martes, 29 de diciembre de 2009

Mario Delgado Aparaín: EL CUMPLEAÑOS DE JESÚS PELAYO

Realmente, la literatura uruguaya  tiene prosistas poco conocidos en el ámbito de la literatura argentina. Una de las tareas de "higiene del conocimiento" es descubrir y difundir a autores que no necesitan del estímulo de los argentinos para convertirse en escritores de alto vuelo. Este autor que presentamos hoy es uno de ellos. Disfrútenlo (A.A.)


Un cuento de Mario Delgado Aparaín



Mario Delgado Aparaín (Florida, Uruguay, 1949) “el negro”, le llamamos afectuosamente sus amigos cercanos, aunque su piel sea del mismo color que la nuestra. Su humor incisivo, su sólida prosa, su fértil imaginación, lo han convertido en uno de los más grandes narradores del moderno Uruguay. Escribió a cuatro manos, con nuestro mutuo compadre el chileno Luis Sepúlveda, Los Peores cuentos de los Hermanos Grimm. Su obra abarca desde novelas como La Balada de Johnny Sosa (Premio Municipal de Literatura de Montevideo, 1987), Mandato de Madre (Premio Foglia de Novela 1990), Alivio de Luto y No Robarás las Botas de los muertos (Premio Bartolomé Hidalgo de Novela, 2005), todas traducidas a un buen puñado de idiomas, hasta varios volúmenes de cuentos entre los que se encuentran Querido Charles Atlas y El Canto de la Corvina Negra. En este último género se le concedió el Premio Cervantes del Concurso Juan Rulfo, patrocinado por Radio Francia Internacional, por su relato Terribles Ojos Verdes. Actualmente es director de la Intendencia de Artes y Ciencias de la Intendencia Municipal de Montevideo.


EL CUMPLEAÑOS DE JESÚS PELAYO
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Con un zapato negro y el otro marrón, la chaqueta de fino cuero noruego remendado en el hombro donde carga la maleta de lona con las botellas de vinos seleccionados, el Conde de Caraguatá, más conocido como don Pedro P. Pereira Pintor de Puerta y Portal por Precio Proporcional para las Personas Pobres del Parque, abandonó el Parque de los Aliados y tras cuarenta minutos de caminata descansada, llegó hasta el final de la calle Cerrito en la Ciudad Vieja, para saludar en su viernes de cumpleaños a un viejo amigo abandonado por la fortuna. Se trataba de don Jesús Pelayo, un marino asturiano a quien, allá por el año dos mil dos, le fue mal en un negocio de contrabando y decidió no trabajar nunca más.
Cuando llegó al lugar, luego de sortear dos pisos desfondados y los escombros de tres paredes derrumbadas, se encontró con que la reunión ya había empezado. En el centro del antiguo patio español, cubierto hasta principios de los años sesenta por una amplia claraboya que ahora daba paso entero a la luz de la luna, un hombre, una mujer y seis gatos barcinos, departían alrededor de un discreto fuego alimentado por las tablas partidas de un cajón de bananas de la firma “Ruiz y Robaina”.
Excepto los seis gatos, que continuaron echados entre los cajones, los dos se pusieron de pie para saludar al Conde de Caraguatá, a quien esperaban no sólo por su siempre disfrutable presencia, sino también por que él, cuando acordaban este tipo de encuentros, se reservaba para sí la difícil misión de traer el vino para la cena.
— Jesús… ¡Qué gusto verte, muchacho, en esta noche de viernes! ¡Qué los cumplas con salud y ni te pregunto cuántos!
El asturiano oriundo de Cangas de Onís, un hombre de respetable estatura y barba rubia e hirsuta al estilo de los astures salvajes del año 716, le dio un formidable apretón de manos, dejó escapar una ronca risa de ron del Caribe y lo invitó a sentarse a su lado.
— Hombre, que toda la Ciudad Vieja ha estado esperando por ti y como te habéis demorado, solo hemos quedado nosotros para recibirte.
El Conde dejó con cuidado la maleta de lona en el suelo y se presentó como gustaba hacerlo siempre: como Pedro P. Pereira Pintor de Puerta y Portal por Precio Proporcional para Personas Pobres.
Cuando llegó a la señora, una mujer de aspecto caucásico, de unos sesenta años y a quien apodaban “La Rusa”, Jesús Pelayo creyó oportuno detenerse en su presentación y le explicó que la flamante amiga se llamaba en realidad Ekaterina Fonamor, que descendía de la mismísima familia del zar Nicolás y que para librarse de persecuciones y pescuezos rebanados, su padre y su abuelo habían vuelto del revés el apellido Romanof y allí estaba, sana y salva en el puerto de Montevideo.
La señora asintió con una sonrisa milenaria, volvió a sentarse sobre un cajón acolchado con una vieja frazada y se dedicó a armar un tabaco “Cerrito”, concentrada en sus pensamientos.
El Conde comprobó que a la luz del fuego, la mujer aún era bella y sospechó una historia entre ella y el asturiano, pero su discreción le impedía abordar esos asuntos, por lo menos enseguida. De modo que tomó asiento y olfateó la olla que reposaba sobre una parrilla de alambre, absolutamente negra por el tizne. Algo que hervía y olía a orégano y tocino en su interior, le llevó a frotarse las manos con satisfacción adelantada.
— Esto me huele muy bien, Jesús… ¿De qué se trata?
— Que te tengo una sorpresa, Pedropé… En realidad, a los dos se las tengo — dijo, girando los ojos desmesurados entre el Conde y “La Rusa” — Que hoy es mi día y en estos tiempos de homenaje a Don Quijote, quiero deciros que cumplo el mismo día que él: un viernes, joder, un viernes…
— Qué boba soy, no me había dado cuenta… — dijo ella, con ironía bonachona.
— Y… ¿Cuál es la sorpresa entonces? — preguntó el Conde.
— Piensa, hombre, piensa… Que no por linyeras debemos privarnos de ciertos gustos — dijo Jesús, a las risas de ron, mirando la olla en la que la tapa corrida un tanto, dejaba escapar chijetes de vapor que sumaban al ambiente aires misteriosos de laurel.
— Me rindo… Me rindo antes que se queme…
— Pues lo digo de memoria: “…Una olla de algo más vaca que carnero, salpicón las más noches, duelos y quebrantos los sábados, lentejas los viernes, algún palomino de añadidura los domingos, consumían las tres partes de su hacienda…”
El Conde de Caraguatá y Caballero de la Orden de Achar, don Pedro P. Pereira, abrió los brazos con admiración de gloria y los ojos con incredulidad de hambre llana y lisa.
— ¿No me querrás decir que estás cocinando lentejas, muchacho?
— A eso iba cuando te invitaba a pensar. Joder que eres lento, Conde…Pero esto no termina aquí… — dijo en voz más baja, jugando con los silencios del misterio, mientras levantaba la tapa de la olla — A falta de palominos del domingo, he conseguido tres palomas de viernes en la Plaza de Don Mauricio de Zabala, que sin plumas y con ajo, saben igual de sabrosas. Y además, una pata de cordero abandonada por un ingeniero hoy al mediodía en una mesa de “El Palenque”… Para tenerla, hice el sacrificio de esperar cerca de cuarenta minutos, de pie, viendo pasar comida y más comida, hasta que el mismo chez me vino a atender en persona. Y allí he visto que vosotros los uruguayos no sois afectos al ovino. Y el cordero en tiempos de Don Quijote era comida de nobles, pero no la vaca que era de pobres…
El Conde, tocado en el honor, se agachó, revolvió en la maleta de lona y extrajo tres botellas de vino, idénticas y por la mitad.
— Pues creo que estaremos bien acompañados — dijo levantando una de ellas a trasluz del fuego — Aquí tengo un “digestivo” de maravillas… Mmm… Un tintillo Tannat — Merlot, 2002 de la bodega de Fornaro, que agradará a su paladar en particular, señora Ekaterina…
— ¿Por qué le parece eso?
— Bueno, tal vez por las notas de ciruela que tiene y unos magníficos taninos suaves, tersos, redondos, capaces de dejarle en el alma una dulce estela de frutos rojos ya maduros…
— Barbaridad… — dijo ella con más asombro que al principio — Apúrate con ese guiso, Jesús, que no como desde anoche.
El gigantesco astur retiró la olla del fuego y la dejó reposar a su lado para que se enfriase un tanto, pues detestaba las comidas hirvientes. Su barba parecía abrillantada en la penumbra.
El Conde le dedicó una mirada hipnótica a la olla abierta en la que asomaba sobre el caldo la pata de cordero.
— Lentejas… — dijo — Qué fantástico…
— Bueno, en realidad, el noble manchego no debería haber comido jamás lentejas los viernes pues, antiguamente, se creía que las lentejas daban melancolía y que, más temprano que tarde, llevaban a la pérdida de la cordura como le ocurrió de verdad al Ingenioso Hidalgo.
— ¿Cómo sabes todo eso, Jesús? — preguntó “La Rusa”.
— Porque en tiempos de marinero, me leí a bordo a Cervantes de cabo a rabo. Y es que es raro el capítulo del Quijote en que no haya un pasaje referido al comer o a la cocina. Y así tan famosos son los molinos de viento, como las hambres por las que el bueno de Sancho atraviesa por ser fiel escudero de su señor.
Mientras hablaba, Jesús Pelayo iba sirviendo el guiso en tres platos de aluminio abollados, sin cuidarse de chorrear el suelo entre sus pies. El Conde de Caraguatá, mientras tanto, sirvió a cada uno un vaso del Tannat Fornaro que había cargado en la maleta.
— Jamás hubiera imaginado que ese libro diese tanta hambre… — bromeó el Conde.
— Ni que lo digas, Pedropé, ni que lo digas… A poco de empezar a leerlo solo te faltan los olores de sus andanzas, hombre, pues se viene al humo un montón de palabrejas que se te caen las babas de solo pensarlas: perdices escabechadas, hígado de cerdo, morteruelos, gazpachos de pastor, tiznaos, mojetes, arropes, mostillos… Y si quieres más, Pedropé, tienes caldereta de cordero, patatas con conejo, ajoarriero, ajopringue de la Sierra de Alcaraz y aquí me quedo, porque si hablo no como, hombre…
— Que ya es hora de que te des cuenta, charlatán… — dijo “La Rusa”, encorvada sobre el plato.
Y así lo hicieron en silencio durante dos vueltas de guiso de lentejas. Los tres comieron y bebieron a la luz del fuego, mientras los gatos comenzaron a despertar, a estirarse en sí mismos y a esperar por los huesos de las palomas de Don Mauricio de Zabala.
Al fin, el Conde Pedro P. Pereira dejó el plato a un lado y vació el vaso de vino con estudiada lentitud antes de hablar.
— Jesús… ¿De postres ni hablamos, verdad?
— Pues sí, hombre, pues sí… ¿Qué historia contigo? Que tenemos una noche cervantina ¿no? Si mal no recuerdo, leche frita, natillas almendradas, rosquillas, empiñonados, mazapanes y mantecados, son algunos de los dulces que Don Quijote saboreaba. Pues aquí tengo y no me preguntéis de dónde los he conseguido, tres bizcochos borrachos con miel de Canelones a falta de miel de La Alcarria. Uno para cada uno. Muy apreciados por el caballero andante, si señor…
El Conde no salía de su asombro. Degustaba el bizcocho como un niño, se chupaba los dedos y levantaba los ojos al techo donde debió haber estado, en algún tiempo del siglo pasado, una coqueta claraboya de vidrios esmerilados.
Y justo a los postres, por aquel hueco desdentado en las alturas de la Ciudad Vieja, se dejó ver de pronto sobre el caserón, entera, la luna llena.
La rusa Ekaterina, encogida sobre el asiento improvisado y con las rodillas muy juntas, se quedó extasiada mirando hacia arriba como si tuviese frío. Conmovida, sin abandonar la imagen de la luna, lagrimeaba en silencio.
— Vamos… ¿Qué le ocurre a mi amor? — preguntó el gigantesco astur Jesús Pelayo, acercando su cabeza a la de ella.
— No sé, Jesús. No sé qué me pasa… Tal vez ganas de ir juntos a San Petersburgo… Seguro que ese vino me ablandó el corazón…
El Conde de Caraguatá levantó la maleta de lona, metió dentro los envases del vino y dijo que la cena había estado fantástica y que ya era hora de retirarse. Jesús Pelayo cubrió los hombros de Ekaterina con una vieja gabardina y luego acompañó al Conde hasta la calle.
— ¿Crees que el vino le hizo mal, Jesús?
— No es eso, Pedropé… Es la melancolía de las lentejas y no hay caso. Que si abusas, te pasará lo que a Don Quijote, hijo…
El Conde le dio un abrazo de despedida y se echó a andar por la calle Cerrito bajo la luz de la luna. A medida que se alejaba de la Ciudad Vieja, hablaba solo, imaginaba a Jesús Pelayo cobijando a la rusa Ekaterina entre sus brazos de astur salvaje del año 716 y al fin, su propia melancolía se fue disipando hasta desaparecer por completo. Es más, parecía que aquellos taninos del vino, capaces de dejarle en el alma una dulce estela de frutos rojos ya maduros, sobrevivirían el tiempo suficiente como para llegar hasta su refugio en el parque y dormirse en paz, sin pensar en Don Quijote. ■


Mario Delgado Aparaín



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