miércoles, 16 de diciembre de 2009

RESCATES: CARLOS MASTRONARDI


BIOGRAFÍA

Por Alejandro Bekes
Carlos Mastronardi nació en Gualeguay, en la provincia argentina de Entre Ríos, el 7 de octubre de 1901; hizo su escuela secundaria en Concepción del Uruguay, ciudad entrerriana honrada por la sombra de Urquiza. Más o menos a sus veinte años se fue a Buenos Aires, con intención de estudiar abogacía. Allí fue parte de “la grey de MARTÍN FIERRO”, esto es, la vanguardia literaria que, a mediados de los años veinte, se reunía más o menos en torno a la revista de ese nombre. Muchos años después sus personajes, ya ilustres, poblarían las páginas vívidas de Memorias de un provinciano: entre otros, el socrático Macedonio Fernández, el “inocente y temible” Roberto Arlt, el intenso y atribulado Jacobo Fijman, el desconcertante Néstor Ibarra, el joven Borges.
Tiempo después de publicarse su primer libro de poemas, Tierra amanecida (1926), la muerte del padre determinó el regreso de Mastronardi a Gualeguay, experiencia caracterizada en las Memorias como “un período oscuro, un tiempo sin esperanza ni salida” que duró ocho años. Al cabo de ellos, Mastronardi vuelve a Buenos Aires; allí se establece como redactor de EL DIARIO (oficio que ejercerá hasta jubilarse) y publica su tercer libro: Conocimiento de la noche (1937) (1). El resto de su parca literatura cabe en unos pocos títulos. Dos de ensayos: Valéry o la infinitud del método (1955) y Formas de la realidad nacional (1961); uno más de poesía: Siete poemas (1963) y las ya mencionadas Memorias de un provinciano (1967). A estas ediciones hay que añadir la segunda de Conocimiento de la noche (1956, con agregados y variantes) y un cierto número de artículos y poemas dispersos o recogidos en diarios, revistas y antologías. Mastronardi murió en Buenos Aires en 1976. Póstumamente editó la Academia Argentina de Letras sus Poesías completas (1982, al cuidado de Jorge Calvetti), y sus Cuadernos de vivir y de pensar (1984, con prólogo de Juan Carlos Ghiano).
En su vida retirada, el único “detalle” destacado por todos los que los conocieron (y por él mismo) es su costumbre de evitar la luz diurna, de vivir solamente de noche. Heliofobia que algún crítico vinculó a una presunta polaridad presente en su obra, que opondría la luz plena de la provincia al oscuro vacío ciudadano. Esta interpretación, basada en el contraste rotundo y evidente entre los dos primeros poemas de Conocimiento de la noche, puede parecernos un tanto simplista, aunque también reveladora. Leamos ante todo, el párrafo final de las Memorias:
es que los casuales honores, me envanecen las conquistas que perduran hasta confundirse con la vida, y la noche es una de de ellas. Acaso pueda suponerse que me asigno debilidades menores para ganarme el afecto del lector; sin embargo, como ya lo dije, sólo encuentro satisfacción y complacencia en aquellas prácticas personales que no desvirtúan mi naturaleza. Una debilidad menor que mucho me halaga, dado que mi ser la quiere, es el cultivo de la noche. Me jacto de vivir en ella y, por consiguiente, de haber sorteado la violencia diurna de los veranos. Y ello, a pesar de las tareas que debí cumplir en los meses de luz fuerte. Esta orgullosa declaración de heliofobia, por cierto, sólo es un ejemplo. Por encima de los esplendores y de los fracasos, importa, en suma, desplegar en el tiempo, juntando ser y querer, aquello que vive con más fuerza en nosotros. Retribuido por el propio anhelo -nada más necesito- espero como en otros tiempos el pájaro nocturno de Minerva.
A veces el problema de estar se convierte en el problema de ser. A los 30 años y exiliado en Gualeguay, Mastronardi se pregunta si el aislamiento y la soledad no terminarán por convertirlo en un poeta de juegos florales. Para soslayar esa desdicha busca refugio en el silencio (2). No quiere fomentar el equívoco a que fatalmente lo llevaría presentarse como poeta en el ambiente pueblerino…Pero ¿qué será Mastronardi en la Capital? Buenos Aires lo salva del elogio rimado de las pompas locales, pero sólo negativamente, y por un esfuerzo de apartamiento y privación, lo devuelve a sí mismo. El perpetuo fantasma del no ser aparece en la poesía y en la prosa (y sobre todo en la prosa fragmentaria y aparentemente casual) de la madurez. “La quietud deja ver los abismos, y es mejor no verlos” (apunta en un cuaderno de 1966); y unos años o páginas después: “El principio de identidad es una convención útil y provechosa. Nadie sabe quién es. Si yo pudiera identificarme tendría la cifra del universo”.
La mediocridad anodina del pueblo y la ansiedad frenética de Buenos Aires atentan igualmente contra el anhelo de saberse alguien, de estar en algún lugar. Mastronardi les opone una suerte de escepticismo estoico; escribe que “por encima del prestigio y del oro, lo importante es haber vivido según el propio carácter, según la ley interna, es decir, haber hecho lo que se quiso hacer”.
El desgarramiento, sin embargo, aunque voluntariamente despojado de patetismo, aparece evidente para quien sepa verlo entre las líneas precisas de su poesía o en la trama un poco más suelta de su prosa. El lugar de Mastronardi es, desde luego, la provincia; pero no la provincia de ahora, sino la de entonces. Y la provincia de entonces ya no existe sino como reconstrucción elegíaca, porque sólo de lejos las cosas son distintas y se vuelven, impares, nuestros hondos cimientos.
Su provincianismo, resuelto en distancia, se constituye así en una perspectiva privilegiada para contemplar la sociedad y la época, “sin dejarse arrastrar por la inercia de las ideas hechas” (3). Y escribe:
…la época y la sociedad oponen al artista una suerte de
resistencia bruta, la misma resistencia mecánica que el mármol
opone al martillo o al cincel del escultor. Sólo de este modo se
manifiesta su influjo, su fuerza determinante. Esa materia pasiva y dada está en el reino de la necesidad, pero deja de estarlo cuando cuando se transfigura en belleza bajo el laboreo de una mano libre. (4)
Es posible pensar que Mastronardi, al paso de una concepción rigurosa del arte, hubiera podido caer en un mallarmeano culto de la perfección (o de la inanidad) literaria, si no hubiera venido a salvarlo el paisaje: quiero decir, una auténtica imagen poética, y no un artificio desesperado.


Una provincia entera de este mundo, con sus pastajes, sus parvas atardecidas, sus anchos ríos, sus hombres. Claro que tampoco en esa provincia cabe un poeta, porque la patria de un poeta es el mundo; pero la provincia le da encarnación visible, respirable, a la intuición de esa armonía original que merece y exige nuestro canto:
La conozco agraciada, tendida en sueño lúcido…
A la armonía se opone, por supuesto, la realidad, y hay siempre un dejo amargo en el regreso del soñador al mundo de todos, donde rige el principio de contradicción. Mastronardi se resignó mínimamente a la ironía y nunca al cinismo. No buscó complacencia en la aniquilación de los propios o ajenos afectos. Forastero en la gran ciudad, pero también en todo presente, sintió con hondura la condición extranjera del poeta en este siglo implacable. No quiso disimularla, pero tampoco cedió a la facilidad de vivir de su lamento. Su apartamiento no lo llevó a incurrir en el trovar clus ni menos todavía en la petulancia informe de los prosadores de Freud o fragmentadores de Barthes. Al contrario: su secreto (ese secreto que era él mismo) se esconde en la transparencia de un castellano familiar, casi oral por momentos. Trabajó con mano segura un lenguaje lírico a la vez nuestro y universal, cuya progenie remonta a los lúcidos epígonos del modernismo (pienso por ejemplo, en un Baldomero Fernández Moreno), un idioma que aun fue abandonando alardes barrocos –lujos del primer libro- en pro de una retórica casi invisible, cuya complejidad elude la complicación, abre horizontes…
La poesía es un diálogo entre muertos. Mastronardi, creo yo, lo sabía y dejó constancia de ese amargo saber: no en “Luz de provincia”, no en “Tema de la noche y del hombre”, sino en el contraste de esos mundos inconciliables. No hubo en él, sin embargo, queja patética ni tragedia visible. Como volutas de humo del cigarro dejó que se perdieran en silencio sus días. Tal vez no esperó una inmortalidad literaria. Al frente de uno de sus textos estampó la máxima de Epicuro: “Disimula tu vida”. Su voluntad de perfección, “sus virtudes de espléndido artesano”, se aplicaron a esa materia inasible y preciosa que subyace a la memoria incansable de lo perdido.
La poesía de Mastronardi no es meramente la apuesta a un estilo y a unos sentimientos ya pasados de moda. Es también un emblema de la condición del poeta. La provincia perdida es la perdida posibilidad de un cantar compartido, de un lugar entre los hombres aquellos que regían los cielos y el ganado entre pastajes sin límite. No lo comprenderán las mayorías, por supuesto, y menos aún los escritores que se proponen “ser modernos”. Mastronardi nos dejó solamente constancia de esta grieta entre la luz que puebla la memoria, sobre la cual se edifica el mundo poético, y la noche que habitan los despojos actuales del hombre. Allí la imagen del poeta se tiende, resignada, y contempla sin excesiva amargura la extensa contradicción:
Yo en mi estrella, en mi lecho, en mi tabaco.
Y el corazón, señor de la miseria.
Concordia, Entre Ríos, enero de 1998


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(1) El segundo, Tratado de la pena, permanece en el misterio y acaso quedará para siempre en él, ya que su autor lo retiró de circulación poco después de publicarlo, en 1930. No sé de nadie que conserve algún ejemplar.
(2) Y en la amistad del otro poeta de Gualeguay y de Entre Ríos, el extático y semilegendario Juan L. Ortiz.
(3) La frase de Conrado Nalé Roxlo, en su prólogo a las Memorias de un Provinciano. Nalé agrega: “De más está decir que para que se den esas condiciones no basta ser provinciano: hay que ser Carlos Mastronardi”.
(4) Memorias de un provinciano, Prólogo de C.N.Roxlo. Buenos Aires, Ediciones Culturales Argentinas, 1967, pág.259
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(Extracto del Prólogo de “MASTRONARDI, Carlos – Antología poética, La Torre de los panoramas, AMG Editor/ Logroño, España, 1998”. – Se reproduce con la autorización expresa de su autor)


Entrada en el desierto
Dicen que en este lugar he vivido,
pero no reconozco ni personas ni casas,
que si alguna vez miré, se disiparon.
Paso junto a unas puertas y unos patios sin voces,
indescifrables, mudos,
como si los hubiesen dejado en un desierto.
Nada de lo que tuve me espera en este pueblo.
A quién preguntar por aquel árbol
y por aquel jilguero que cantaba
en la serena siesta, si no quedan recuerdos,
y las cosas existen y se afirman
en el pasado mutuo, cuando alguien las comparte
y no se derrumbaron con las almas.
Soy el desconocido, el forastero,
como siempre le ocurre a alguien que retorna
cuando ya se borró lo que fue suyo.
Sólo advierto - quimera y simulacro -
unas sombras ruidosas, unos rostros anónimos.
Quiero saber de aquella madreselva
que era agasajo y sueño de unas tapias
rojizas, vacilantes por el lado del río.
Nadie responde. Llegan los meses agradables
y es otra, sin embargo, esta delicia,
esta luz que en noviembre inspira al pájaro.
Regreso después de años, y me digo
que en los acuerdos íntimos se asienta
la realidad incógnita. No hay señales ni me ampara
esa querida gente que acaso huyó con ella.
Ya no queda ninguna,
ni siquiera enemigos para exaltar el ánimo.
No encuentro el sauce pródigo que me obsequiaba sombra,
ni esa piedra pulida por el tiempo,
ni aquel grillo selvático que esperé muchas tardes.
Yo estaba y era en ellos. Me ayudaron
a cavar el abismo del futuro.
En las cosas me apago,
ya que, agónica y siempre, la versátil sustancia
vacila entre su fin y su principio
en vaivén que consume nuestros días.
Todos han muerto. Espejo sin imagen,
enfrento una penumbra despoblada.
El pasado se adueña de la noche
y anda en el lastimado viento solo,
que al desvelar distancias
sufre un idioma de ladridos pobres.
No hay un alma. Lo extinto reaparece
cuando la vida calla, y se apacigua
para sentir más cerca los ausentes.
Busco una calle, piso unas baldosas,
donde mis lentos pasos no resuenan
y doy con unas casas ignoradas
sin poder recobrarme. Soy ahora el extraño
que ha perdido las huellas del tiempo aquí dejado.
Esperaba un jardín, y miro un páramo.
El mundo real se oculta. Aquí no hay nada.
(Inédito, publicado en El Diario de Paraná, el 23-06-1976)


Los mandatos ocultos
Trabajo para un hombre insospechado
oculto en algún siglo venidero.
Sin saber quién lo manda, está llamado
a ser mi realidad y mi heredero.
Mi paso y el de todos los mortales
oigo en una desierta edad futura.
usando estoy las dichas y los males
que aguardan a una incógnita criatura.
Heredará mi sombra y será suyo
el dulce afán que mueve aquí mi mano,
mas habrá de ignorarlo. Quizá influyo
sobre un sirviente, un juez o un asesino
cuyo puñal esgrimo yo, el arcano.
Esa oscura maraña es el destino.
[Publicado post-mortem en La Nación el 24 de octubre de 1976]

Interior
La madre, que este invierno necesita más lumbre,
remueve alguna brasa y vuelve a dormitar.
Dilata su ojo amigo lloviendo dulcedumbre
la lámpara que mira el grupo familiar.
Muy grave la hermanita se ha dado a masticar
su dulce y su cartilla. Distrae la mansedumbre
del gato una luciérnaga, que empieza a revolar...
Y yo perduro en ésta mi lírica costumbre.
No esperamos a nadie... fluye su agua elsosiego,
y vivir es tan dulce como estar junto al juego.
(Nos conmueve un mal vago de algo nuestro que escapa...
un viejo olor doméstico anuncia los humeantes
tazones que alguien trae..., nos mecen los instantes,
y el alma, como el gato mimoso, se agazapa.
Uno de sus primeros sonetos, aparecido en la popular revista
fundada por Fray Mocho, en 1926

Por Carlos Mastronardi
Aspiro el ramillete de los años
Y siento que estoy muerto en cada olvido.
Mis apariencias todas se gastaron
Alguien se iba de mi crepúsculo...
En mis tiempos marchitos hubo puertos,
Y pañuelos vehementes se alejaron...
desconocidas gentes han partido
del fondo de mi ser ya devastado.
Me quedé en la efusión de cada abrazo
y en los adioses layos y secretos.
De improviso me vi como un extraño
con mi presencia inexplicable y sola
Lo ausente habla un idioma que no alcanzo.
Inútilmente dóblanse las tardes ...
y vamos deshaciendo en los olvidos,
ya dispersé el recuerdo como un ramo.
Los Poetas de Florida
(Centro Editor de América Latina)

3 comentarios:

  1. Andrés, citá la fuente. Gracias!
    Fernando.

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  2. Fernando: todas las entradas tienen fuente y autor. Han sido recopiladas del internet , donde pueden encontrarse todos los textos que figuran en la nota. Mi tarea se ha limitado a la búsqueda, elección y edición de materla.
    Andrés Aldao

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