martes, 13 de octubre de 2009

LECTURA DE LAS NARRACIONES DE JUAN CARLOS ONETTI: ALGUNOS RECURSOS


EL PERFIL RIOPLATENSE DE ONETTI


Se ha escrito ya mucho -y no siempre con el necesario equilibrio- sobre el llamado boom de la narrativa latinoamericana. A un grupo inicial se le fueron sumando aquellos autores que poco o nada tenían que ver con la rápida expansión de una literatura que penetró, no sin motivos, más allá de las fronteras naturales de la lengua. No entraremos aquí en el fenómeno -que es mucho más que un simple fenómeno publicitario, político o literario-. No podemos pasar por alto, sin embargo, el hecho de que Juan Carlos Onetti obtuviera, finalmente, un bien merecido, aunque tardío, puesto en la llamada “nueva novela latinoamericana”. Carlos Fuentes [1] en un ensayo que debe ser considerado casi como un verdadero manifiesto del boom, en 1969, aunque alude a dos grandes cuentistas uruguayos, Horacio Quiroga y Felisberto Hernández, sigue ignorando a Juan Carlos Onetti. Hoy, sin embargo, disponemos ya, desde 1970, de una edición de sus Obras Completas, y la difusión de las novelas de Onetti, desde El astillero a Juntacadáveres, en ediciones más o menos asequibles, es un hecho. La obra de Onetti ha sido también objeto de una considerable aunque tardía atención crítica y a ella han dedicado, por ejemplo, una tesis, Ximena Moreno Aliste, [2] publicada desde el Centre de Recherches Latino-Américaines de Poitiers, o la madrileña Cuadernos Hispanoamericanos (diciembre de 1974) un número monográfico especial. Pero el descubrimiento y reconocimiento de la narrativa y del mundo de Juan Carlos Onetti no ha sido fácil, como no es sencillo abarcar en su totalidad el rico contenido de sus ambiguos mensajes.
El lector tiene en sus manos la casi totalidad de los cuentos de Onetti. Cuentos que son narraciones breves, pequeñas novelas o novelas cortas o relatos. El primer cuento publicado por Onetti fue “Avenida de Mayo-Diagonal-Avenida de Mayo” (1933), el último aparece aquí por vez primera: “El perro tendrá su día.” Se trata, pues, de una labor que discurre a lo largo de más de cuarenta años. Debe señalarse que tal actividad no ha sido muy prolífica. Publica un cuento cada uno o dos años, con algunos silencios más dilatados: “El posible Baldi” es de 1936 y “Convalecencia”, de 1940; “La casa en la arena” es de 1949 y “El álbum”, de 1953; “Justo el treintaiuno”, de 1964 y “La novia robada”, de 1968. Sin embargo, Onetti regresa siempre al relato breve, por el que, sin duda, siente una notable predilección. Porque el relato tiene en las literaturas argentina y uruguaya una rica presencia. Horacio Quiroga, Felisberto Hernández, Roberto Artl, Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares, Julio Cortázar: la simple enumeración nos ahorrará cualquier otro comentario. Entre Borges y Cortázar, entre ambas generaciones, hay que situar la obra de Onetti. La literatura en América Latina ha confundido aquí sus propias raíces con la mejor narrativa extranjera. Los norteamericanos Hemingway y Faulkner, principalmente, pueden ser rastreados en Onetti, pero no es posible aludir a una imitación o una exagerada influencia; del mismo modo puede señalarse la presencia de Henry James, Gide, Céline, Sartre, Joyce o Flaubert.
Los relatos de Onetti no pueden extraerse del conjunto narrativo total del autor. No son escarceos, ni tanteos para una novela larga, ni experimentaciones. En ocasiones pueden ser fragmentos de una de sus novelas que ha cobrado vida propia y se ha independizado, como “La casa en la arena”, que primitivamente formaba parte de La vida breve. Podemos penetrar, por consiguiente, por cualquier ángulo, en el meollo de la obra del narrador y, preferiblemente, a través de éstos, en sus relatos. Hallaremos aquí un mundo coherente y cerrado. En Onetti, en efecto, su mundo narrativo se cierra, constituye una estructura orgánica y, como tal, permanece suficiente en sí misma, relacionada y coherente en cada una de sus partes. Emir Rodríguez Monegal se refiere a Santa María, la ciudad mezcla de Buenos Aires y Montevideo, y a la saga que Onetti ha construido en torno a ella.
[3] Las sagas giran, sin embargo, en torno a la vida de una familia, son la historia de una familia. No hay en la obra de Onetti, en cambio, una trayectoria biológica en el tiempo. El tiempo parece detenido, planea ingrávido por sobre los seres grises, aunque de trágico destino. El mundo de Onetti parece encerrado en una urna de cristal en la que se ha producido una extraña adaptación al vacío. Podemos observar a través de ella la vida que las criaturas desarrollan, aunque dentro de unos límites trazados previamente. En algún sentido la “ciudad” es, en Onetti, el linde para la acción. Una cierta crueldad o frialdad en la descripción de las criaturas es también resultado de este asepticismo deliberado que nos atrae y nos repele a un tiempo. La selva de La Vorágine, de José Eustasio Rivera, ha sido sustituida por la ciudad. La naturaleza virgen, que tanto había gravitado en la generación anterior a Onetti, ha dejado ahora un vacío, por el que discurrirá su significativo mundo. Este queda centrado en el sugestivo laberinto ciudadano; inaccesible, en ocasiones, a los propios personajes. En “Regreso al Sur”, por ejemplo, el protagonista -pese a que aparece desde una perspectiva referencial- establece una especial relación con la ciudad: “Tío Horacio no hizo comentarios, y no parecía haberse enterado de la proximidad nocturna de Perla, cinco cuadras al Sur. Oscar supo que había oído a Walter, porque en los paseos de la noche, cuando salían a tomar un café liviano a alguna parte, comenzó a llegar por Paraná hasta Rivadavia, donde se abría la Plaza del Congreso y hacia donde miraba con curiosidad idéntica noche tras noche; luego doblaba a la izquierda y continuaban conversando por Rivadavia hacia el Este. Casi todas las noches; por Paraná, por Montevideo, por Talcahuano, por Libertad. Sin hablar nunca de aquello, Oscar tuvo que enterarse de que la ciudad y el mundo de tío Horacio terminaban en mojones infranqueables en la calle Rivadavia; y todos los nombres de calles, negocios y lugares del barrio sur fueron suprimidos y muy pronto olvidados.” Buenos Aires con sus calles y avenidas, perfectamente delimitadas, constituyen el único mundo propio del personaje. Simbólicamente, atravesar esta invisible barrera es romper también con normas establecidas a lo largo de un tiempo que se repite en un itinerario idéntico. Es posible aplicar al concepto de la ciudad de Onetti lo que Ricardo Bofill señala respecto a Nueva York: “New York es el mejor ejemplo de cómo se desarrolla la jungla urbana, que es distinta a la jungla natural, y allí aprende el hombre a protegerse, esconderse, a organizar guerrillas, insurrecciones y elementos de desorden; esto es más fácil realizarlo en New York que en cualquier otro tipo de aglomeración urbana.” [4] Tío Horacio se esconde, es decir, se protege también tras el barrio ciudadano. Y prácticamente el barrio encierra cualquier referencia a la vida.
Los protagonistas de la “Historia del Caballero de la Rosa y de la Virgen encinta que vino de Liliput” son expulsados de la ciudad: “Vivían en Las Casuarinas, desterrados de Santa María y del mundo. Pero algunos días, una o dos veces por semana, llegaban a la ciudad de compras en el inseguro Chevrolet de la vieja.” La pareja no es aceptada aquí por la comunidad humana que les rechaza desde su ciudad. Establece Onetti -ya desde su ideal Santa María- dos tipos de ciudadanos. Existen unos, acrisolados y antiguos. Es fácil reconocerlos porque poseen los privilegiados recuerdos del pasado ciudadano. A los nuevos habitantes no merece la pena tomarlos en consideración. Es desde la ciudad -y desde su modesto stablishment - desde donde narra el novelista; es el “nosotros” invisible, pero presente, que abarca la parcialidad narrativa de Onetti, desdoblado aquí en otro “yo” narrador, inmerso en los mismos prejuicios que viene a fustigar utilizando recursos indirectos: “Los pobladores antiguos podíamos evocar entonces la remota y breve existencia del prostíbulo, los paseos que habían dado las mujeres los lunes. A pesar de los años, de las modas y de la demografía, los habitantes de la ciudad continuaban siendo los mismos. Tímidos y engreídos, obligados a juzgar para ayudarse, juzgando siempre por envidia o miedo. Pero el desprecio indeciso con que los habitantes miraban a la pareja que recorría una o dos veces por semana la ciudad barrida y progresista…” Habremos observado el enriquecido análisis de la ciudad, sustrato activo, en el que actúan los principales personajes y, al mismo tiempo, artificio del narrador que partiendo de aquel “nosotros” inicial, con el que compartía los vicios ciudadanos en un cómplice guiño, pasa a otro narrador en tercera persona, no absolutamente desligado del primero. El personaje que finalmente narra, en efecto, va alejándose de la inicial participación, aunque no acaba de desaparecer. Sus opiniones, la narración subjetivo-objetiva, configuran el narrador atento a la psicología colectiva. Porque la ciudad no es sólo un “medio” frío, un “habitat” peculiar del hombre; es también parte de su propia personalidad, es un personaje más, una parte del drama colectivo que transcurre en un determinado lugar, Santa María; es el resultado de la suma de las historias de los personajes que Onetti nunca podrá ofrecernos enteramente. Nos hallamos lejos de las experiencias de Dos Passos, de su intento de abrazar una ciudad con vida y reducirla a materia novelesca y, en todo caso, más cerca del Dublín de Joyce.
Santa María puede ser el nombre mismo de Buenos Aires (Santa María de los Buenos Aires)
[5] o como precisó el propio Onetti “a Santa María la fabriqué como compensación por mi nostalgia de Montevideo”. Lo que va más allá del hecho mismo de la creación de un lugar con historia propia es la participación de la realidad en la elaboración de lo imaginado. Onetti utiliza Buenos Aires y Montevideo y elabora un modelo personal de ciudad. Santa María es real porque es realidad modificada y elevada a símbolo. Los personajes de Onetti no escapan tampoco por completo al símbolo. Son, al tiempo, referencias a un mundo personal del que vamos descubriendo los secretos, las obsesiones, a medida que nos adentramos en él. En este sentido, Onetti es uno de los novelistas latinoamericanos más creadores. La aparición de un personaje es, en él, fundación. Buena parte de sus actos trascienden la anécdota y se refieren a un modelo que el autor ya posee y que poco a poco nos va desvelando. En ocasiones, un hecho nos desvela una zona, nos ilumina el conjunto. El lector ha asistido a los actos de algunos de los personajes sin entenderlos, como se asiste a un ritual. Ya en el límite, se revela de pronto la historia. En este sentido, desde una perspectiva técnica, Onetti debe mucho a la novela policíaca. En “El perro tendrá su día”, por ejemplo, un hombre da de comer a los perros. Hay una violencia latente en la escena que llega a través de signos como “pedazos de carne sangrienta”, “ansiedad de los hocicos”, “dientes innumerables”. Y a esta latente violencia se le añaden otros signos de corrupción: “el hombre de la levita le pasó al otro billetes de color carne sin escucharle las palabras agradecidas”. El paralelismo de la carne ofrecida a los perros y el color carne de los billetes se utiliza para aproximar dos acciones mediante indicios coincidentes. Tales signos lo son a través del lenguaje y a través de un lenguaje aparentemente objetivo, ya que el novelista utiliza un sistema narrativo de tercera persona. Pero este objetivismo nos resulta sólo aparente, ya que viene modificado por el lenguaje. También el tiempo narrativo se modifica mediante la utilización de otros recursos que aproximan la acción al lector: “Ahora el hombre de la levita le pasó al otro…”, contrastado con el “Entonces era bajo y fuerte…” Quizá convendría aquí aludir, por lo menos, al papel de la adjetivación en Onetti. En “Historia del Caballero de la Rosa y de la Virgen encinta que vino de Liliput” nos encontramos ante un momento de exaltación del carácter adjetivo: “El hombre era de muchas maneras y éstas coincidían, inquietas y variables, en el propósito de mantenerlo vivo, sólido, inconfundible. Era joven, delgado, altísimo; era tímido e insolente, dramático y alegre.” Esta exagerada serie de adjetivos, predominantes en la descripción, vienen a mostrar el carácter subjetivo de lo narrado; a través de la sensibilidad del narrador que filtra y acomoda, por consiguiente, el aspecto externo e interno del personaje para elaborar un tipo definido primordialmente mediante el estilo.

El tiempo de los relatos de Onetti es también un recurso que determina el conjunto. El narrador se permite cualquier libertad con él. Y puesto que sabemos que conoce perfectamente la totalidad de la historia, que nos es presentada mediante los signos de esta totalidad, no nos sorprenden las revelaciones sólo parciales. El misterio encerrado en la caja de sorpresas -que son sus relatos- deriva precisamente del efecto de “ocultación”. En “El perro tendrá su día”, por ejemplo, y sólo a través de la descripción elabora Onetti efectos de orden temporal cuyo subrayado por nosotros es ya elocuente. ¿Quién sino el autor domina en su totalidad el efecto temporal? ¿Quién sino él puede pasar del “dijo” al “había sido dicho”?: “Miraba al niño de seis años nervioso y enmudecido, más blanco que su madre, siempre vestido por ella con ropas femeninas excesivas en terciopelos y encajes. No dijo nada porque todo había sido dicho mucho tiempo atrás. La repugnancia de la mujer, el odio creciente del hombre, nacidos en la misma extravagante noche de bodas en que fue engendrado el niño-niña…” Las relaciones amorosas constituyen con frecuencia el centro de la atención de los relatos de Onetti. Tales relaciones son complejas, equívocas y, a menudo, fatales. La oposición amor/odio es permanente. Y en tales historias el tiempo actúa siempre con su fatigoso piquete demoledor. Si en “El perro tendrá su día” el odio aparece ya desde “la extravagante noche de bodas”, en “El infierno tan temido” la mujer le hace llegar fotografías pornográficas en un acto repetido de amor: “Por qué no, llegó a pensar, por qué no aceptar que las fotografías, su trabajosa preparación, su puntual envío, se originaban en el mismo amor, en la misma capacidad de nostalgia, en la misma congénita lealtad.” Este amoroso odio ha sido modificado también por el tiempo: “…iba admitiendo que aquella era la misma mujer desnuda, un poco más gruesa, con cierto aire de aplomo y de haber sentado cabeza, que le hacía llegar fotografías desde Lima, Santiago y Buenos Aires”. Estas fotografías no son sino imágenes que cobran importancia por sus efectos escandalosos en los “otros”. La mujer, consciente de la ajena presencia invisible, intenta destruir al hombre. Pero el hombre no atiende a los efectos de la imagen en los otros. Sólo es sensible en la hija. El tiempo le permite descubrir el secreto a la mujer que, como en buena parte de las narraciones de Onetti, adquiere caracteres destructivos. El tiempo implacable destruye la imagen del amor y pervierte lo femenino. Sólo las adolescentes de las narraciones de Onetti patentizan el atractivo del amor. Las mujeres cuando han atrapado al hombre y comienzan su lenta aniquilación merecen la muerte de “El perro tendrá su día”. Aquí el diálogo entre el comisario y el asesino, al margen del simbolismo moral que encierra, revela la constante que actúa casi como fijación erótica: “Todas las mujeres son unas putas. Peor que nosotros. Mejor dicho, yeguas. Y ni siquiera verdaderas putas.” “Bienvenido, Bob”, “La casa de la desgracia” y “Nueve de Julio”, por ejemplo, coinciden en el deseo del hombre maduro hacia la adolescente. El hombre no busca en ella el amor correspondido; plasma muchas veces una inaprensible imagen, del mismo modo que algunos personajes se imaginan en situaciones ideales: “Habíamos ido de Nueva York a San Francisco -por primera vez, y lo que ella describía me desilusionó por su parecido con un aviso de bebidas en una de las revistas extranjeras que llegan al diario: una reunión en una pieza de hotel, las enormes ventanas sin cortinas abiertas sobre la ciudad de mármol bajo el sol, y la anécdota era casi un plagio de la del hotel Bolívar, en Lima-, acabábamos de “llorar de frío en la costa este y antes de que pasara un día, increíble, nos estábamos bañando en la playa”. Se trata del relato dentro del relato y la fabuladora no queda lejos de la protagonista de Las mil y una noches. También aquí se retiene al hombre no sólo por el amor sino por el poder de la imaginación, canto de sirena en el que “el viaje” juega su más importante función. En “Nueve de Julio”, como expresamente indica Onetti, la adolescente aparece: “rodeada y cargada con la aventura y temía al fracaso como a una herida”. La muchacha encierra un misterio cuyo descubrimiento puede resolverse en la violencia, como le sucede también al narrador de “La cara de la desgracia”, ahora en primera persona: “Deseaba quedarme para siempre en paz junto a la muchacha y cuidar de su vida. La vi fumar con el café, los ojos clavados ahora en la boca lenta del hombre viejo. De pronto me miró como antes en el sendero, con los mismos ojos calmos y desafiantes, acostumbrados a contemplar o suponer el desdén. Con una desesperación inexplicable estuve soportando los ojos de la muchacha, revolviendo los míos contra la cabeza juvenil, larga y noble; escapando del inaprehensible secreto para escarbar en la tormenta nocturna, para conquistar la intensidad del cielo y derramarla, imponerla en aquel rostro de niña que me observaba inmóvil e inexpresivo. El rostro que dejaba fluir, sin propósito, sin saberlo, contra mi cara seria y gastada de hombre, la dulzura y la humildad adolescente de las mejillas violáceas y pecosas.” El demonio que se encierra en la mente del hombre maduro altera la realidad. El yo que narra es también el yo que puede llegar al crimen; pero la adolescente es un resumen de lo que puede desearse en un amor, en el que la mujer actúa pasivamente, deformada imagen del protagonista que observa. Sólo al final del relato sabremos de la sordera de la joven. Es un defecto físico invisible quien confiere mayor misterio a la atención de la joven hacia el hablante, falsa imagen que perturba al narrador. El mismo tema de la adolescente asesinada había sido ya tratado en otro cuento anterior, “La larga historia”, de 1944. La coincidencia y algunos fragmentos idénticos, revelan la perduración de temas en los cuentos de Onetti.
En “el álbum”, los papeles se truecan y es ahora el “yo” adolescente, el narrador; y la mujer, quien encierra todas las experiencias. La “aparición” de la mujer mantiene, también aquí, el necesario misterio que modifica una realidad aparentemente banal. Se nos presenta de forma indirecta: “Hace una semana que está en el hotel, el Plaza; vino sola, dicen que cargada de baúles. Pero toda la mañana y la tarde se las pasa con esta valijita ida y vuelta por el muelle, a toda hora, a las horas en que no llegan ni salen balsas ni lanchas.” Una vez más Onetti recurre al sistema de desvelar sólo parcialmente lo que sabe. Y a recorrer un tiempo del que es el único dueño y señor: “Pero todo esto es un prólogo, porque la verdadera historia sólo empezó una semana después” y aún más adelante: “La verdadera historia empezó un anochecer helado, cuando oíamos llover y cada uno estaba inmóvil y encogido, olvidado del otro.” No se produce tampoco aquí la casi imposible comunicación amorosa. El amor es solamente un deseo. Y la auténtica comunicación entre los personajes es, como antes señalamos, la imaginación compartida; es, también, la “incitación al viaje”. El adolescente busca en la mujer madura no el placer, sino una experiencia de la vida. Ella significa la huida sin peligros y, fundamentalmente, la libertad. Con su desaparición el mundo imaginado se tambalea. Era necesario comprobar su existencia real o una reconfortante realidad que le viene de revolver en su baúl, de “un álbum con tapas de cuero y las iniciales C.M.” Así se justifica al fin la historia y recobra su validez, puesta poco antes en entredicho. No hay en la narración el “dolorido sentir” por la pérdida amorosa. Al fin y al cabo, el autorretrato del narrador nos permite dramatizar una situación dada su cínica filosofía vital: “mientras me vestía, me acomodaba la boina y trataba de reorganizar rápidamente mi confianza en la imbecilidad del mundo, le perdoné el fracaso, estuve trabajando en un estilo de perdón que reflejara mi turbulenta experiencia, mi hastiada madurez”.
El “yo” que narra puede también ser culpable. Y puede serlo, principalmente, por una cierta falta de experiencia o por la crueldad e indiferencia hacia el dolor ajeno. El adolescente de “El álbum” pasa a convertirse en un ser culpable en “Esbjerg, en la costa”. Nuevamente aquí la “invitación al viaje” viene de la mano de otra mujer, “engordada en la ciudad y el ocio”. Un hecho desencadenante, la nostalgia de Kirsten por Dinamarca, será el débil hilo conductor de la narración. Pero interviene la capacidad fabuladora de Onetti que sitúa en un primer plano la relación entre el narrador y el marido de Kirsten. Esta aparece nuevamente como “muy corpulenta, disputándole la cama sin saberlo”, o también “Kirsten es gorda, pesada y debe tener una piel muy hermosa”. Elementos de un realismo poco acorde con la pasión que puede despertar tradicionalmente la figura literaria de la mujer configuran el acto de Montes, el marido corredor de apuestas. Pero conviene poner de relieve la relación que se establece entre el narrador y Montes: “Lo insulté hasta que no pude encontrar nuevas palabras, y usé todas las maneras de humillarlo que se me ocurrieron hasta que quedó indudable que él era un pobre hombre, un sucio amigo, un canalla y un ladrón; y también resultó indudable que él estaba de acuerdo, que no tenía inconvenientes en reconocerlo delante de cualquiera si alguna vez tenía yo el capricho de ordenarle hacerlo. Y también desde aquel lunes quedó establecido que cada vez que yo insinuara que él era un canalla, indirectamente, mezclando la alusión en cualquier charla, estando nosotros en cualquier circunstancia, él habría de comprender al instante el sentimiento de mis palabras y hacerme saber con una sonrisa corta, moviendo apenas hacia un lado el bigote, que me había entendido y que yo tenía razón. No lo convinimos con palabras, pero así sucede desde entonces.” Se establece así una relación característica de humillación de carácter durativo. No es una sola humillación, un acto; sino un estado continuado. De esta forma se refuerza la culpabilidad del “yo” narrador, ya que, aun estando en principio de acuerdo con la culpabilidad de Montes (sin conocer las verdaderas razones que le llevaron a cometerlo, es decir, sin conocer la historia), el hecho no deja de ser despreciable en sí mismo. Pero la condena moral aumenta al analizar el narrador las motivaciones de Montes y al aparecer junto a él la figura nada idealizada de una Kirsten vencida por la nostalgia de su país, por sus propios orígenes. Entre Montes y Kirsten, sin embargo, tampoco se establecen auténticas relaciones de comprensión. Seres aislados, viven sus personales historias sin quejas. Montes la acompaña hasta el muelle y, desde allí, observan los buques que ella no llegará a tomar: “miran hasta que no pueden más, cada uno pensando en cosas tan distintas y escondidas, pero de acuerdo, sin saberlo, en la desesperanza y en la sensación de que cada uno está solo, que siempre resulta asombrosa cuando nos ponemos a pensar”. La narración en tercera persona ha ido desapareciendo (tras sustituir el “yo” culpable) para llegar al significativo final. No se disimula la presencia del autor, no sólo omnisciente, sino intérprete de una realidad construida y tejida de inmoralidades. E! lector no puede tampoco aceptar sin inquietud ni la injusticia del “yo” narrador, ni la que la sociedad establece al no permitir que Kirsten retorne al paisaje natal (al mundo de la infancia), ni la falta de comunicación que impide construir una racional coexistencia en la pareja. Lo negativo -una realidad de carencias- permanece en la narración por encima de cualquier circunstancia. No podemos dejar de compartir con el autor la última conclusión de orden moral emparentada con la literatura existencial: la soledad de todos.
La aparición del narrador se acentúa en “Matías el telegrafista” y es el propio Onetti quien nos define una vez más el sentido último de lo narrado: “Para mí, ya lo saben, los hechos desnudos no significan nada. Lo que importa es lo que contienen o lo que cargan; y después averiguar qué hay detrás de esto y detrás hasta el fondo definitivo que no tocaremos nunca.” Con estas palabras, en efecto, se resumen los propósitos narrativos de Juan Carlos Onetti. Su sistema, en los cuentos y en las novelas, consistirá en ofrecernos un viaje a los últimos significados de las acciones de aquellos personajes que crea. En él, las acciones, las referencias, los signos, alcanzarán otra dimensión, mucho más profunda que en cualquier otro de los novelistas latinoamericanos contemporáneos. Al partir de una psicología trascendentalizada, se alcanzará, en una estructura referencial, el último significado moral que nada tiene que ver con el moralismo. La literatura de Onetti permite siempre una lectura a diversos niveles, que depende básicamente del conocimiento de su obra total. ¿Cómo justificar este mundo desolado, nostálgico, triste como el tango, deshonesto y vacío? Onetti nos alcanza su verdad. En el cuento antes citado indica: “No mentiría; pero la mejor verdad está en lo que cuento aunque, tantas veces, mi relato haya sido desdeñado por anacronismos supuestos.” Esta verdad es también la nuestra a través de la magia del relato y del lenguaje. Admitimos la ficción del narrador y admitimos, con ella, cualquier otro recurso noblemente utilizado. La literatura es un engaño. Pero imperdonable engaño sería que no fuera lo que debe ser. Nada en el mundo de Onetti, sin embargo, traiciona la esencialidad de sus relatos. Y, por ello, podemos no estar de acuerdo con su moral o su filosofía, aunque somos también incapaces de superarlos, de demostrar su inviabilidad en el mundo que el narrador nos ha transmitido. Lo que así se establece es la máxima prueba a que puede someterse un novelista. La justificación de Onetti es los relatos de Onetti: “Nadie, nadie puede saber cómo ni por qué empezó esta historia”, escribe en “Tan triste como ella”. Y añadirá más adelante en un monólogo incrustado cara al público: “En cuanto al narrador, sólo está autorizado a intentar cálculos en el tiempo. Puede reiterar en las madrugadas, en vano, un nombre prohibido de mujer. Puede rogar explicaciones, le está permitido fracasar y limpiarse lágrimas, mocos y blasfemias.” Pero no hay fracasos en los mejores relatos de Onetti, en “Bienvenido, Bob”, en “Jacob y el otro” o en los demás que hemos citado. Sus personajes despiden, dentro de la oscuridad en que se hallan sumidos, una extraña luz. Y esta luz les viene dada por la creación, los recursos del arte de uno de los mejores narradores contemporáneos de lengua española: Juan Carlos Onetti.
Joaquín Marco

1 comentario:

  1. Más de Gonzalez Tuñón, Ferrer en sus geniales facetas, una teoría de la narración de Morosoli y termino leyendo plácidamente el perfil rioplatense de Onetti, tan luego Onetti, tan ahora Onetti. Pues aquí va mi comentario. Tan cerca es de mi el Rió de la Plata y sus poetas estaban volando por la nubes. Se han acercado aquí, dan sus palabras cómo maná de algún bálsamo. Es una invitación a comer cielo de sus manos y uno no sabe cómo se siente pájaro.
    Un abrazo.
    Mercedes Sáenz

    ResponderEliminar