar diestramente los sentimientos subterráneos que nos sacuden, es menester un entrenamiento largo, una educación de práctica de la voluntad. Esta educación "práctica de la voluntad" es frecuentísima entre las mujeres. Todos los días nos encontramos con muchachas que han educado su voluntad y sus intereses de tal manera que envejecen a la espera de marido, en celibato rigurosamente mantenido. Se dicen: "Algún día llegará". Y en algunos casos llega, efectivamente, el individuo que se las llevará contento y bailando para el Registro Civil, que debía denominarse "Registro de la Propiedad Femenina".
Sólo las mujeres muy ignorantes y muy brutas son celosas. El resto, clase media, superior, por excepción alberga semejante sentimiento. Durante el noviazgo muchas mujeres aparentan ser celosas; algunas también lo son, efectivamente. Pero en aquellas que aparentan celos, descubrimos que el celo es un sentimiento cuya finalidad es demostrar amor intenso inexistente, hacia un_ bobalicón que sólo cree en el amor cuando el amor va acompañado de celos. Ciertamente, hay individuos que no creen en el afecto, si el cariño no va acompañado de comedietas vulgares, como son, en realidad, las que constituyen los celos, pues jamás resuelven nada serio.
Las señoras casadas, al cabo de media docena de años de matrimonio (algunas antes), pierden por completo los celos. Algunas, cuando barruntan que los esposos tienen aventurillas de géneros dudosos, dicen, en círculos de amigas:
-Los hombres son como los chicos grandes. Hay que dejar que se distraigan. También una no los va a tener todo el día pegados a las faldas...
Y los "chicos grandes" se divierten. Más aún, se olvidan de que un día fueron celosos...
Pero este es tema para otra oportunidad.
SOLILOQUIO DEL SOLTERON
Me miro el dedo gordo del pie, y gozo.
Gozo porque nadie me molesta. Igual que una tortuga, a la mañana, saco la cabeza debajo la caparazón de mis colchas y me digo, sabrosamente, moviendo el dedo gordo del pie:
-Nadie me molesta. Vivo solo, tranquilo y gordo como un archipreste glotón.
Mi camita es honesta, de una plaza y gracias. Podría usarla sin reparo ninguno el Papa o el arzobispo.
A las ocho de la mañana entra a mi cuarto la patrona de la pensión, una señora gorda, sosegada y maternal. Me da dos palmaditas en la espalda y me pone junto al velador la taza de café con leche y pan con manteca. Mi patrona me respeta y considera. Mi patrona tiene un loro que dice: "¡Ajuá! ¿Te fuiste? Que te vaya bien", y el loro y la patrona me consuelan de que la vida sea ingrata para otros, que tienen mujer y, además de mujer, una caterva de hijos.
Soy dulcemente egoísta y no me parece mal.
Trabajo lo indispensable para vivir, sin tener que gorrear a nadie, y soy pacífico, tímido y solitario. No creo en los hombres, y menos en las mujeres, mas esta convicción no me impide buscar a veces el trato de ellas, porque la experiencia se afina en su roce, y además no hay mujer, por mala que sea, que no nos haga indirectamente algún bien.
Me gustan las muchachitas que se ganan la vida. Son las únicas mujeres que provocan en mí un respeto extraordinario, a pesar de que no siempre son un encanto. Pero me gustan porque afirman un sentimiento de independencia, que es el sentido interior que rige mi vida.
Más me gustan todavía las mujeres que no se pintan. Las que se lavan la cara, y con el cabello húmedo, salen a la calle, causando una sensación de limpieza interior y exterior que haría que uno, sin escrúpulos de ninguna clase, les besara encantado los pies.
No me gustan los chicos, sino excepcionalmente. En todo chiquillo, casi siempre se descubren fisonómicamente los rastros de las pillerías de los padres, de manera que sólo me agradan a la distancia y cuando pienso artificialmente con el pensamiento de los demás que coinciden en decir: "¡Qué chicos, son un encanto!", aunque es mentira.
Me baño todos los días en invierno y verano. Tener el cuerpo limpio me parece que es el comienzo de la higiene mental.
Creo en el amor cuando estoy triste, cuando estoy contento miro a ciertas mujeres como si fueran mis hermanas, y me agradaría tener el poder de hacerlas felices, aunque no se me oculta que tal pensamiento es un disparate, pues si es imposible que un hombre haga feliz a una sola mujer, menos todavía a todas.
He tenido varias novias, y en ellas descubrí únicamente el interés de casarse, cierto es que dijeron quererme, pero luego quisieron también a otros, lo cual demuestra que la naturaleza humana es sumamente inestable, aunque sus actos quieran inspirarse en sentimientos eternos. Y por eso no me casé con ninguna.
Personas que me conocen poco dicen que soy un cínico; en verdad, soy un hombre tímido y tranquilo, que en vez de atenerse a las apariencias busca la verdad, porque la verdad puede ser la única guía del vivir honrado.
Mucha gente ha tratado de convencerme de que formara un hogar; al final descubrí que ellos serían muy felices si pudieran no tener hogar.
Soy servicial en la medida de lo posible y cuando mi egoísmo no se resiente mucho, aunque me he dado cuenta que el alma de los hombres está constituida de tal manera, que más pronto olvidan el bien que se les ha hecho que el mal que no se les causó.
Como todos los seres. humanos he localizado muchas mezquindades en mí y más me agradaría no tener ninguna, mas al final me he convencido que un hombre sin defectos sería inaguantable, porque jamás le daría motivo a sus prójimos para hablar mal de él, y lo único que nunca se le perdona a un hombre, es su perfección.
Hay días que me despierto con un sentimiento de dulzura floreciendo en mi corazón. Entonces me hago escrupulosamente el nudo de la corbata y salgo a la calle, y miro amorosamente las curvas de las mujeres. Y doy las gracias a Dios por haber fabricado un bicho tan lindo, que con su sola presencia nos enternece los sentidos y nos hace olvidar todo lo que hemos aprendido a costa del dolor.
Si estoy de buen humor, compro un diario y me entero de lo que pasa en el mundo, y siempre me convenzo de que es inútil que progrese la ciencia de los hombres si continúan manteniendo duro y agrio su corazón como era el corazón de los seres humanos hace mil años.
Al anochecer vuelvo a mi cuartujo de cenobita, y mientras espero que la sirvienta -una chica muy bruta y muy irritable- ponga la mesa, "sotto voce" canturreo Una furtiva lágrima, o sino Addio del passato o Bei giorni ridenti... Y mi corazón se anega de una paz maravillosa, y no me arrepiento de haber nacido.
No tengo parientes, y como respeto la belleza y detesto la descomposición, me he inscripto en la sociedad de cremaciones para que el día que yo muera el fuego me consuma y quede de mí, como único rastro de mi limpio paso sobre la tierra, unas puras cenizas.
EL ORIGEN DE ALGUNAS PALABRAS DE NUESTRO LEXICO POPULAR
Ensalzaré con esmero el benemérito "fiacún".
Yo, cronista meditabundo y aburrido, dedicaré todas mis energías a hacer el elogio del "fiacún", a establecer el origen de la "fiaca", y a dejar determinados de modo matemático y preciso los alcances del término. Los futuros académicos argentinos me lo agradecerán, y yo habré tenido el placer de haberme muerto sabiendo que trescientos sesenta y un años después me levantarán una estatua.
No hay porteño, desde la Boca a Núñez, y desde Núñez a Corrales, que no haya dicho alguna vez:
-Hoy estoy con "flaca".
O que se haya sentado en el escritorio de su oficina y mirando al jefe, no dijera:
-¡Tengo una "fiaca"!
De ello deducirán seguramente mis asiduos y entusiastas lectores que la "fiaca" expresa la intención de "tirarse a muerto", pero ello es un grave error.
Confundir la "fiaca" con el acto de tirarse a muerto es lo mismo que confundir un asno con una cebra o un burro con un caballo. Exactamente lo mismo.
Y sin embargo a primera vista parece 'que no. Pero es así. Sí, señores, es así. Y lo probaré amplia y rotundamente, de tal modo que no quedará duda alguna respecto a mis profundos conocimientos de filología lunfarda.
Y no quedarán, porque esta palabra es auténticamente genovesa, es decir, una expresión corriente en el dialecto de la ciudad que tanto detestó el señor Dante Alighieri.
La "fiaca" en el dialecto genovés expresa esto: "Desgano físico originado por la falta de alimentación momentánea". Deseo de no hacer nada. Languidez. Sopor. Ganas de acostarse en una hamaca paraguaya durante un siglo. Deseos de dormir como los durmientes de Efeso durante ciento y pico de años.
Sí, todas estas tentaciones son las que expresa la palabreja mencionada. Y algunas más.
Comunicábame un distinguido erudito en estas materias, que los genoveses de la Boca cuando observaban que un párvulo bostezaba, decían: "Tiene la 'fiaca' encima, tiene". Y de inmediato le recomendaban que comiera, que se alimentara.
En la actualidad el gremio de almaceneros está compuesto en su mayoría por comerciantes ibéricos, pero hace quince y veinte años, la profesión de almacenero en Corrales, la Boca, Barracas, era desempeñada por italianos y casi todos ellos oriundos de Génova. En los mercados se observaba el mismo fenómeno. Todos los puesteros, carniceros, verduleros y otros mercaderes provenían de la "bella Italia" y sus dependientes eran muchachos argentinos, pero hijos de italianos. Y el término trascendió. Cruzó la tierra nativa, es decir, la Boca, y fue desparramándose con los repartos por todos los barrios. Lo mismo sucedió con la palabra "manyar" que es la derivación de la perfectamente italiana "mangiar la lollia", o sea "darse cuenta".
Curioso es el fenómeno pero auténtico. Tan auténtico que más tarde prosperó este otro término que vale un Perú, y es el siguiente: "Hacer el rosto".
¿A que no se imaginan ustedes lo que quiere decir "hacer el rosto"? Pues hacer el rosto, en genovés, expresa preparar la salsa con que se condimentarán los tallarines. Nuestros ladrones la han adoptado, y la aplican cuando después de cometer un robo hablan de algo que quedó afuera de la venta por sus condiciones inmejorables. Eso, lo que no pueden vender o utilizar momentáneamente, se llama el "rosto", es decir, la salsa, que equivale a manifestar: lo mejor para después, para cuando haya pasado el peligro.
Volvamos con esmero al benemérito "fiacún".
Establecido el valor del término, pasaremos a estudiar el sujeto a quien se aplica. Ustedes recordarán haber visto, y sobre todo cuando eran muchachos, a esos robustos ganapanes de quince años, dos metros de altura, cara colorada como una manzana reineta, pantalones que dejaban descubierta una media tricolor, y medio zonzos y brutos.
Esos muchachos eran los que en todo juego intervenían para amargar la fiesta, hasta que un "chico", algún pibe bravo, los sopapeaba de lo lindo eliminándoles de la función. Bueno, esos grandotes que no hacían nada, que siempre cruzaban la calle mordiendo un pan y con un gesto huido, estos "largos" que se pasaban la mañana sentados en una esquina. o en el umbral del despacho de bebidas de un almacén, fueron los primitivos "fiacunes". A ellos se aplicó con singular acierto el término.
Pero la fuerza de la costumbre lo hizo correr, y en pocos años el "fiacún" dejó de ser el muchacho grandote que termina por trabajar de carrero, para entrar como calificativo de la situación de todo individuo que se siente con pereza.
Y, hoy, el "fiacún" es el hombre que momentáneamente no tiene ganas de trabajar. La palabra no encuadra una actitud definitiva como la de "squenun", sino que tiene una proyección transitoria, y relacionada con este otro acto. En toda oficina pública o privada, donde hay gente respetuosa de nuestro idioma, y un empleado ve que su compañero bosteza, inmediatamente le pregunta:
-¿Estás con "fiaca"?
Aclaración. No debe confundirse este término con el de "tirarse a muerto", pues tirarse a muerto supone premeditación de no hacer algo, mientras que la "fiaca" excluye toda premeditación, elemento constituyente de la alevosía según los juristas. De modo que el "fiacún" al negarse a trabajar no obra con premeditación, sino instintivamente, lo cual lo hace digno de todo respeto.
DIVERTIDO ORIGEN DE LA PALABRA "SQUENUN"
En nuestro amplio y pintoresco idioma porteño se ha puesto de moda la palabra "squenun".
¿Qué virtud misteriosa revela dicha palabra? ¿Sinónimo de qué cualidades psicológicas es el mencionado adjetivo? Helo aquí:
En el puro idioma del Dante, cuando se dice "squena dritta" se expresa lo siguiente: Espalda derecha o recta, es decir, qué a la persona a quien se hace el homenaje de esta poética frase se le dice que tiene la espalda derecha; más ampliamente, que sus espaldas no están agobiadas por trabajo alguno sino que se mantienen tiesas debido a una laudable y persistente voluntad de no hacer nada; más sintéticamente, la expresión "squena dritta" se aplica a todos los individuos holgazanes, tranquilamente holgazanes.
Nosotros, es decir el pueblo, ha asimilado la clasificación, pero encontrándola excesivamente larga, la redujo a la clara, resonante y breve palabra de "squenun".
El "un" final, es onomatopéyico, redondea la palabra de modo sonoro, le da categoría de adjetivo definitivo, y el modo grave "squena dritta" se convierte en esta antítesis, en un jovial "squenun", que expresando la misma haraganería la endulza de jovialidad particular.
En la bella península itálica, la frase "squena dritta" la utilizan los padres de familia cuando se dirigen a sus párvulos, en quienes descubren una incipiente tendencia a la vagancia, es decir, la palabra se aplica a menores de edad que oscilan entre los catorce y diecisiete años.
En nuestro país, en nuestra ciudad mejor dicho, la palabra "squenun" se aplica a los poltrones mayores de edad, pero sin tendencia a ser compadritos, es decir, tiene su exacta aplicación cuando se refiere a un filósofo de azotea, a uno de esos perdularios grandotes, estoicos, que arrastran las alpargatas para ir al almacén a comprar un atado de cigarrillos, , y vuelven luego a su casa para subir a la azotea donde se quedarán tomando baños de sol hasta la hora de almorzar, indiferentes a los rezongos del "viejo", un viejo que siempre está podando la viña casera y que gasta sombrero negro, grasiento como el eje de un carro.
En toda familia dueña de una casita, se presenta el caso del "squenun", del poltrón filosófico, que ha reducido la existencia a un mínimo de necesidades, y que lee los tratados sociológicos de la Biblioteca Roja y de la Casa Sempere.
Y las madres, las buenas viejas que protestan cuando el grandulón les pide para un atado de cigarrillos, tienen una extraña debilidad por este hijo "squenun".
Lo defienden del ataque del padre que a veces se amostaza en serio, lo defienden de las murmuraciones de los hermanos que trabajan como Dios manda, y las pobres ancianas, mientras zurcen el talón de una media, piensan consternadas ¿por qué ese "muchacho tan inteligente" no quiere trabajar a la par de los otros?
El "squenun" no se aflige por nada. Toma la vida con una serenidad tan extraordinaria que no hay madre en el barrio que no le tenga odio... ese odio que las madres ajenas tienen por esos poltrones que pueden enamorarle algún día a la hija. Odio instintivo y que se justifica, porque a su vez las muchachas sienten curiosidad por esos "squenunes" que les dirigen miradas tranquilas, llenas de una sabiduría inquietante.
Con estos datos tan sabiamente acumulados, creemos poner en evidencia que el "squenun" no es un producto de la familia modesta porteña, ni tampoco de la española, sino de la auténticamente italiana, mejor dicho, genovesa o lombarda. Los "squenunes" lombardos son más refractarios al trabajo que los "squenunes" genoveses.
Y la importancia social del "squenun" es extraordinaria en nuestras parroquias. Se le encuentra en la esquina de Donato Alvarez y Rivadavia, en Boedo, en Triunvirato y Canning, en todos los barrios ricos en casitas de propietarios itálicos.
El "squenun" con tendencias filosóficas es el que organizará la Biblioteca "Florencio Sánchez" o "Almafuerte"; el "squenun" es quien en la mesa del café, entre los otros que trabajan, dictará cátedras de comunismo y "de que el que no trabaja no come"; él que no ha hecho absolutamente nada en todo el día, como no sea tomar baños de sol, asombrará a los otros con sus conocimientos del libre albedrío y del determinismo; en fin, el "squenun" es el maestro de sociología del café del barrio, donde recitará versos anarquistas y las Evangélicas del latero de Almafuerte.
El "squenun" es un fenómeno social. Queremos decir, un fenómeno de cansancio social.
Hijo de padres que toda la vida trabajaron infatigablemente para amontonar los ladrillos de una "casita", parece que trae en su constitución la ansiedad de descanso y de fiestas que jamás pudieron gozar los "viejos".
Entre todos los de la familia que son activos y que se buscan la vida de mil maneras, él es el único indiferente a la riqueza, al ahorro, al porvenir. No le interesa ni importa nada. Lo único que pide es que no lo molesten, y lo único que desea son los cuarenta centavos diarios, veinte para los cigarrillos y otros veinte para tomar el café en el bar donde una orquesta típica le hace soñar horas y horas atornillado a la mesa.
Con ese presupuesto se conforma. Y que trabajen los otros, como si él trajera a cuestas un cansancio enorme ya antes de nacer, como si todo el deseo que el padre y la madre tuvieron de un domingo perenne, estuviera arraigado en sus huesos derechos de "squena dritta", es decir, de hombre que jamás será agobiado por el peso de ningún fardo.
LA TRISTEZA DEL SABADO INGLES
¿Será acaso, porque me paso vagabundeando toda la semana, que el sábado y el domingo se me antojan los días más aburridos de la vida? Creo que el domingo es aburrido de puro viejo y que el sábado inglés es un día triste, con la tristeza que caracteriza a la raza que le ha puesto su nombre.
El sábado inglés es un día sin color y sin sabor; un día que "no corta ni pincha" en la rutina de las gentes. Un día híbrido, sin carácter, sin gestos.
Es día en que prosperan las reyertas conyugales y en el cual las borracheras son más lúgubres que un "de profundis" en el crepúsculo de un día nublado. Un silencio de tumba pesa sobre la ciudad. En Inglaterra, o en países puritanos, se entiende. Allí hace falta el sol, que es, sin duda alguna, la fuente natural de toda alegría. Y como llueve o nieva, no hay adonde ir; ni a las carreras, siquiera. Entonces la gente se queda en sus casas, al lado del fuego, y ya cansada de leer Punch, hojea la Biblia.
Pero para nosotros el sábado inglés es un regalo modernísimo que no nos convence. Ya teníamos de sobra con los domingos. Sin plata, sin tener adonde ir y sin ganas de ir a ninguna parte, ¿para qué queríamos el domingo? El domingo era una institución sin la cual vivía muy cómodamente la humanidad.
Tata Dios descansó en día domingo, porque estaba cansado de haber hecho esta cosa tan complicada que se llama mundo. Pero ¿qué han hecho, durante los seis días, todos esos gandules que por ahí andan, para descansar el domingo? Además, nadie tenía derecho a imponernos un día más de holganza. ¿Quién lo pidió? ¿Para qué sirve?
La humanidad tenía que aguantarse un día por semana sin hacer nada. Y la humanidad se aburría. Un día de "flaca" era suficiente. Vienen los señores ingleses y, ¡qué bonita idea!, nos endilgan otro más, el sábado.
Por más que trabaje, con un día de descanso por semana es más que suficiente. Dos son insoportables, en cualquier ciudad del mundo. Soy, como verán ustedes, un enemigo declarado e irreconciliable del sábado inglés.
Corbata que toda la semana permanece embaulada. Traje que ostensiblemente tiene la rigidez de las prendas bien guardadas. Botines que crujían. Lentes con armadura de oro, para los días sábado y domingo. Y tal aspecto de satisfacción de sí mismo, que daban ganas de matarlo. Parecía un novio, uno de esos novios que compran una casa por mensualidades. Uno de esos novios que dan un beso a plazo fijo.
Tan cuidadosamente lustrados tenía los botines que cuando salí del coche no me olvidé de pisarle un pie. Si no hay gente el hombre me asesina.
Después de este papanatas, hay otro hombre del sábado, el hombre triste, el hombre que cada vez que lo veo me apena profundamente.
Lo he visto numerosas veces, y siempre me ha causado la misma y dolorosa impresión.
Caminaba yo un sábado por una acera en la sombra, por la calle Alsina -la calle más lúgubre de Buenos Aires- cuando por la vereda opuesta, por la vereda del sol, vi a un empleado, de espaldas encorvadas, que caminaba despacio, llevando de la mano una criatura de tres años.
La criatura exhibía, inocentemente, uno de esos sombreritos con cintajos, que sin ser viejos son deplorables. Un vestidito rosa recién planchado. Unos zapatitos para los días de fiesta. Caminaba despacio la nena, y más despacio aún, el padre. Y de pronto tuve la visión de la sala de una casa de inquilinato, y la madre de la criatura, urea mujer joven y arrugada- por las penurias, planchando los cintajos del sombrero de la nena.
El hombre caminaba despacio. Triste. Aburrido. Yo vi en él el producto de veinte años de garita con catorce horas de trabaja y un sueldo de hambre, veinte años de privaciones, de. sacrificios estúpidos y del sagrado terror de que lo echen a la calle. Vi en él a Santana, el personaje de Roberto Mariani.
Y en el centro, la tarde del sábado es horrible. Es cuando el comercio se muestra en su desnudez espantosa. Las cortinas metálicas tienen rigideces agresivas.
Los sótanos de las casas importadoras vomitan hedores de brea, de benzol y de artículos de ultramar. Las tiendas apestan a goma. Las ferreterías a pintura. El cielo parece, de tan azul, que está iluminando una factoría perdida en el África. Las tabernas para corredores de bolsa permanecen solitarias y lúgubres. Algún portero juega al mus con un lavapisos a la orilla de una mesa. Chicos que parecen haber nacido por generación espontánea de entre los musgos de las casas-bancas, aparecen a la puerta de "entrada para empleados" de los depósitos de dinero. Y se experimenta el terror, el espantoso terror de pensar que a estas mismas horas en varios países las gentes se ven obligadas a no hacer nada, aunque tengan ganas de trabajar o de morirse.
No, sin vuelta de hoja; no hay día más triste que el sábado inglés ni que el empleado que en un sábado de éstos está buscando aún, a las doce de la noche, en una empresa que tiene siete millones de capital, ¡un error de dos centavos en el balance de fin de mes!
LA MUCHACHA DEL ATADO
Todos los días, a las cinco de la tarde, tropiezo con muchachas que vienen de buscar costura.
Flacas, angustiosas, sufridas. El polvo de arroz no alcanza a cubrir las gargantas donde se marcan los tendones; y todas caminan con el cuerpo inclinado a un costado: la costumbre de llevar el atado siempre del brazo opuesto:
Y los bultos son macizos, pesados: dan la sensación de contener plomo: de tal manera tensionan la mano.
No se trata de hacer sentimentalismo barato. No. Pero más de una vez me he quedado pensando en estas vidas, casi absolutamente dedicadas al trabajo. Y si no, veamos.
Cuando estas muchachas cumplieron ocho o nueve años, tuvieron que cargar un hermanito en los brazos. Usted, como yo, debe haber visto en el arrabal estas mocosas que cargan un pebetito en el brazo y que ce pasean por la vereda rabiando contra el mocoso, y vigiladas por la madre que salpicaba agua en la batea.
Así hasta los catorce años. Luego, el trabajo de ir a buscar costuras; las mañanas y las tardes inclinadas sobre la Neumann o la Singer, haciendo pasar todos los días metros y más metros de tela y terminando a las cuatro de la tarde, para cambiarse, ponerse el vestido de percal, preparar el paquete y salir; salir cargadas y volver lo mismo, con otro bulto que hay que "pasarlo a la máquina". La madre siempre lava la ropa; la ropa de los hijos, la ropa del padre. Y ésas son las muchachas que los sábados a la tarde escuchan la voz del hermano, que grita:
-Che, Angelita: apurate a plancharme la camisa, que tengo que salir.
Y Angelita, María o Juana, la tarde del sábado trabajan para los hermanos. Y planchan cantando un tango que aprendieron de memoria en El Alma que Canta; que esto, las novelas por entregas y alguna sección de biógrafo, es la única fiesta de las muchachas de que hablo.
Digo que estas muchachas me dan lástima. Un buen día se ponen de novias, y no por eso dejan de trabajar, sino que el novio (también un muchacho que la yuga todo el día) cae a la noche a la casa a hacerle el amor.
Y como el amor no sirve para pagar la libreta del almacén, trabajan hasta tres días antes de casarse, y el casamiento no es un cambio de vida para la mujer de nuestro ambiente pobre, no; al contrario, es un aumento de trabajo, y a la semana de casados se puede ver a estas mujercitas sobre la máquina. Han vuelto a la costura, y al año hay un pibe en la cuna, y esa muchacha ya está arrugada y escéptica, ahora tiene que trabajar para el hijo, para el marido, para la casa... Cada año un nuevo hijo y siempre más preocupaciones y siempre la misma pobreza; la misma escasez, la misma medida del dinero, el igual problema que existía en la casa de sus padres, se repite en la suya, pero mayor y más arduo.
Y ahora las ve usted a estas mujeres cansadas, flacas, feas, nerviosas, estridentes.
Y todo ello ha sido originado por la miseria, por el trabajo; y de pronto usted asocia los años de vida, hasta la madurez y con asombro, casi mezclado de espanto, se pregunta uno:
-En tantos años de vida, ¿cuántos minutos dé felicidad han tenido estas mujeres?
Y usted, con terror, siente que desde adentro le contesta una voz que estas mujeres no fueron nunca felices. ¡Nunca! Nacieron bajo el signo del trabajo y desde los siete o nueve años hasta el día en que se mueren, no han hecho nada más que producir, producir costura e hijos, eso y lo otro, y nada más.
Cansadas o enfermas, trabajaron siempre. ¿Que el marido estaba sin' trabajo? ¿Que un hijo se enfermó y había que pagar deudas? ¿Que murieron los viejos y hubo que empeñarse para el entierro? Ya ve usted; nada más que un problema: el dinero, la escasez de dinero. Y junto a esto una espalda encorvada, unos ojos que cada vez van siendo menos brillosos, un rostro que año tras año se va arrugando un poquito más, una voz que pierde a medida que pasa el tiempo todas las inflexiones de su primitiva dulzura, una boca que sólo se abre para pronunciar estas palabras:
-Hay que hacer economía. No se puede gastar.
Si uste no ha leído El sueño de Makar, de Vladimiro Korolenko, trate de leerlo.
El asunto es éste. Un campesino que va a ser juzgado por Dios. Pero Dios, que lleva una cuenta de todas las barrabasadas que hacemos nosotros los mortales, le dice al campesino:
-Has sido un pillete. Has mentido. Te has emborrachado. Le has pegado a tu mujer. Le has robado y levantado falso testimonio a tu vecino. -Y la balanza cargada de las culpas de Makar se inclina cada vez más hacia el infierno, y Makar trata de hacerle trampa a Dios pisando el platillo adverso; pero aquél lo descubre, y entonces insiste-: ¿Ves como tengo razón? Eres un tramposo, además. Tratas de engañarme a mí, que soy Dios.
Pero, de pronto, ocurre algo extraño. Makar, el bruto, siente que una indignación se despierta en su pecho, y entonces, olvidándose que está en presencia de Dios, se enoja, y comienza a hablar; cuenta sus sacrificios, sus penas, sus privaciones. Cierto es que le pegaba a su mujer, pero le pegaba porque estaba triste; cierto es que mentía, pero otros que tenían mucho más que él también mentían y robaban. Y Dios se va apiadando de Makar, comprende que Makar ha sido, sobre la tierra, como la organización social lo había moldeado, y súbitamente, las puertas del Paraíso se abren para él, para Makar.
Me acordé del sueño de Makar, pensando que alguien in mente diría que no conocía yo los defectos de la gente que vive siempre en la penuria y en la pena. Ahora sabe usted el porqué de la cita, y lo que quiere decir el "sueño de Makar".
LA TRAGEDIA DE UN HOMBRE HONRADO
Todos los días asisto a la tragedia de un hombre honrado. Este hombre honrado tiene un café que bien puede estar evaluado en treinta mil pesos o algo más. Bueno: este hombre honrado tiene una esposa honrada.
A esta esposa honrada la ha colocado a cuidar la victrola. Dicho procedimiento le ahorra los ochenta pesos mensuales que tendría que pagarle a una victrolista. Mediante este sistema, mi hombre honrado economiza, al fin del año, la respetable suma de novecientos sesenta pesos sin contar los intereses capitalizados. Al cabo de diez años tendrá ahorrados...
Pero mi hombre honrado es celoso. ¡Vaya si he comprendido que es celoso! Levantando la guardia tras la caja, vigila, no sólo la consumición que hacen sus parroquianos, sino también las miradas de éstos para su mujer. Y sufre. Sufre honradamente. A veces se pone pálido, a veces le fulguran los ojos. ¿Por qué? Porque alguno se embota más de lo debido con las regordetas pantorrillas de su cónyuge. En estas circunstancias, el hombre honrado mira para arriba, para cerciorarse si su mujer corresponde a las inflamadas ojeadas del cliente, o si se entretiene en leer una revista. Sufre. Yo veo que sufre, que sufre honradamente; que sufre olvidando en ese instante que su mujer le aporta una economía diaria de dos pesos sesenta y cinco centavos; que su legitima esposa aporta a la caja de ahorros novecientos sesenta pesos anuales. Sí, sufre. Su honrado corazón de hombre prudente en lo que atañe al dinero, se conturba y olvida de los intereses cuando algún carnicero, o cuidador de ómnibus, estudia la anatomía topográfica de su también honrada cónyuge. Pero más sufre aún cuando, el que se deleita contemplando los encantos de su esposa, es algún mozalbete robusto, con bigotitos insolentes y espaldas lo suficientemente poderosas como para poder soportar cualquier trabajo extraordinario. Entonces mi hombre honrado mira desesperadamente para arriba. Los celos que los divinos griegos inmortalizaron, le desencuadernan la economía, le tiran abajo la quietud, le socavan la alegría de ahorrarse dos pesos sesenta y cinco centavos por día; y desesperado hace rechinar los dientes y mira a su cliente como si quisiera darle tremendos mordiscones en los riñones.
Yo comprendo, sin haber hablado una sola palabra con este hombre, el problema que está encarando su alma honrada. Lo comprendo, lo interpreto, lo "manyo". Este hombre se encuentra ante un dilema hamletiano, ante el problema de la burra Balaam, ante... ¡ante el horrible problema de ahorrarse ochenta mangos mensuales! Son ochenta pesos. ¿Saben ustedes los bultos, las canastas, las jornadas de dieciocho horas que éste trabajó para ganar ochenta pesos mensuales? No; nadie se lo imagina.
De allí que lo comprendo. Al mismo tiempo quiere a su mujer. ¡Cómo no la va a querer! Pero no puede menos de hacerla trabajar, como el famoso tacaño de Anatole France no pudo menos de cortarle unas rebarbas a las monedas de oro qué le ofrecía a la Virgen: seguía fiel a su costumbre.
Y ochenta pesos son ocho billetes de a diez pesos, dieciséis de a cinco y... dieciséis billetes de a cinco pesos, son plata... son plata...
Y la prueba de que nuestro hombre es honrado, es que sufre en cuanto empiezan a mirarle a la cónyuge. Sufre visiblemente. ¿Qué hacer? ¿Renunciar a los ochenta pesos, o resignarse a una posible desilusión conyugal?
Si este hombre no fuera honrado, no le importaría que le cortejaran a su propia esposa. Más aún, se dedicaría como el célebre señor Bergeret, a soportar estoicamente su desgracia.
No; mi cafetero no tiene pasta de marido extremadamente complaciente. En él todavía late el Cid, don Juan, Calderón de la Barca y toda la honra de la raza, mezclada a la terribilísima avaricia de la gente del terruño.
Son ochenta pesos mensuales. ¡Ochenta! Nadie renuncia a ochenta pesos mensuales porque sí. El ama a su mujer; pero su amor no es incompatible con los ochenta pesos.
También ama su frente limpia de todo adorno, y también ama su comercio, la economía bien organizada, la boleta de depósito en el banco, la libreta de cheques. ¡Cómo ama el dinero este hombre honradísimo, malditamente honrado!
A veces voy a su café y me quedo una hora, dos, tres. El cree que cuando le miro a la mujer estoy pensando en ella, y está equivocado. En quien pienso es en Lenin... en Stalin... en Trotzky... Pienso con una alegría profunda y endemoniada en la cara que este hombre pondría si mañana un régimen revolucionario le dijera:
-Todo su dinero es papel mojado.
LOS TOMADORES DE SOL EN EL BOTANICO
La tarde de ayer lunes fue espléndida. Sobre todo para la gente que nada tenía que hacer. Y más aún para los tomadores de sol consuetudinarios.
Gente de principios higiénicas y naturistas, ya que se resignan a tener los botines rotos antes que perder su bañito de sol. Y después hay ciudadanos que se lamentan de que no haya hombres de principios.. Y estudiosos. Individuos que sacrifican su bienestar personal para estudiar botánica y sus derivados, aceptando ir con el traje hecho pedazos antes de perder tan preciosos conocimientos.
Examinando la gente que pulula por el Jardín Botánico, uno termina por plantearse este problema:
¿Por qué las ciencias naturales poseen tanta aceptación entre sujetos que tienen catadura de vagos? ¿Par qué la gente bien vestida no se dedica, con tanto frenesí, a un estudio semejante, saludable para el cuerpo y para el espíritu? Porque esto es indiscutible: el estudio de la botánica engorda. No he visto a un bebedor de sol que no tenga la piel lustrosa, y un cuerpazo bien nutrido y mejor descansado.
¡Qué aspecto, que bonhomía! ¡Qué edificación ejemplar para un señor que tenga tendencias al misticismo! Porque, no dejarán de reconocer ustedes, que una ciencia tan infusa como la botánica debe tener virtudes esenciales para engordar a sujetos que calzan botines rotos.
De otro modo no se explicaría. Cierto es que el reposo debe contribuir en algo, pero en este asunto obra o influye algún factor extraño y fundamental. Hasta los jardineros tienden a la obesidad. El portero -los porteros están bien saciados-, los subjardineros ya han adquirido ese aspecto de satisfacción íntima que producen las canonjías municipales, y hasta los gatos que viven en las alturas de los pinos impresionan favorablemente por su inesperado grosor y lustroso pelaje.
Yo creo haber aclarado el misterio. La gente que frecuenta el Jardín Botánico está gorda por la influencia del latín.
En efecto, todos los letreros de los árboles están redactados en el idioma melifluo de Virgilio. Al que no está acostumbrado, se le embarulla el cráneo. Pero los asiduos visitantes de este jardín, deben estar ya acostumbrados y sufrir los beneficios de este idioma, porque he observado lo siguiente:
Como decía, fui hasta allá ayer por la tarde. Me senté en un banco y, de pronto, observé a dos jardineros. Con un rastrillo en la mano miraban el letrero de un árbol. Luego se miraban entre sí y volvían a mirar el letrero. Para no interrumpir sus meditaciones mantenían el rastrillo completamente inmóvil, de modo que no cabía duda alguna de que esa gente ilustraba sus magníficos espíritus con el letrero escrito en el idioma del latoso Virgilio. Y el éxtasis que tal lectura parecía producirles, debía ser infinito, ya que los dos individuos, completamente quietos como otros tantos Budas a la sombra del árbol de la sabiduría, no movían el rastrillo ni por broma. Tal hecho me llamó sumamente la atención y decidí continuar mi observación. Pero, pasó una hora y yo me aburrí. El deliquio de esos pelafustanes frente al letrero era inmenso. El rastrillo permanecía junto a ellos como si no existiera.
¿Se dan cuenta ustedes ahora de la influencia del botánico latín sobre los espíritus superiores? Estos hombres en vez de rastrillar la tierra, como era su deber, permanecían de brazos cruzados en honor a la ciencia, a la naturaleza y al latín. Cuando me fui, di vuelta la cabeza. Continuaban meditando. Los rastrillos olvidados. No me extrañó de que engordaran.
Y vi numerosa gente entregada a la santa paz de lo verde. Todos meditando en los letreros latinos que se ofrecen con profusión a la vista del público. Todos tranquilitos, imperturbables, adormecidos, soleándose como lagartos o cocodrilos y encantados de la vida, a pesar de que sus aspectos no denuncian millones ni mucho menos. Pero el Señor, bondadoso con los hombres de buena voluntad, les dispensa lo que a nosotros nos ha negado: la felicidad. En cambio, esos individuos que podrían tomarse por solemnes vagos, y que puede ser que lo sean, a la sombra de los árboles empollaban su haraganería y florecían en meditaciones de manera envidiable.
En muchos bancos, estos poltrones, hacen circulo. Y recuerdan a los sapos del campo. Porque los sapos del campo, cuando se prende la luz y se la deja abandonada, se reúnen en torno de ella en círculo, y permanecen como conferenciando horas enteras.
Pues en el Botánico ocurre lo mismo. Se ven círculos de vagos cosmopolitas y silenciosos, mirándose a la cara, en las posiciones más variadas, y sin decir esta boca es mía.
Naturalmente, a la gente le da grima esta vagancia semiorganizada; pero para los que conocen el misterio de las actitudes humanas, esto no asombra. Esa gente aprende idiomas, se interesa por las llamadas lenguas muertas y se regocija contemplando los cartelitos de los árboles.
¿Dónde se reúnen ahora los enamorados? ¿Han perdido el romanticismo? El caso es que en el Botánico lo que más escasean son las parejas amorosas. Sólo se ve algún matrimonio proyecto que recrea sus ojos sin perjudicar sus rentas, ya que para distraerse recorren los senderos solitarios, separados uno de otro medio metro.
En definitiva, no sé si porque era lunes, o porque la gente ha encontrado otros lugares de distracción, el caso es que el Jardín Botánico ofrece un aspecto de desolación que espanta. Y lo único noble, son los árboles... los árboles que envejecen apartándose de los hombres para recoger el cielo entre sus brazos.
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