BIOGRAFÍA
Por Alejandro Bekes
Carlos Mastronardi nació en Gualeguay, en la provincia argentina de Entre Ríos, el 7 de octubre de 1901; hizo su escuela secundaria en Concepción del Uruguay, ciudad entrerriana honrada por la sombra de Urquiza. Más o menos a sus veinte años se fue a Buenos Aires, con intención de estudiar abogacía. Allí fue parte de “la grey de MARTÍN FIERRO”, esto es, la vanguardia literaria que, a mediados de los años veinte, se reunía más o menos en torno a la revista de ese nombre. Muchos años después sus personajes, ya ilustres, poblarían las páginas vívidas de Memorias de un provinciano: entre otros, el socrático Macedonio Fernández, el “inocente y temible” Roberto Arlt, el intenso y atribulado Jacobo Fijman, el desconcertante Néstor Ibarra, el joven Borges.
Tiempo después de publicarse su primer libro de poemas, Tierra amanecida (1926), la muerte del padre determinó el regreso de Mastronardi a Gualeguay, experiencia caracterizada en las Memorias como “un período oscuro, un tiempo sin esperanza ni salida” que duró ocho años. Al cabo de ellos, Mastronardi vuelve a Buenos Aires; allí se establece como redactor de EL DIARIO (oficio que ejercerá hasta jubilarse) y publica su tercer libro: Conocimiento de la noche (1937) (1). El resto de su parca literatura cabe en unos pocos títulos. Dos de ensayos: Valéry o la infinitud del método (1955) y Formas de la realidad nacional (1961); uno más de poesía: Siete poemas (1963) y las ya mencionadas Memorias de un provinciano (1967). A estas ediciones hay que añadir la segunda de Conocimiento de la noche (1956, con agregados y variantes) y un cierto número de artículos y poemas dispersos o recogidos en diarios, revistas y antologías. Mastronardi murió en Buenos Aires en 1976. Póstumamente editó la Academia Argentina de Letras sus Poesías completas (1982, al cuidado de Jorge Calvetti), y sus Cuadernos de vivir y de pensar (1984, con prólogo de Juan Carlos Ghiano).
En su vida retirada, el único “detalle” destacado por todos los que los conocieron (y por él mismo) es su costumbre de evitar la luz diurna, de vivir solamente de noche. Heliofobia que algún crítico vinculó a una presunta polaridad presente en su obra, que opondría la luz plena de la provincia al oscuro vacío ciudadano. Esta interpretación, basada en el contraste rotundo y evidente entre los dos primeros poemas de Conocimiento de la noche, puede parecernos un tanto simplista, aunque también reveladora. Leamos ante todo, el párrafo final de las Memorias:
es que los casuales honores, me envanecen las conquistas que perduran hasta confundirse con la vida, y la noche es una de de ellas. Acaso pueda suponerse que me asigno debilidades menores para ganarme el afecto del lector; sin embargo, como ya lo dije, sólo encuentro satisfacción y complacencia en aquellas prácticas personales que no desvirtúan mi naturaleza. Una debilidad menor que mucho me halaga, dado que mi ser la quiere, es el cultivo de la noche. Me jacto de vivir en ella y, por consiguiente, de haber sorteado la violencia diurna de los veranos. Y ello, a pesar de las tareas que debí cumplir en los meses de luz fuerte. Esta orgullosa declaración de heliofobia, por cierto, sólo es un ejemplo. Por encima de los esplendores y de los fracasos, importa, en suma, desplegar en el tiempo, juntando ser y querer, aquello que vive con más fuerza en nosotros. Retribuido por el propio anhelo -nada más necesito- espero como en otros tiempos el pájaro nocturno de Minerva.
A veces el problema de estar se convierte en el problema de ser. A los 30 años y exiliado en Gualeguay, Mastronardi se pregunta si el aislamiento y la soledad no terminarán por convertirlo en un poeta de juegos florales. Para soslayar esa desdicha busca refugio en el silencio (2). No quiere fomentar el equívoco a que fatalmente lo llevaría presentarse como poeta en el ambiente pueblerino…Pero ¿qué será Mastronardi en la Capital? Buenos Aires lo salva del elogio rimado de las pompas locales, pero sólo negativamente, y por un esfuerzo de apartamiento y privación, lo devuelve a sí mismo. El perpetuo fantasma del no ser aparece en la poesía y en la prosa (y sobre todo en la prosa fragmentaria y aparentemente casual) de la madurez. “La quietud deja ver los abismos, y es mejor no verlos” (apunta en un cuaderno de 1966); y unos años o páginas después: “El principio de identidad es una convención útil y provechosa. Nadie sabe quién es. Si yo pudiera identificarme tendría la cifra del universo”.
La mediocridad anodina del pueblo y la ansiedad frenética de Buenos Aires atentan igualmente contra el anhelo de saberse alguien, de estar en algún lugar. Mastronardi les opone una suerte de escepticismo estoico; escribe que “por encima del prestigio y del oro, lo importante es haber vivido según el propio carácter, según la ley interna, es decir, haber hecho lo que se quiso hacer”.
El desgarramiento, sin embargo, aunque voluntariamente despojado de patetismo, aparece evidente para quien sepa verlo entre las líneas precisas de su poesía o en la trama un poco más suelta de su prosa. El lugar de Mastronardi es, desde luego, la provincia; pero no la provincia de ahora, sino la de entonces. Y la provincia de entonces ya no existe sino como reconstrucción elegíaca, porque sólo de lejos las cosas son distintas y se vuelven, impares, nuestros hondos cimientos.
Su provincianismo, resuelto en distancia, se constituye así en una perspectiva privilegiada para contemplar la sociedad y la época, “sin dejarse arrastrar por la inercia de las ideas hechas” (3). Y escribe:
…la época y la sociedad oponen al artista una suerte de
resistencia bruta, la misma resistencia mecánica que el mármol
opone al martillo o al cincel del escultor. Sólo de este modo se
manifiesta su influjo, su fuerza determinante. Esa materia pasiva y dada está en el reino de la necesidad, pero deja de estarlo cuando cuando se transfigura en belleza bajo el laboreo de una mano libre. (4)
Es posible pensar que Mastronardi, al paso de una concepción rigurosa del arte, hubiera podido caer en un mallarmeano culto de la perfección (o de la inanidad) literaria, si no hubiera venido a salvarlo el paisaje: quiero decir, una auténtica imagen poética, y no un artificio desesperado.
Una provincia entera de este mundo, con sus pastajes, sus parvas atardecidas, sus anchos ríos, sus hombres. Claro que tampoco en esa provincia cabe un poeta, porque la patria de un poeta es el mundo; pero la provincia le da encarnación visible, respirable, a la intuición de esa armonía original que merece y exige nuestro canto:
La conozco agraciada, tendida en sueño lúcido…
A la armonía se opone, por supuesto, la realidad, y hay siempre un dejo amargo en el regreso del soñador al mundo de todos, donde rige el principio de contradicción. Mastronardi se resignó mínimamente a la ironía y nunca al cinismo. No buscó complacencia en la aniquilación de los propios o ajenos afectos. Forastero en la gran ciudad, pero también en todo presente, sintió con hondura la condición extranjera del poeta en este siglo implacable. No quiso disimularla, pero tampoco cedió a la facilidad de vivir de su lamento. Su apartamiento no lo llevó a incurrir en el trovar clus ni menos todavía en la petulancia informe de los prosadores de Freud o fragmentadores de Barthes. Al contrario: su secreto (ese secreto que era él mismo) se esconde en la transparencia de un castellano familiar, casi oral por momentos. Trabajó con mano segura un lenguaje lírico a la vez nuestro y universal, cuya progenie remonta a los lúcidos epígonos del modernismo (pienso por ejemplo, en un Baldomero Fernández Moreno), un idioma que aun fue abandonando alardes barrocos –lujos del primer libro- en pro de una retórica casi invisible, cuya complejidad elude la complicación, abre horizontes…
La poesía es un diálogo entre muertos. Mastronardi, creo yo, lo sabía y dejó constancia de ese amargo saber: no en “Luz de provincia”, no en “Tema de la noche y del hombre”, sino en el contraste de esos mundos inconciliables. No hubo en él, sin embargo, queja patética ni tragedia visible. Como volutas de humo del cigarro dejó que se perdieran en silencio sus días. Tal vez no esperó una inmortalidad literaria. Al frente de uno de sus textos estampó la máxima de Epicuro: “Disimula tu vida”. Su voluntad de perfección, “sus virtudes de espléndido artesano”, se aplicaron a esa materia inasible y preciosa que subyace a la memoria incansable de lo perdido.
La poesía de Mastronardi no es meramente la apuesta a un estilo y a unos sentimientos ya pasados de moda. Es también un emblema de la condición del poeta. La provincia perdida es la perdida posibilidad de un cantar compartido, de un lugar entre los hombres aquellos que regían los cielos y el ganado entre pastajes sin límite. No lo comprenderán las mayorías, por supuesto, y menos aún los escritores que se proponen “ser modernos”. Mastronardi nos dejó solamente constancia de esta grieta entre la luz que puebla la memoria, sobre la cual se edifica el mundo poético, y la noche que habitan los despojos actuales del hombre. Allí la imagen del poeta se tiende, resignada, y contempla sin excesiva amargura la extensa contradicción:
Yo en mi estrella, en mi lecho, en mi tabaco.
Y el corazón, señor de la miseria.
Concordia, Entre Ríos, enero de 1998
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(1) El segundo, Tratado de la pena, permanece en el misterio y acaso quedará para siempre en él, ya que su autor lo retiró de circulación poco después de publicarlo, en 1930. No sé de nadie que conserve algún ejemplar.
(2) Y en la amistad del otro poeta de Gualeguay y de Entre Ríos, el extático y semilegendario Juan L. Ortiz.
(3) La frase de Conrado Nalé Roxlo, en su prólogo a las Memorias de un Provinciano. Nalé agrega: “De más está decir que para que se den esas condiciones no basta ser provinciano: hay que ser Carlos Mastronardi”.
(4) Memorias de un provinciano, Prólogo de C.N.Roxlo. Buenos Aires, Ediciones Culturales Argentinas, 1967, pág.259
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(Extracto del Prólogo de “MASTRONARDI, Carlos – Antología poética, La Torre de los panoramas, AMG Editor/ Logroño, España, 1998”. – Se reproduce con la autorización expresa de su autor)
Entrada en el desierto
Dicen que en este lugar he vivido,
pero no reconozco ni personas ni casas,
que si alguna vez miré, se disiparon.
Paso junto a unas puertas y unos patios sin voces,
indescifrables, mudos,
como si los hubiesen dejado en un desierto.
Nada de lo que tuve me espera en este pueblo.
A quién preguntar por aquel árbol
y por aquel jilguero que cantaba
en la serena siesta, si no quedan recuerdos,
y las cosas existen y se afirman
en el pasado mutuo, cuando alguien las comparte
y no se derrumbaron con las almas.
Soy el desconocido, el forastero,
como siempre le ocurre a alguien que retorna
cuando ya se borró lo que fue suyo.
Sólo advierto - quimera y simulacro -
unas sombras ruidosas, unos rostros anónimos.
Quiero saber de aquella madreselva
que era agasajo y sueño de unas tapias
rojizas, vacilantes por el lado del río.
Nadie responde. Llegan los meses agradables
y es otra, sin embargo, esta delicia,
esta luz que en noviembre inspira al pájaro.
Regreso después de años, y me digo
que en los acuerdos íntimos se asienta
la realidad incógnita. No hay señales ni me ampara
esa querida gente que acaso huyó con ella.
Ya no queda ninguna,
ni siquiera enemigos para exaltar el ánimo.
No encuentro el sauce pródigo que me obsequiaba sombra,
ni esa piedra pulida por el tiempo,
ni aquel grillo selvático que esperé muchas tardes.
Yo estaba y era en ellos. Me ayudaron
a cavar el abismo del futuro.
En las cosas me apago,
ya que, agónica y siempre, la versátil sustancia
vacila entre su fin y su principio
en vaivén que consume nuestros días.
Todos han muerto. Espejo sin imagen,
enfrento una penumbra despoblada.
El pasado se adueña de la noche
y anda en el lastimado viento solo,
que al desvelar distancias
sufre un idioma de ladridos pobres.
No hay un alma. Lo extinto reaparece
cuando la vida calla, y se apacigua
para sentir más cerca los ausentes.
Busco una calle, piso unas baldosas,
donde mis lentos pasos no resuenan
y doy con unas casas ignoradas
sin poder recobrarme. Soy ahora el extraño
que ha perdido las huellas del tiempo aquí dejado.
Esperaba un jardín, y miro un páramo.
El mundo real se oculta. Aquí no hay nada.
(Inédito, publicado en El Diario de Paraná, el 23-06-1976)
Los mandatos ocultos
Trabajo para un hombre insospechado
oculto en algún siglo venidero.
Sin saber quién lo manda, está llamado
a ser mi realidad y mi heredero.
Mi paso y el de todos los mortales
oigo en una desierta edad futura.
usando estoy las dichas y los males
que aguardan a una incógnita criatura.
Heredará mi sombra y será suyo
el dulce afán que mueve aquí mi mano,
mas habrá de ignorarlo. Quizá influyo
sobre un sirviente, un juez o un asesino
cuyo puñal esgrimo yo, el arcano.
Esa oscura maraña es el destino.
[Publicado post-mortem en La Nación el 24 de octubre de 1976]
Interior
La madre, que este invierno necesita más lumbre,
remueve alguna brasa y vuelve a dormitar.
Dilata su ojo amigo lloviendo dulcedumbre
la lámpara que mira el grupo familiar.
Muy grave la hermanita se ha dado a masticar
su dulce y su cartilla. Distrae la mansedumbre
del gato una luciérnaga, que empieza a revolar...
Y yo perduro en ésta mi lírica costumbre.
No esperamos a nadie... fluye su agua elsosiego,
y vivir es tan dulce como estar junto al juego.
(Nos conmueve un mal vago de algo nuestro que escapa...
un viejo olor doméstico anuncia los humeantes
tazones que alguien trae..., nos mecen los instantes,
y el alma, como el gato mimoso, se agazapa.
Uno de sus primeros sonetos, aparecido en la popular revista
fundada por Fray Mocho, en 1926
Por Carlos Mastronardi
Aspiro el ramillete de los años
Y siento que estoy muerto en cada olvido.
Mis apariencias todas se gastaron
Alguien se iba de mi crepúsculo...
En mis tiempos marchitos hubo puertos,
Y pañuelos vehementes se alejaron...
desconocidas gentes han partido
del fondo de mi ser ya devastado.
Me quedé en la efusión de cada abrazo
y en los adioses layos y secretos.
De improviso me vi como un extraño
con mi presencia inexplicable y sola
Lo ausente habla un idioma que no alcanzo.
Inútilmente dóblanse las tardes ...
y vamos deshaciendo en los olvidos,
ya dispersé el recuerdo como un ramo.
Los Poetas de Florida
(Centro Editor de América Latina)
Estas páginas están consagradas a los grandes creadores de la literatura rioplatense, y a los hechos culturales y sociales emparentados con la literatura y la historia, y con Roberto Arlt y Juan Carlos Onetti, dos mitos, dos gigantes.
miércoles, 16 de diciembre de 2009
domingo, 13 de diciembre de 2009
Juan Carlos Onetti: EL OBSTÁCULO

EL OBSTÁCULO
Se fue deteniendo con lentitud, temeroso de que la cesación brusca de los pasos desequilibrara violentamente el conjunto de ruidos mezclados en el silencio. Silencio y sombras en una franja que corría desde el rugido sordo de la usina iluminada hasta las cuatro ventanas del club, mal cerradas para las risas y el choque de los vasos. También, a veces, los tacazos en la mesa de billar. Silencio y sombras acribillados por el temblor de los grillos en la tierra y el de las estrellas en el cielo alto y negro.
Ya debían ser las diez, no había peligro. Dobló a la derecha y entró en el monte, caminando con cuidado sobre el crujir de las hojas, mientras sostenía el saco contra la espalda, los brazos cruzados en el pecho. Oscuro y frío; pero sabía el camino de memoria y la boca entreabierta le iba calentando el pecho, deslizando largas pinceladas tibias bajo la listada camisa gris.
Al lado de la tranquera, pintada de cal, se detuvo nuevamente. Allí empezaba la vereda de ladrillos cuadriculada en blanco que iba hasta la Dirección bajo una peligrosa luz de faroles. Si me ven, digo que no podía dormir. No me van a decir nada. Que salí a tomar aire. Boleó una pierna sobre el tejido, pero un pensamiento lo aquietó, montado en el alambre. ¡Qué cambiado todo! Hace diez años... No pensó más; pero vinieron rápidos los recuerdos, nítidos y familiares a fuerza de ser siempre los mismos... La mañana de verano en que lo trajeron a la escuela... El despacho del director, el hombre gordo que lo mira con cariño atrás de los lentes y lo palmea.
—Tenes cara de bueno, negrito —y riendo porque él era tan pequeño y débil—. Vos no te vas a escapar, ¿verdad?
Giró la otra pierna y quedó sentado. Y no me escapé, nomás. Pero cuando lo jubilaron y vino el alemán. Sonrió... Cuando trajeron al alemán... Se balanceó en el alambre, mirando la huida en el atardecer, el refugio de los cañaverales, los hombres inclinados encima suyo, turnándose para golpearlo.
Hijos de...
Tembló al ruido de la voz y siguió caminando rápidamente entre los árboles. Hijos de perra. Y todos eran iguales. Tropezó en un tronco y miró alrededor, abriendo los ojos. La zanja, el tronco de eucalipto, la lanza del viejo portón... No, más adelante. Siguió. El caso era recordar cuándo pusieron la vereda de ladrillos y los faroles y el alambrado. Estaba seguro de que habian hecho todo junto con el nuevo edificio de la Dirección: pero ahora le parecía ver al profesor de gimnasia mirando trabajar en la vereda. Y como el profesor había venido mucho después de inaugurado el nuevo edificio... Olió el tabaco y se paró, abrazado de espaldas a un árbol ... Sí, allí estaban. Veía enrojecerse suavemente las caras junto a los cigarrillos. Silbó despacio, dos cortos y uno largo. Le contestaron y cruzó en línea recta hasta unirse con los otros que esperaban en el suelo.
—Hola, Negro.
—Salú.
—¿Recién llegas?
Barreiro estaba sentado, agarradas las manos sobre las rodillas. El Flaco fumaba estirado en el pasto, cara al cielo, plantado el cigarrillo entre los labios. Los miró dis-traído y después hacia las ventanas del club. Vaya a saber a qué horas se cansarán de jugar. Ya en el suelo siguió pensando con agrado en el salón del club donde se elevaban las voces entre el flotante humo azulado, en los blancos sillones de cuero y el enorme retrato encima de la chimenea. Y la vereda de ladrillos y la fila de luces colgando sobre la calle no estaban cuando hicieron la casa del director. Seguro; pero, sin embargo, seguía viendo al profesor de gimnasia, con el sombrero de paño blanco y las manos en los bolsillos, diciendo alguna cosa a los hombres que construían la vereda. Encogió los hombros y echó la gorra sobre los ojos.
—Dame un cigarrillo.
Trabajosamente, el Flaco introdujo una mano en el bolsillo del pantalón, le alargó el paquete y volvió a quedarse como antes, el pucho en un lado de la boca, los ojos entrecerrados mirando para arriba. Barreiro le alcanzó fuego:
—¿Y? ¿Esta noche, nomás?
Encendió y tragó con fuerza, calentándose a la humada áspera.
—Sí; en cuanto apaguen las luces del club salimos.
—¿Y no sería mejor cruzar la granja derecho hasta la vía?
—No, vamos por el arroyo.
El otro cruzó nuevamente las manos sobre las piernas... Cuidadosamente, el Flaco tomó el cigarrillo y lo tiró lejos. Dobló la cabeza para mirar extinguirse la brasa. Después escupió, cruzó las manos bajo la nuca y rió suavemente...
—Mirá, Negro... Si al director se le ocurriera esta noche hacerte capataz de la usina. Y vos pasando hambre por ahí...
Volvió a reírse mientras cruzaba las piernas.
—No hay cuidado... Lo van a hacer capataz al adulón de Fernández. Se lo oí al ingeniero esta tarde.
Barreiro lo miró con una sonrisa de simpatía:
—Entonces... ¿te venís con nosotros?
—Y claro... Ya me engañaron bastante.
EL Flaco volvió a reírse y, sin saber por qué, el Negro tuvo ganas de pisarle la cara; pero no dijo nada y siguió fumando, observando entre la niebla del humo los cuadriláteros amarillos en la fachada del club. Sería lindo estar adentro, sentarse en un sillón con los pies sobre la mesa y pedir algo fuerte para tomar. Hacer carambolas y carambolas, sin fallar nunca, hasta cansarse. Jugar a los naipes, él y el director contra el médico y el ingeniero. Una partida de truco en que las manos se le llenarían de flores de treinta y ocho. Pero más lindo que todo eso sería empezar a golpes con los empleados, las luces y las botellas. Hijos de perra...
Entrando en su odio repentino, la risa previa del Flaco tenía algo de insulto personal. Esperó, apretando los dientes.
—¿Sabes que Forchela está mal? Dio vuelta la cabeza rápido, mirando la cara pálida y maligna del otro.
—¡Que reviente!
El flaco volvió a reírse, ahora largamente, temblándole el pecho en sacudidas. Murmuró:
—Qué modo tenes de tratar a tu...
El Negro se incorporó de un salto, fija la mirada en la cara que iba a aplastar bajo el botín.
—¿A mi qué, dijiste?
No le importaba que lo dijeran; no le importaba decirlo él mismo. Pero sabía que el Flaco se burlaba a sus espaldas y lo sentía movido por un despecho amargo
—Vamos, vamos... No se van a pelear ahora —intervíno Barreiro, temeroso de que la disputa hiciera fracasar la fuga—. Yo estuve de tarde en el hospital. Forchela está en un delirio.
Mordió el cigarrillo con rabia v clavó los ojos en las ventanas. Hasta las doce no se irían. Si el enfermero lo dejara entrar...
Barreiro estiró los brazos, bostezando. Luego se acostó.
—¿Por qué no te das una vuelta por el hospital?
El otro subrayó roncamente:
—Claro. Hay que despedirse de los amigos.
El Negro caminó unos pasos, vacilando, tratando de adivinar el pensamiento de los otros. Dijo con fuerza:
—¿Yo? Y a mi qué me importa... —Se puso el saco, agregando entre dientes—: Lo que si voy a dar una vuelta. Total, hasta las doce...
Todavía esperó algo; un movimiento, una frase de protesta y desconfianza que le sirviera para afirmarse en sí mismo. Comprender por qué estaba ahora débil e inquieto. Pero no lo ayudaron o tuvo que irse otra vez entre los árboles, mirando con el ceño apretado las quietas hojas que de trecho en trecho lustraba suavemente algún farol colado entre las ramas.
Hacia diez años. Todo estaba cambiado y el profesor de gimnasia gastaba plácidamente la mañana luminosa charlando con los albañiles. Detrás de los vidrios brillaban simpáticos, los ojos del director, mientras le golpea un hombro. "No te vas a escapar...".
Sacudió la cabeza para sumergirla en otros pensamientos. Dentro de dos horas andarían corriendo por la tierra húmeda, resbalando entre los tubos forrados de las cañas. Buenos Aires. Pensó en la ciudad y quedó desconcertado, rascando la superficie áspera de la tranquera.
Porque detrás del nombre estaban el bajo de Floret, los diarios vendidos en la plaza, la esquina del Banco Español, el primer cigarrillo y el primer hurto en el almacén. Estaba la infancia, ni triste ni alegre, pero con una fisonomía inconfundible de vida distinta, extraña, que no podía entenderse del todo ahora. Pero también estaba el Buenos Aires que habían hecho los relatos de los muchachos y los empleados, las fotografías de los pesados diarios de los domingos. Las canchas de fútbol, la música de los salones de tiro al blanco en Leandro Alem.
Pensativo, pedaleaba en el alambre y una vibración se corría rápida en las sombras. No podía juntar las imágenes, comprender que la ciudad contenía ambas cosas. A veces, Buenos Aires era la gente rodeando el toldo rojo que ponían los sábados de tarde en San José de Flores; otras, una calle flanqueada de carteles a todo color y luces movedizas por donde pasaba la gente riendo y charlando en voz alta. Y siempre había, junto a la puerta cordial de la casa de tiro al blanco, un marinero rubio y borracho, con una rosa prisionera entre los dientes.
Lo sacudió un ruido de pasos, y Barreiro, ya junto a él, no le dio tiempo para asustarse.
—Mirá, Negro.
Hablaba rápido, el cigarrillo en la boca, los puños clavados en la cintura, traduciendo oscuramente algo de resolución y desafío.
—Te aviso que si vos te quedas, nosotros nos vamos a ir, igual.
—Claro que nos vamos. Los tres. ¿A qué viene eso?
Barreiro balanceó la cabeza y dejó de mirarlo.
—No, por nada. Te decía, no más. Que igual nos vamos.
El Negro encogió los hombros. Se atragantó con un montón de palabras y un odio feroz- incomprensible. Mientras Barreiro se asomaba por encima de la tranquera para mirar al club, él respiró con ansia, entornando los ojos.
—Cuándo se irán esos...
Barreiro se ajustó el cinto y se alejó sin ruido metiéndose lento en la oscuridad.
El Negro miró hasta el fin la rava blanca del cuello que se iba deslizando bajo los árboles. Pasó las piernas por encima del alambre y siguió andando en la noche.
Se detuvo, indeciso, aspirando el vago olor a desinfectante. Como un esqueleto de museo, la pérgola del pabellón A. Pensó que tendría que cruzar la gran sala v que los muchachos aún no dormidos lo verían pasar. Vergüenza de que supieran que había venido a esas horas a preguntar por Forchela. Las miradas de burla y los chistes groseros iban a enlazarle las piernas. Se apoyó en las maderas donde se enredaban los rosales. Una flor, la última, escondía los pétalos amarillentos contra el blanco listón. Ya que iban a reírse, que fuera é1 el primero. Cruzaría la sala con una sonrisa cínica, alta !a rosa en la mano.
La arrancó y subió los tres escalones. En el "hall", el enfermero leía sentado en un banco, mientras chupaba el mate con un ronquido;
—Hola, Negro. ¿Qué hacés a estas horas?
—Nada... Me mandaron a ver si estaban guardadas las herramientas y se me ocurrió...
El enfermero se sacó los lentes y lo miró un rato, deteniéndose en la mano que apretaba la gorra v la flor. Pero, a pesar de la invitación abierta que había en la cara del muchacho, no se rió. Tal vez no supiera. Dejó el diario y se levantó con aire cansado.
—¿Te dijeron de Forchela? Si querés verlo... Dificulto que pase la noche.
Lo siguió entre las filas de camas, sin ver nada, colgando ahora la cara en una expresión idiota y escondiendo maquinalmente la rosa en el bolsillo del pantalón. De entre las mantas grises de las camas saltaron palabras hacia él; pero todas caían sin tocarlo, como ven-cidas en el aire por falta de peso.
Solo en la salita, al pie de la cama, trató de luchar contra el sopor que lo envolvía. Se apoyó en los barrotes y sonrió a la cabeza de la almohada. El otro arregló las cobijas, tomó el pulso al enfermo y se incorporó diciendo:
—Si no tenes qué hacer, quédate un rato. Yo estoy preparando un remedio en la farmacia.
El Negro movió la cabeza asintiendo; pero no entendía nada, mirando aterrorizado la cara flaca y enrojecida que Forchela movía acompasadamente, ayudándose a respirar. Quedaba algo del muchacho en el pelo claro, en los dientes donde hacía una raya la luz, acaso en la frente redonda. Pero el resto era de la cara de un hombre viejo, de un hombre repugnantemente avejentado por el vicio.
Miraba fijamente, hipnotizado por un extraño miedo, temeroso de hablar y de moverse, espantado ante la idea de que el otro fuera a despertar, a sonreírle con la boca encendida y marchita, a mirarlo también con sus ojos de vidrio.
Hizo un esfuerzo y logró apartarse de la cama, dan- . do unos silenciosos pasos por el suelo embaldosado. Inútilmente buscó algo en qué detenerse en la limpia pared de azulejos. Junto a la ventana entreabierta, el aire de la noche le sirvió para aferrarse a la idea de la fuga. Antes de la mañana estarían cruzando frente a las caballerizas, a dos cuadras del camino. Al amanecer, en la esquina del almacén... Pero en seguida se dio vuelta, temeroso de ofrecer la espalda, seguro de que si llegaba a descuidarse el moribundo iba a sonreírse, a levantar la cabeza, los párpados, las flacas manos crispadas. Cosas frías y terribles porque la muerte había entrado ya en su cuerpo y cualquier movimiento podría derramarla en el cuarto.
Se acercó a la cama y descolgó el cartón. Nombre: Pedro Panon. Argentino. Diagnóstico. No entendía las extrañas palabras trazadas en letra redonda ni la zigzagueante línea negra que mostraba la fiebre. Entonces suspiró, juntando las cejas, tranquilizado en la cobardía de poder jugar a que estaba absorto en 1a indecisa línea quebrada, analizando cuidadosamente el estado del enfermo. Nada más que un momento; porque en seguida intuyó un significado nuevo y angustioso en el nombre escrito en el cartón. El nombre que designaba al cuerpo inmóvil en la cama y que, sin embargo, ya no era Pedro Panon ni nadie. Volvió a colgar el cuadro, lleno el pecho de una inquietud implacable, moviendo los ojos como un animal en peligro. Suspiró y se fue acercando a la cabeza.
Sí; era necesario tener el valor de caminar hasta que la cabeza quedara debajo de sus ojos y mirarla atentamente, con fría curiosidad. Asi, fuerte en su misterio, la cara le estaba haciendo una invisible mueca de llamado en la pieza silenciosa. Había que ir y ver.
Tomó confianza al reconocerlo con mayor nitidez; la frente y también los ojos. Hasta llegó a sonreírle e insinuar una caricia cpn la mano. Pero de pronto sintió que era preferible no ver nada de la cara del muchacho en aquella a la que la sábana cercenaba el mentón. Era monstruoso comprobar que los rasgos que aún resistían a la enfermedad, los que seguían siendo de su amigo, estaban unidos en este rostro a rasgos extraños y repugnantes. Y ya nunca podrían separarse, fundidos para siempre unos con otros en el calor de la fiebre. Reculó para irse; entonces la cara de viejo de la almohada se movió apenas hacía los lados, paralizándolo. Lo oía respirar más ligero por la nariz temblorosa, mientras que dos líneas de saliva se estiraban en las esquinas de la boca. Ahora ya no podía irse. Encogió el cuerpo hasta sentarse en la silla de hierro, juntas las manos sobre el vientre, y quedó mirando quietamente el flaco perfil, echada hacia adelante la rapada cabeza.
—¿Qué tal? ¿Sigue tranquilo? Vengo en seguida.
Se borró de la puerta la túnica blanca del enfermero. Acomodó el cuerpo en la silla, otra vez solo con la cara angulosa en la almohada, comprendiendo de golpe que era inútil seguir luchando, que estaba preso en la sa-lita del moribundo, que no se iría aquella noche ni nunca. Barreiro y el Flaco resbalarían en la noche hacia los pajonales del río, alcanzarían los potreros antes del amanecer y el sol los iba a encontrar leios, caminando velozmente por la carretera. Y a la noche entrarían en la ciudad del marinero borracho, pasearían por la calle de luces saltarinas. Él no podía irse; tenía que asistir hasta el final el rito misterioso de la muerte.
Se irguió, mirando siempre la roja nariz del enfermo, la baba de la boca torcida. Mordió lentamente el insulto más sucio y un pensamiento le barrió la cara como una sombra de sonrisa. La imagen de los otros, libres, corriendo encorvados por el campo anochecido, le quemaba tenaz en el pecho.
—A mí no me van...
En el "hall" se cruzó con el enfermero. Murmuró algo y saltó los escalones. Empezó a trotar por el camino de tierra, mirando fijo las ventanas del club todavía amarillas de luz.
Seguía mirando la cabeza cuando ya la luz de la mañana extendía en los vidrios azulosos paños. Estaba más pálida y el aire salía y entraba pausadamente, sin molestarla, con un tenue silbido. También se había hecho más pesada y ahora se hundía hasta las orejas en el hueco de la tela, como si la nuca hubiera empleado la noche en un tenaz trabajo de excavación. Y la enfermedad en retirada le iba mostrando nuevamente la cara familiar del muchacho, a la que la luz intensa de la mañana concluía de limpiar las manchas de la fiebre.
—Buenos días. ¿Cómo sigue el enfermo?
El traje gris y los lentes de oro del director. Era extraño que no hubiera oído el automóvil. Atrás, un montón de caras de empleados. Alguien apagó la luz ya inútil. El enfermero, un momento en la puerta. Entre las nubes del sueño, ya casi insoportable, los vio rodear !a cama e inclinarse, mientras hablaban en voz baja. Por la ventana entraba una línea de aire que hacía estremecer el cartón de la quebrada línea negra y un ruido de pasos veloces. Entró el médico, abrochándose la túnica, orillándole en el pelo gruesas gotas de agua. Tomó un rato entre los dedos la flaca muñeca caída sobre la colcha. Luego levantó un párpado de la cabeza, que seguía emblanqueciendo. No recordaba si el médico había dicho "es triste" o "está listo" al director, que se acariciaba la boca con dos dedos, inclinada la cabeza sobre el pecho. La levantó y se dirigió a él, poniéndole una mano en el hombro.
—Quiero darte las gracias; te has portado como un hombre. Hace una hora los encontramos, entre las cañas del río.
Hizo una pausa. El Negro aprovechó para gozar con la idea de la paliza que se habrían llevado los otros y las que los esperaban, durante unas cuantas noches, en la celda del pabellón correccional.
—Además, ha sido muy noble tu actitud al no querer acostarte para cuidar a tu pobre compañero. Yo he impuesto aquí una disciplina de hierro porque era necesario. Pero también sé premiar a los que se lo merecen. Acabo de hablar con el ingeniero. El puesto de capataz en la usina es tuyo. Empezarás a trabajar el lunes. Y ahora es necesario que te vayas a dormir, que buena falta te hace.
El Negro dijo “gracias” y sonrió confuso. Los empleados no sabían si destinar sus caras endurecidas de importancia al cuerpo de la cama, a la fuga que habían impedido o a la generosidad del director. Se fue pensando que éste hablaba como el cura, y, ya en la puerta, saludó al día con un rabioso:
—¡Qué hijo de perra!
¡Qué hijo de perra! murmuró sin saber por quién, mientras se levantaba apretándose los ríñones doloridos. Los otros iban más adelante mezclándose por momentos con la noche que caía rápida. Sobre el cielo ennegrecido, los cuerpos, prolongados en las herramientas de trabajo, hacían extraños dibujos retintos. El guardián vigilaba la fila en regreso, recorriéndola a caballo, alzando el grueso rebenque que colgaba de la muñeca.
El Negro volvió a agacharse entre las ruedas buscando el por qué del tractor descompuesto. Las manos engrasadas tanteaban el frío del hierro. Me parece... Ya es de noche y no tenemos farol. Volvió a verse, camino del cementerio, medio cuerpo endurecido por el peso del ataúd. Ni que estuviera relleno de plomo. Todo el dia sin dormir. Al recuerdo, volvió a clavársele la punzada en los ríñones. Movió las caderas y, trabajosamen- ' te, aflojó una tuerca con la pinza. Y después los discursos, de pie en el frío, muerto de cansancio, idiotizado de sueño. El brazo se alargó, regresando con el cortafrío. Hizo palanca, empujando con todas las fuerzas. Inútil. Entonces cerró los ojos, desolado, inmóvil en cuatro patas junto a la cuchilla de acero de la máquina. Y lo peor no era el cansancio ni el sueño, sino aquella sorda angustia que se revolvía lenta en su pecho desde ayer. Aquello que lo ahogaba sin un momento de tregua y que le era imposible conocer.
El aliento cálido del caballo le acarició la nuca y la voz recia cayó como un chorro.
—¿Y a vos qué te pasa? ¿Todavía no pudiste arreglar eso?
Contestó sin moverse:
—No sé. Sin luz...
Oyó que el otro desmontaba. Sólo entonces abrió los ojos y se incorporó.
—Me parece que no es la tuerca. Habrá que sacar la cuchilla.
El otro se acuclilló, doblando la cabeza para ver mejor. El Negro lanzó los ojos soñolientos hacia el fondo del paisaje, donde los camaradas no eran ya más que una nube negra y larga. Luego miró hacia abajo. Fue entonces que se aquietó la terca angustia en el pecho y una paz enorme entró violentamente en su alma. Ahora todo estaba claro y sencillo; y aunque ni a sí mismo hubiera podido explicar la causa de su repentina dicha, sabía por fin qué era necesario hacer. Como si alguien, invisible en el quieto anochecer helado, le derramara la verdad en los oídos.
El hombre rezongó entre los negros radios de las ruedas. Le acercó la mano en que se balanceaba como una muestra el rebenque coronado en plata.
—¿Tenés un fósforo?
Fue una simple alegría la que lo afirmó en las piernas, apelotonándole los músculos del brazo.
—Si. Tome.
El cortafrío brilló en un rápido viaje circular y golpeó en la cabeza doblada del hombre, junto a la curva oscura de la patilla. No hubo necesidad de más porque el cuerpo se aquietó bajo la máquina, ovillado como para que el calor se le fuera despacio, avaramente. Abrió la mano y la herramienta desapareció en el suelo. Se restregó lentamente contra la tela del pantalón el dorso de la mano que algo acababa de salpicar. Levantó la cabeza al cielo dilatado y entonces la noche se precipitó incontenible en el paisaje, vibrando misteriosa en los astros, en los perros lejanos y en el ruido de clavijas de los charcos.
Venía la noche. Rápidamente se apartó del trarctor y fue a su encuentro. Corrió en línea recta, ágil y alegre, seguro de que la angustia quedaba allí, enfriándose sobre la negra tierra roturada. La gran noche incomprensible y secreta venía veloz en su busca y se deslizaba bajo su cuerpo incansable. Zambulló entre los hilos del alambrado y siguió corriendo. Saltó la zanja con un fragmentado espejo en el fondo y continuó su carrera. Ahora los pies golpeaban locamente en el pasto humedecido, atrayendo vertiginosamente el ombú junto al pozo. Corrió unos metros en arco y tomó a la derecha, arrastrando la larga sombra de luna que acababa de nacerle. El cansancio le sacudía feroz el pecho, abriéndole los labios entre los dientes apretados; pero siguió corriendo, corriendo, apilando minutos y metros, como si aquella felicidad salvaje que se le había aparecido bruscamente lo llevara veloz de la mano, hendiendo la noche de hielo. Entró en el maizal a la carrera: tropezó en seguida, perdiéndose, boca abajo en la sombra.
Giró con los brazos en cruz. Un ardiente dolor en la mejilla lo hizo despertar y abrió los ojos a una pequeña luna redonda, alta ya en el cielo. Se incorporó con cuidado y escuchó. Nada. De rodillas, sacó la cabeza y miró alrededor. Nadie. Se puso de pie y continuó caminando, un poco rengo, temblando a sus espaldas la pequeña sombra circular. Entre los alambres que bordeaban el camino lo fijó un canto de gallo, trepando entrecortado en la noche. Luego, jovialmente, tomó impulso en el alambrado y pasó la zanja. Como una pálida lengua bajo la luna, el camino se iba en la noche. Sacó la mano del bolsillo con la rosa seca y áspera; la tiró a un costado, lejos, restregándose luego los dedos entre sí para separar los restos de la flor. Después apresuró el paso y se fue por el camino, en busca de la noche próxima, que le aguardaba una espera de diez años en la calle enjoyada de luces, con el reguero de detonaciones del salón de tiro al blanco, las grandes risas de sus mujeres, el marinero rubio y tambaleante.
Se fue deteniendo con lentitud, temeroso de que la cesación brusca de los pasos desequilibrara violentamente el conjunto de ruidos mezclados en el silencio. Silencio y sombras en una franja que corría desde el rugido sordo de la usina iluminada hasta las cuatro ventanas del club, mal cerradas para las risas y el choque de los vasos. También, a veces, los tacazos en la mesa de billar. Silencio y sombras acribillados por el temblor de los grillos en la tierra y el de las estrellas en el cielo alto y negro.
Ya debían ser las diez, no había peligro. Dobló a la derecha y entró en el monte, caminando con cuidado sobre el crujir de las hojas, mientras sostenía el saco contra la espalda, los brazos cruzados en el pecho. Oscuro y frío; pero sabía el camino de memoria y la boca entreabierta le iba calentando el pecho, deslizando largas pinceladas tibias bajo la listada camisa gris.
Al lado de la tranquera, pintada de cal, se detuvo nuevamente. Allí empezaba la vereda de ladrillos cuadriculada en blanco que iba hasta la Dirección bajo una peligrosa luz de faroles. Si me ven, digo que no podía dormir. No me van a decir nada. Que salí a tomar aire. Boleó una pierna sobre el tejido, pero un pensamiento lo aquietó, montado en el alambre. ¡Qué cambiado todo! Hace diez años... No pensó más; pero vinieron rápidos los recuerdos, nítidos y familiares a fuerza de ser siempre los mismos... La mañana de verano en que lo trajeron a la escuela... El despacho del director, el hombre gordo que lo mira con cariño atrás de los lentes y lo palmea.
—Tenes cara de bueno, negrito —y riendo porque él era tan pequeño y débil—. Vos no te vas a escapar, ¿verdad?
Giró la otra pierna y quedó sentado. Y no me escapé, nomás. Pero cuando lo jubilaron y vino el alemán. Sonrió... Cuando trajeron al alemán... Se balanceó en el alambre, mirando la huida en el atardecer, el refugio de los cañaverales, los hombres inclinados encima suyo, turnándose para golpearlo.
Hijos de...
Tembló al ruido de la voz y siguió caminando rápidamente entre los árboles. Hijos de perra. Y todos eran iguales. Tropezó en un tronco y miró alrededor, abriendo los ojos. La zanja, el tronco de eucalipto, la lanza del viejo portón... No, más adelante. Siguió. El caso era recordar cuándo pusieron la vereda de ladrillos y los faroles y el alambrado. Estaba seguro de que habian hecho todo junto con el nuevo edificio de la Dirección: pero ahora le parecía ver al profesor de gimnasia mirando trabajar en la vereda. Y como el profesor había venido mucho después de inaugurado el nuevo edificio... Olió el tabaco y se paró, abrazado de espaldas a un árbol ... Sí, allí estaban. Veía enrojecerse suavemente las caras junto a los cigarrillos. Silbó despacio, dos cortos y uno largo. Le contestaron y cruzó en línea recta hasta unirse con los otros que esperaban en el suelo.
—Hola, Negro.
—Salú.
—¿Recién llegas?
Barreiro estaba sentado, agarradas las manos sobre las rodillas. El Flaco fumaba estirado en el pasto, cara al cielo, plantado el cigarrillo entre los labios. Los miró dis-traído y después hacia las ventanas del club. Vaya a saber a qué horas se cansarán de jugar. Ya en el suelo siguió pensando con agrado en el salón del club donde se elevaban las voces entre el flotante humo azulado, en los blancos sillones de cuero y el enorme retrato encima de la chimenea. Y la vereda de ladrillos y la fila de luces colgando sobre la calle no estaban cuando hicieron la casa del director. Seguro; pero, sin embargo, seguía viendo al profesor de gimnasia, con el sombrero de paño blanco y las manos en los bolsillos, diciendo alguna cosa a los hombres que construían la vereda. Encogió los hombros y echó la gorra sobre los ojos.
—Dame un cigarrillo.
Trabajosamente, el Flaco introdujo una mano en el bolsillo del pantalón, le alargó el paquete y volvió a quedarse como antes, el pucho en un lado de la boca, los ojos entrecerrados mirando para arriba. Barreiro le alcanzó fuego:
—¿Y? ¿Esta noche, nomás?
Encendió y tragó con fuerza, calentándose a la humada áspera.
—Sí; en cuanto apaguen las luces del club salimos.
—¿Y no sería mejor cruzar la granja derecho hasta la vía?
—No, vamos por el arroyo.
El otro cruzó nuevamente las manos sobre las piernas... Cuidadosamente, el Flaco tomó el cigarrillo y lo tiró lejos. Dobló la cabeza para mirar extinguirse la brasa. Después escupió, cruzó las manos bajo la nuca y rió suavemente...
—Mirá, Negro... Si al director se le ocurriera esta noche hacerte capataz de la usina. Y vos pasando hambre por ahí...
Volvió a reírse mientras cruzaba las piernas.
—No hay cuidado... Lo van a hacer capataz al adulón de Fernández. Se lo oí al ingeniero esta tarde.
Barreiro lo miró con una sonrisa de simpatía:
—Entonces... ¿te venís con nosotros?
—Y claro... Ya me engañaron bastante.
EL Flaco volvió a reírse y, sin saber por qué, el Negro tuvo ganas de pisarle la cara; pero no dijo nada y siguió fumando, observando entre la niebla del humo los cuadriláteros amarillos en la fachada del club. Sería lindo estar adentro, sentarse en un sillón con los pies sobre la mesa y pedir algo fuerte para tomar. Hacer carambolas y carambolas, sin fallar nunca, hasta cansarse. Jugar a los naipes, él y el director contra el médico y el ingeniero. Una partida de truco en que las manos se le llenarían de flores de treinta y ocho. Pero más lindo que todo eso sería empezar a golpes con los empleados, las luces y las botellas. Hijos de perra...
Entrando en su odio repentino, la risa previa del Flaco tenía algo de insulto personal. Esperó, apretando los dientes.
—¿Sabes que Forchela está mal? Dio vuelta la cabeza rápido, mirando la cara pálida y maligna del otro.
—¡Que reviente!
El flaco volvió a reírse, ahora largamente, temblándole el pecho en sacudidas. Murmuró:
—Qué modo tenes de tratar a tu...
El Negro se incorporó de un salto, fija la mirada en la cara que iba a aplastar bajo el botín.
—¿A mi qué, dijiste?
No le importaba que lo dijeran; no le importaba decirlo él mismo. Pero sabía que el Flaco se burlaba a sus espaldas y lo sentía movido por un despecho amargo
—Vamos, vamos... No se van a pelear ahora —intervíno Barreiro, temeroso de que la disputa hiciera fracasar la fuga—. Yo estuve de tarde en el hospital. Forchela está en un delirio.
Mordió el cigarrillo con rabia v clavó los ojos en las ventanas. Hasta las doce no se irían. Si el enfermero lo dejara entrar...
Barreiro estiró los brazos, bostezando. Luego se acostó.
—¿Por qué no te das una vuelta por el hospital?
El otro subrayó roncamente:
—Claro. Hay que despedirse de los amigos.
El Negro caminó unos pasos, vacilando, tratando de adivinar el pensamiento de los otros. Dijo con fuerza:
—¿Yo? Y a mi qué me importa... —Se puso el saco, agregando entre dientes—: Lo que si voy a dar una vuelta. Total, hasta las doce...
Todavía esperó algo; un movimiento, una frase de protesta y desconfianza que le sirviera para afirmarse en sí mismo. Comprender por qué estaba ahora débil e inquieto. Pero no lo ayudaron o tuvo que irse otra vez entre los árboles, mirando con el ceño apretado las quietas hojas que de trecho en trecho lustraba suavemente algún farol colado entre las ramas.
Hacia diez años. Todo estaba cambiado y el profesor de gimnasia gastaba plácidamente la mañana luminosa charlando con los albañiles. Detrás de los vidrios brillaban simpáticos, los ojos del director, mientras le golpea un hombro. "No te vas a escapar...".
Sacudió la cabeza para sumergirla en otros pensamientos. Dentro de dos horas andarían corriendo por la tierra húmeda, resbalando entre los tubos forrados de las cañas. Buenos Aires. Pensó en la ciudad y quedó desconcertado, rascando la superficie áspera de la tranquera.
Porque detrás del nombre estaban el bajo de Floret, los diarios vendidos en la plaza, la esquina del Banco Español, el primer cigarrillo y el primer hurto en el almacén. Estaba la infancia, ni triste ni alegre, pero con una fisonomía inconfundible de vida distinta, extraña, que no podía entenderse del todo ahora. Pero también estaba el Buenos Aires que habían hecho los relatos de los muchachos y los empleados, las fotografías de los pesados diarios de los domingos. Las canchas de fútbol, la música de los salones de tiro al blanco en Leandro Alem.
Pensativo, pedaleaba en el alambre y una vibración se corría rápida en las sombras. No podía juntar las imágenes, comprender que la ciudad contenía ambas cosas. A veces, Buenos Aires era la gente rodeando el toldo rojo que ponían los sábados de tarde en San José de Flores; otras, una calle flanqueada de carteles a todo color y luces movedizas por donde pasaba la gente riendo y charlando en voz alta. Y siempre había, junto a la puerta cordial de la casa de tiro al blanco, un marinero rubio y borracho, con una rosa prisionera entre los dientes.
Lo sacudió un ruido de pasos, y Barreiro, ya junto a él, no le dio tiempo para asustarse.
—Mirá, Negro.
Hablaba rápido, el cigarrillo en la boca, los puños clavados en la cintura, traduciendo oscuramente algo de resolución y desafío.
—Te aviso que si vos te quedas, nosotros nos vamos a ir, igual.
—Claro que nos vamos. Los tres. ¿A qué viene eso?
Barreiro balanceó la cabeza y dejó de mirarlo.
—No, por nada. Te decía, no más. Que igual nos vamos.
El Negro encogió los hombros. Se atragantó con un montón de palabras y un odio feroz- incomprensible. Mientras Barreiro se asomaba por encima de la tranquera para mirar al club, él respiró con ansia, entornando los ojos.
—Cuándo se irán esos...
Barreiro se ajustó el cinto y se alejó sin ruido metiéndose lento en la oscuridad.
El Negro miró hasta el fin la rava blanca del cuello que se iba deslizando bajo los árboles. Pasó las piernas por encima del alambre y siguió andando en la noche.
Se detuvo, indeciso, aspirando el vago olor a desinfectante. Como un esqueleto de museo, la pérgola del pabellón A. Pensó que tendría que cruzar la gran sala v que los muchachos aún no dormidos lo verían pasar. Vergüenza de que supieran que había venido a esas horas a preguntar por Forchela. Las miradas de burla y los chistes groseros iban a enlazarle las piernas. Se apoyó en las maderas donde se enredaban los rosales. Una flor, la última, escondía los pétalos amarillentos contra el blanco listón. Ya que iban a reírse, que fuera é1 el primero. Cruzaría la sala con una sonrisa cínica, alta !a rosa en la mano.
La arrancó y subió los tres escalones. En el "hall", el enfermero leía sentado en un banco, mientras chupaba el mate con un ronquido;
—Hola, Negro. ¿Qué hacés a estas horas?
—Nada... Me mandaron a ver si estaban guardadas las herramientas y se me ocurrió...
El enfermero se sacó los lentes y lo miró un rato, deteniéndose en la mano que apretaba la gorra v la flor. Pero, a pesar de la invitación abierta que había en la cara del muchacho, no se rió. Tal vez no supiera. Dejó el diario y se levantó con aire cansado.
—¿Te dijeron de Forchela? Si querés verlo... Dificulto que pase la noche.
Lo siguió entre las filas de camas, sin ver nada, colgando ahora la cara en una expresión idiota y escondiendo maquinalmente la rosa en el bolsillo del pantalón. De entre las mantas grises de las camas saltaron palabras hacia él; pero todas caían sin tocarlo, como ven-cidas en el aire por falta de peso.
Solo en la salita, al pie de la cama, trató de luchar contra el sopor que lo envolvía. Se apoyó en los barrotes y sonrió a la cabeza de la almohada. El otro arregló las cobijas, tomó el pulso al enfermo y se incorporó diciendo:
—Si no tenes qué hacer, quédate un rato. Yo estoy preparando un remedio en la farmacia.
El Negro movió la cabeza asintiendo; pero no entendía nada, mirando aterrorizado la cara flaca y enrojecida que Forchela movía acompasadamente, ayudándose a respirar. Quedaba algo del muchacho en el pelo claro, en los dientes donde hacía una raya la luz, acaso en la frente redonda. Pero el resto era de la cara de un hombre viejo, de un hombre repugnantemente avejentado por el vicio.
Miraba fijamente, hipnotizado por un extraño miedo, temeroso de hablar y de moverse, espantado ante la idea de que el otro fuera a despertar, a sonreírle con la boca encendida y marchita, a mirarlo también con sus ojos de vidrio.
Hizo un esfuerzo y logró apartarse de la cama, dan- . do unos silenciosos pasos por el suelo embaldosado. Inútilmente buscó algo en qué detenerse en la limpia pared de azulejos. Junto a la ventana entreabierta, el aire de la noche le sirvió para aferrarse a la idea de la fuga. Antes de la mañana estarían cruzando frente a las caballerizas, a dos cuadras del camino. Al amanecer, en la esquina del almacén... Pero en seguida se dio vuelta, temeroso de ofrecer la espalda, seguro de que si llegaba a descuidarse el moribundo iba a sonreírse, a levantar la cabeza, los párpados, las flacas manos crispadas. Cosas frías y terribles porque la muerte había entrado ya en su cuerpo y cualquier movimiento podría derramarla en el cuarto.
Se acercó a la cama y descolgó el cartón. Nombre: Pedro Panon. Argentino. Diagnóstico. No entendía las extrañas palabras trazadas en letra redonda ni la zigzagueante línea negra que mostraba la fiebre. Entonces suspiró, juntando las cejas, tranquilizado en la cobardía de poder jugar a que estaba absorto en 1a indecisa línea quebrada, analizando cuidadosamente el estado del enfermo. Nada más que un momento; porque en seguida intuyó un significado nuevo y angustioso en el nombre escrito en el cartón. El nombre que designaba al cuerpo inmóvil en la cama y que, sin embargo, ya no era Pedro Panon ni nadie. Volvió a colgar el cuadro, lleno el pecho de una inquietud implacable, moviendo los ojos como un animal en peligro. Suspiró y se fue acercando a la cabeza.
Sí; era necesario tener el valor de caminar hasta que la cabeza quedara debajo de sus ojos y mirarla atentamente, con fría curiosidad. Asi, fuerte en su misterio, la cara le estaba haciendo una invisible mueca de llamado en la pieza silenciosa. Había que ir y ver.
Tomó confianza al reconocerlo con mayor nitidez; la frente y también los ojos. Hasta llegó a sonreírle e insinuar una caricia cpn la mano. Pero de pronto sintió que era preferible no ver nada de la cara del muchacho en aquella a la que la sábana cercenaba el mentón. Era monstruoso comprobar que los rasgos que aún resistían a la enfermedad, los que seguían siendo de su amigo, estaban unidos en este rostro a rasgos extraños y repugnantes. Y ya nunca podrían separarse, fundidos para siempre unos con otros en el calor de la fiebre. Reculó para irse; entonces la cara de viejo de la almohada se movió apenas hacía los lados, paralizándolo. Lo oía respirar más ligero por la nariz temblorosa, mientras que dos líneas de saliva se estiraban en las esquinas de la boca. Ahora ya no podía irse. Encogió el cuerpo hasta sentarse en la silla de hierro, juntas las manos sobre el vientre, y quedó mirando quietamente el flaco perfil, echada hacia adelante la rapada cabeza.
—¿Qué tal? ¿Sigue tranquilo? Vengo en seguida.
Se borró de la puerta la túnica blanca del enfermero. Acomodó el cuerpo en la silla, otra vez solo con la cara angulosa en la almohada, comprendiendo de golpe que era inútil seguir luchando, que estaba preso en la sa-lita del moribundo, que no se iría aquella noche ni nunca. Barreiro y el Flaco resbalarían en la noche hacia los pajonales del río, alcanzarían los potreros antes del amanecer y el sol los iba a encontrar leios, caminando velozmente por la carretera. Y a la noche entrarían en la ciudad del marinero borracho, pasearían por la calle de luces saltarinas. Él no podía irse; tenía que asistir hasta el final el rito misterioso de la muerte.
Se irguió, mirando siempre la roja nariz del enfermo, la baba de la boca torcida. Mordió lentamente el insulto más sucio y un pensamiento le barrió la cara como una sombra de sonrisa. La imagen de los otros, libres, corriendo encorvados por el campo anochecido, le quemaba tenaz en el pecho.
—A mí no me van...
En el "hall" se cruzó con el enfermero. Murmuró algo y saltó los escalones. Empezó a trotar por el camino de tierra, mirando fijo las ventanas del club todavía amarillas de luz.
Seguía mirando la cabeza cuando ya la luz de la mañana extendía en los vidrios azulosos paños. Estaba más pálida y el aire salía y entraba pausadamente, sin molestarla, con un tenue silbido. También se había hecho más pesada y ahora se hundía hasta las orejas en el hueco de la tela, como si la nuca hubiera empleado la noche en un tenaz trabajo de excavación. Y la enfermedad en retirada le iba mostrando nuevamente la cara familiar del muchacho, a la que la luz intensa de la mañana concluía de limpiar las manchas de la fiebre.
—Buenos días. ¿Cómo sigue el enfermo?
El traje gris y los lentes de oro del director. Era extraño que no hubiera oído el automóvil. Atrás, un montón de caras de empleados. Alguien apagó la luz ya inútil. El enfermero, un momento en la puerta. Entre las nubes del sueño, ya casi insoportable, los vio rodear !a cama e inclinarse, mientras hablaban en voz baja. Por la ventana entraba una línea de aire que hacía estremecer el cartón de la quebrada línea negra y un ruido de pasos veloces. Entró el médico, abrochándose la túnica, orillándole en el pelo gruesas gotas de agua. Tomó un rato entre los dedos la flaca muñeca caída sobre la colcha. Luego levantó un párpado de la cabeza, que seguía emblanqueciendo. No recordaba si el médico había dicho "es triste" o "está listo" al director, que se acariciaba la boca con dos dedos, inclinada la cabeza sobre el pecho. La levantó y se dirigió a él, poniéndole una mano en el hombro.
—Quiero darte las gracias; te has portado como un hombre. Hace una hora los encontramos, entre las cañas del río.
Hizo una pausa. El Negro aprovechó para gozar con la idea de la paliza que se habrían llevado los otros y las que los esperaban, durante unas cuantas noches, en la celda del pabellón correccional.
—Además, ha sido muy noble tu actitud al no querer acostarte para cuidar a tu pobre compañero. Yo he impuesto aquí una disciplina de hierro porque era necesario. Pero también sé premiar a los que se lo merecen. Acabo de hablar con el ingeniero. El puesto de capataz en la usina es tuyo. Empezarás a trabajar el lunes. Y ahora es necesario que te vayas a dormir, que buena falta te hace.
El Negro dijo “gracias” y sonrió confuso. Los empleados no sabían si destinar sus caras endurecidas de importancia al cuerpo de la cama, a la fuga que habían impedido o a la generosidad del director. Se fue pensando que éste hablaba como el cura, y, ya en la puerta, saludó al día con un rabioso:
—¡Qué hijo de perra!
¡Qué hijo de perra! murmuró sin saber por quién, mientras se levantaba apretándose los ríñones doloridos. Los otros iban más adelante mezclándose por momentos con la noche que caía rápida. Sobre el cielo ennegrecido, los cuerpos, prolongados en las herramientas de trabajo, hacían extraños dibujos retintos. El guardián vigilaba la fila en regreso, recorriéndola a caballo, alzando el grueso rebenque que colgaba de la muñeca.
El Negro volvió a agacharse entre las ruedas buscando el por qué del tractor descompuesto. Las manos engrasadas tanteaban el frío del hierro. Me parece... Ya es de noche y no tenemos farol. Volvió a verse, camino del cementerio, medio cuerpo endurecido por el peso del ataúd. Ni que estuviera relleno de plomo. Todo el dia sin dormir. Al recuerdo, volvió a clavársele la punzada en los ríñones. Movió las caderas y, trabajosamen- ' te, aflojó una tuerca con la pinza. Y después los discursos, de pie en el frío, muerto de cansancio, idiotizado de sueño. El brazo se alargó, regresando con el cortafrío. Hizo palanca, empujando con todas las fuerzas. Inútil. Entonces cerró los ojos, desolado, inmóvil en cuatro patas junto a la cuchilla de acero de la máquina. Y lo peor no era el cansancio ni el sueño, sino aquella sorda angustia que se revolvía lenta en su pecho desde ayer. Aquello que lo ahogaba sin un momento de tregua y que le era imposible conocer.
El aliento cálido del caballo le acarició la nuca y la voz recia cayó como un chorro.
—¿Y a vos qué te pasa? ¿Todavía no pudiste arreglar eso?
Contestó sin moverse:
—No sé. Sin luz...
Oyó que el otro desmontaba. Sólo entonces abrió los ojos y se incorporó.
—Me parece que no es la tuerca. Habrá que sacar la cuchilla.
El otro se acuclilló, doblando la cabeza para ver mejor. El Negro lanzó los ojos soñolientos hacia el fondo del paisaje, donde los camaradas no eran ya más que una nube negra y larga. Luego miró hacia abajo. Fue entonces que se aquietó la terca angustia en el pecho y una paz enorme entró violentamente en su alma. Ahora todo estaba claro y sencillo; y aunque ni a sí mismo hubiera podido explicar la causa de su repentina dicha, sabía por fin qué era necesario hacer. Como si alguien, invisible en el quieto anochecer helado, le derramara la verdad en los oídos.
El hombre rezongó entre los negros radios de las ruedas. Le acercó la mano en que se balanceaba como una muestra el rebenque coronado en plata.
—¿Tenés un fósforo?
Fue una simple alegría la que lo afirmó en las piernas, apelotonándole los músculos del brazo.
—Si. Tome.
El cortafrío brilló en un rápido viaje circular y golpeó en la cabeza doblada del hombre, junto a la curva oscura de la patilla. No hubo necesidad de más porque el cuerpo se aquietó bajo la máquina, ovillado como para que el calor se le fuera despacio, avaramente. Abrió la mano y la herramienta desapareció en el suelo. Se restregó lentamente contra la tela del pantalón el dorso de la mano que algo acababa de salpicar. Levantó la cabeza al cielo dilatado y entonces la noche se precipitó incontenible en el paisaje, vibrando misteriosa en los astros, en los perros lejanos y en el ruido de clavijas de los charcos.
Venía la noche. Rápidamente se apartó del trarctor y fue a su encuentro. Corrió en línea recta, ágil y alegre, seguro de que la angustia quedaba allí, enfriándose sobre la negra tierra roturada. La gran noche incomprensible y secreta venía veloz en su busca y se deslizaba bajo su cuerpo incansable. Zambulló entre los hilos del alambrado y siguió corriendo. Saltó la zanja con un fragmentado espejo en el fondo y continuó su carrera. Ahora los pies golpeaban locamente en el pasto humedecido, atrayendo vertiginosamente el ombú junto al pozo. Corrió unos metros en arco y tomó a la derecha, arrastrando la larga sombra de luna que acababa de nacerle. El cansancio le sacudía feroz el pecho, abriéndole los labios entre los dientes apretados; pero siguió corriendo, corriendo, apilando minutos y metros, como si aquella felicidad salvaje que se le había aparecido bruscamente lo llevara veloz de la mano, hendiendo la noche de hielo. Entró en el maizal a la carrera: tropezó en seguida, perdiéndose, boca abajo en la sombra.
Giró con los brazos en cruz. Un ardiente dolor en la mejilla lo hizo despertar y abrió los ojos a una pequeña luna redonda, alta ya en el cielo. Se incorporó con cuidado y escuchó. Nada. De rodillas, sacó la cabeza y miró alrededor. Nadie. Se puso de pie y continuó caminando, un poco rengo, temblando a sus espaldas la pequeña sombra circular. Entre los alambres que bordeaban el camino lo fijó un canto de gallo, trepando entrecortado en la noche. Luego, jovialmente, tomó impulso en el alambrado y pasó la zanja. Como una pálida lengua bajo la luna, el camino se iba en la noche. Sacó la mano del bolsillo con la rosa seca y áspera; la tiró a un costado, lejos, restregándose luego los dedos entre sí para separar los restos de la flor. Después apresuró el paso y se fue por el camino, en busca de la noche próxima, que le aguardaba una espera de diez años en la calle enjoyada de luces, con el reguero de detonaciones del salón de tiro al blanco, las grandes risas de sus mujeres, el marinero rubio y tambaleante.
viernes, 11 de diciembre de 2009
BALADA DEL AUSENTE

Balada del ausente
Juan Carlos Onetti
Entonces no me des un motivo por favor
No le des conciencia a la nostalgia,
La desesperación y el juego.
Pensarte y no verte
Sufrir en ti y no alzar mi grito
Rumiar a solas, gracias a ti, por mi culpa,
En lo único que puede ser
Enteramente pensado
Llamar sin voz porque Dios dispuso
Que si
Él tiene compromisos
Si Dios mismo le impide contestar
Con dos dedos el saludo
Cotidiano, nocturno, inevitable
Es necesario aceptar la soledad,
Confortarse hermanado
Con el olor a perro, en esos días húmedos del sur,
En cualquier regreso
En cualquier hora cambiable del crepúsculo
Tu silencio
Y el paso indiferente de Dios que no ve ni saluda
Que no responde al sombrero enlutado
Golpeando las rodillas
Que teme a Dios y se preocupa
Por lo que opine, condene, rezongue, imponga.
No me des conciencia, grito, necesidad ni orden.
Estoy desnudo y lejos, lo que me dejaron
Giro hacia el mundo y su secreto de musgo,
Hacia la claridad dolorosa del mundo,
Desnudo, sólo, desarmado
bamboleo mi cuerpo enmagrecido
Tropiezo y avanzo
Me acerco tal vez a una frontera
A un odio inútil, a su creciente miseria
Y tampoco es consuelo
Esa dulce ilusión de paz y de combate
Porque la lejanía
No es ya, se disuelve en la espera
Graciosa, incomprensible, de ayudarme
A vivir y esperar.
Ningún otro país y para siempre.
Mi pie izquierdo en la barra de bronce
Fundido con ella.
El mozo que comprende, ayuda a esperar, cree lo que ignora.
Se aceptan todas las apuestas:Eternidad, infierno, aventura, estupidez
Pero soy mayor
Ya ni siquiera creo,
En romper espejos
En la noche
Y lamerme la sangre de los dedos
Como si la hubiera traído desde allí
Como si la salobre mentira se espesara
Como si la sangre, pequeño dolor filoso,
Me aproximara a lo que resta vivo, blando y ágil.
Muerto por la distancia y el tiempo
Y yo la, lo pierdo, doy mi vida,
A cambio de vejeces y ambiciones ajenas
Cada día más antiguas, suciamente deseosas y extrañas.
Volver y no lo haré, dejar y no puedo.
Apoyar el zapato en el barrote de bronce
Y esperar sin prisa su vejez, su ajenidad, su diminuto no ser.
La paz y después, dichosamente, en seguida, nada.
Ahí estaré. El tiempo no tocará mi pelo, no inventará arrugas,
no me inflará las mejillas
no me inflará las mejillas
Ahí estaré esperando una cita imposible,
un encuentro que no se cumplirá.
un encuentro que no se cumplirá.
SEMBLANZA DE UN GENIO RIOPLATENTE (escrito por otro genio rioplatense)

Es probable que este texto de Onetti esté publicado dentro de este blog. Es probable. Pero si tenemos la posibilidad de duplicar una gema, un brillante, una perla... ¿por qué no hacerlo? Recomiendo calurosamente este prólogo de Onetti (A.A.)
Semblanza de un genio rioplatense
Juan Carlos Onetti
Quiero aclarar desde el principio que estas páginas se escriben, misteriosamente, porque el editor y el autor estuvieron de acuerdo respecto a su tono. Yo no podría prologar esta novela de ArIt (El Juguete Rabioso -nota del editor) haciendo juicios literarios, sino sociológicos; tampoco podría caer en sentimentalismos fáciles sobre, por ejemplo, el gran escritor prematuramente desaparecido. No podría hacerlo por gustos e incapacidades personales; pero, sobre todo, imagino y sé la gran carcajada que le provocaria a Roberto ArIt cualquier cosa de ese tipo. Oigo su risa desfachatada, repetida en los últimos años por culpa de exégetas y neodescubridores.
Por ese motivo no releí a Roberto ArIt, auncio que esta precaución es excesiva porque lo conozco de memoria, tantos persistentes años pasados. Tampoco quise mirar lo que se publicó sobre él y tengo en mi biblioteca. Supuse más adecuado un encuentro cara a cara, sin mentir ni tolerarle trampas. Creo que es una forma indudable de la amistad, si es que Roberto Arlt tuvo jamás un amigo. Estaba en otra cosa. En consecuencia, quiero pedir perdón por fechas equivocas, por anécdotas ignoradas, tal vez ya contadas.
En aquel tiempo, allá por el 34, yo padecía en Montevideo una soltería o viudez en parte involuntaria. Había vuelto de mi primera excursión a Buenos Aires fracasado y pobre. Pero esto no importaba en exceso porque yo tenía veinticinco años, era austero y casto por pacto de amor, y sobre todo, porque estaba escribiendo una novela “genial” que bauticé Tiempo de abrazar y que nunca llegó a publicarse, tal vez por mala, acaso, simplemente, porque la perdi en alguna mudanza.
Ademas de la novela yo tenía otras cosas, propias de la edad, entre ellas un amigo, Italo Constantini, que vivía en Buenos Aires y jugaba por entonces al Stavroguin.
Entre el 30 y 34 yo había leído, en Buenos Aíres, las novelas de Arlt —El juguete rabioso, Los siete locos, Los lanzallamas, algunos de sus cuentos—, pero lo que daba al escritor una popularidad incomparable eran sus crónicas. “Aguafuertes porteñas”, que publicaba semanalmente en el diario El Mundo.
Los aguafuertes aparecían, al principio, todos los martes y su éxito fue excesivo para los intereses del diario El director, Muzzio Sáenz Peña, comprobó muy pronto que El Mundo, los martes, casi duplicaba la venta de los demás días. Entonces resolvió despistar a los lectores y publicar los “Aguafuertes” cualquier día de la semana. En busca de Arlt no hubo más remedio que comprar El Mundo todos los días, del mismo modo que se persiste en apostar al mismo número de lotería con la esperanza de acertar.
El triunfo periodistico de los “Aguafuertes” es fácil de explicar El hombre común, el pequeño y pequeñísimo burgués de las calles de Buenos Aires, el oficinista, el dueño de un negocio raído, el enorme porcentaje de amargos y descreídos podían leer sus propios pensamientos y tristezas, sus ilusiones pálidas, adivinadas y dichas en su lenguaje de todos los días. Además, el cinismo que ellos sentían sin atreverse a confesión: y, más allá, intuían nebulosamente el talento de quien les estaba contando sus propias vidas, con una sonrisa burlona pero que podía creerse cómplice.
Hablando de cinismo el mencionado Muzzio Sáenz Peña —a quien Arlt entregaba normalmente sus manuscritos para que corrigiera los errores ortográficos— se alarmó porque el escritor habla estado publicando crónicas en revistas de izquierda. Esta inquietud o capricho de ArIt preocupaba a la Administración del diario, temerosa de perder avisos de Ford, Shell, etcétera, encaprichada en conservarlos.
Muzzio llamó a ArIt y le dijo, no era pregunta:—¿Te imaginás en qué lío me estás metiendo?—¿Por eso? No te preocupés que te lo arreglo mañana
(Jorge Luis Borges, el más imporante de los escritores argentinos de la época, dijo en una entrevista reciente que Roberto Arlt pronunciaba el español con un fuerte acento germano o prusiano heredado del padre. Es cierto que el padre era austriaco y un redomado hijo de perra: pero yo creo que la prosodia aritiana era la sublimación del hablar porteño: escatimaba las eses finales y las multiplicaba en mitad de las palabras como un tributo al espiritu de equilibrio que él nunca tuvo.)
Y al día siguiente, después de corregir Muzzio los errores gramaticales, las “Aguafuertes” dileron algo parecido a esto: “Me acerqué a los problemas obreros por curiosidad Lo único que me importaba era conseguir mas material literario y más lectores”.
La anécdota no debe escandalizar a deudos, amigos ni admiradores. El problema ArIt persona en este aspecto es fácil de comprender. Arlt era un artista (me escucha y se burla) y nada había para él más importante que su obra. Como debe ser.
Ahora volvemos a Italo Constantini, a Tiempo de abrazar y a otra temporada en Buenos Aires. Harto de castidad, nostalgia y planes para asesinar a un dictador, busqué refugio por tres dias de Semana Santa en casa de Italo (Kostia); me quedé tres años.
Kostia es una de las personas que he conocido personalmen¬te, hasta el límite de intimidad que él imponía, más inteligentes y sensibles en cuestión literaria. Desgraciadamente para él leyo mi novelón en dos días y al tercero me dijo desde la cama -reiterados gramos de ceniza de Player’s Mediurn en la solapa.
-Esa novela es buena. Hay que publicarla. Mañana vamos a ver a ArIt.
Entonces supe que Kostia era viejo amigo de ArIt. que había crecido con él en Flores, un barrio bonaerense, que probablemente haya participado en las aventuras primeras de El juguete rabioso.
¿Pero quién y cómo era Arlt? Lo imaginé como un compadrito porteño, definición que no puede ser traducida, que llevaría horas para ser explicada y tal vez sin acierto posible.
Por ahora, en la víspera de una entrevista que me parecía inverosímil, supe que Kostia, por lo menos, conocía a muchos proagonistas de Los siete locos y Los lanzallarnas. Claro que Erdosain continuaba invisble, impalpable, porque era el fantasma hecho personaje del mismo Arlt.
Siempre en la víspera, intentaba sondear mi futuro inmediato:
—Pero lo que yo escribo no tiene nada que ver con lo que hace Arlt. ¿Y si no le gusta? ¿Con qué derecho ,vas a imponerle que lea el libro?—Claro que no tiene nada que ver -sonreía Kostia con dulzura. ArIt es un gran novelista. Pero odia lo que podemos llamar literatura entre comillas, Y tu librito, por lo menos, está limpio de eso. No te preocupes -vasos de vino y la solapa aceptando pacientes la misión de cenicero-; lo mas probable es que te mande a la mierda.
La entrevista en El Mundo resultó tan inolvidable como desconcertante. Arlt tenía el privilegio, tan raro en una redaccion, de ocupar una oficina sin compartirla con nadie. Por lo menos en aquel momento, las cuatro de la tarde. Saludo a Kostia:
—Que hacés, malandra.
Y después de las presentaciones Kostia se dedico a divertirse en silencio y aparte El original de la novela quedó encima del escritorio. Roberto ArIt se adhirió a la quietud de su amigo, apenas movió la cabeza para desechar mi paquete de cigarnillos. Tendría entonces unos treinta y cinco anos de edad, una cabeza bien hecha, pálida y saludable, un mechón de pelo negro duro sobre la frente, una expresión desafiante que no era deiiberada. que le habia sido impuesta por la infancia, y que nunca lo abandonaría.
Me estuvo mirando, quieto, hasta colocarme en alguno de sus caprichosos casilleros personales. Comprendi que resultaría inútil, molesto, posiblemente ofensivo hablar de admiraciones y respetos a un hombre como aquél, un hombre impredecible que “siempre estaría en otra cosa”.
Por fin dijo:
—Assi que usted esscribió una novela y Kostia dice que está bien y yo tengo que conseguirle un imprentero.
(En aquel tiempo Buenos Aires no tenia, prácticamente, editoriales. Por desgracia. Hoy, tiene demasiadas, también por desgracia.)
Arlt abrió el manuscrito con pereza y leyo fragmentos de páginas, salteando cinco, salteando diez De esta manera la lectura fue muy rápida. Yo pensaba: demoré casi un año en escribirla Sólo sentí asombro, la sensacion absurda de que la escena hubiera sido planeada.
Finalmente ArIt dejó el manuscrito y se volvió al amigo que fumaba indolente sentado lejos y a su izquierda, casi ajeno.
—Dessime vos, Kostia -preguntó-, ¿yo publiqué una novela este año?—Ninguna. Anunciaste Pero no pasó nada—Es por las “Aguafuertes”, que me tienen loco Todos los días se me aparece alguno con un tema que me jura que es genial. Y todos son amigos del diario y ninguno sabe que los temas de las ‘Aguafuertes” me andan buscando por la calle, o la pensión o donde menos se imaginan. Entonces, si estás seguro que no publiqué ningún libro este año, lo que acabo de leer es la mejor novela que se escribió en Buenos Aires este año, Tenemos que publicarla.
La amnesia fue fingida tan groseramente que mi unica preocupación era desaparecer.
—Te avisé -dijo Kostia.—Sos como yo, no te equivocás nunca con los libros. Por eso no te muestro los originales, porque no quiero andar dudando.Suspiró, puso la mano abierta encima del manuscrito y se acordó de mi.—Claro, usted piensa que lo estoy cachando y tiene ganas de putearme. Pero no es asi. Vea: cuando me alcanza el dinero para comprar libros, me voy a cualquier librería de la calle Corrientes. Y no necesito hacer más que esto, hojear, para estar seguro de si una novela es buena o no La suya es buena y ahora vamos a tomar algo para festejar y divertirnos, hablando de los colegas.
Arlt entró al café Rivadavia y Río de Janeiro, haciendo cruz con el edificio de El Mundo. Era un hombre alto y por aquellos días jugaba a la gimnasia y la salud.
Acaso fuera aquél el mismo cafetín donde la mujer de Erdosain espiara el perfil inmóvil y melancólico de su marido, a través de los vidrios mugrientos, hundido en el humo del tabaco y la máquina del café.
Hablamos de muchas cosas y aquella tarde, hablaba él.Desfilaron casi todos los escritores argentinos contemporáneos y Arlt los citaba con precisión y carcajadas que resonaban extrañas en aquel café de barrio, en aquella hora apacible de la tarde.
—Pero mirá, un tipo que es capaz de escribir en serio una frase como ésta: Y venian la frase y la risa. Pero las burlas de ArIt no tenían relación con las previsibles y rituales de las peñas o capillas literarias. Se reía francamente, porque le parecía absurdo que en los años treinta alguien pudiera escribir o seguir escribiendo con temas y estilos que fueron potables a principios del siglo. No atacaba a nadie por envidia: estaba seguro de ser superior y distinto, de moverse en otro plano.
Evocándolo, puedo imaginar su risa frente al pasajero trucho del boom, frente a los que siguen pagando, con esfuerzo visible, el viaje inútil y grotesco hacia un todo que siempre termina en nada. Arlt, que solo era genial cuando contaba de personas, situaciones y de la conciencia del paraíso inalcanzable.
Un recuerdo que viene al caso, para confundir o aclarar. Alguna vez nos dijo y lo publicó. Cuando aparece por la redaccion (del diario en que trabajaba), un tipo con su manuscrito o me piden que lea un libro de un desconocido que tiene talento, nunca procedo como mis colegas. Estos se asustan y le ponen mil trabas -muy corteses, muy respetuosos y bien educados- al recién venido Yo uso otro procedimiento Yo me dedico a conse¬guirle al nuevo genio toda clase de facilidades para que publique. Nunca falla: un año o dos y el tipo no tiene ya más nada que decir. Enmudece y regresa a las cosas que fueron su vida antes de la aventura literaria.’
Como el prólogo amenaza ser más largo que el libro cuento dos “aguafuertearitianas”:
1) Una mañana sus compañeros de trabajo lo encontraron en a redacción (era otro diario, Crítica, donde Arlt estaba encargado de la sección “Policiaies”) con los pies sin zapatos sobre !a mesa, llorando, los calcetines rotos Tenía enfrente un vaso con una rosa mustia. A las preguntas, a las angustias, contestó: "¿Pero no ven la flor? ¿No se dan cuenta que se esta muriendo?"
Otra mañana estaba calzado pero semimuerto, el mechón de pelo en la cara, negándose a conversar. Acababa de ver el cuerpo de una muchacha, sirvienta, que se habia tirado a la calle desde un quinto o séptimo piso. Fue mudo y grosero durante varios días. Después escribía su primera y mejor obra de teatro Trescientos millones o cifra parecida, basado en la supuesta historia de la muchacha muerta.
2) En aquel tiempo, como ahora, yo vivia apartado de esa consecuente masturbacion que se llama vida literaria. Escribía y escribo y lo demás no importa. Una noche, por casualidad pura me mezclé con Arlt y otros conocidos en un cafetín. El monstruo, antónimo de sagrado, recuerdo, no tomaba alcohol.
Tarde, cuatro o cinco de nosotros aceptamos tomar un taxi para ir a comer. Entre nosotros iba un escritor, también dramaturgo, al que conviene bautizar Pérez Encina. En el viaje se habló, claro, de literatura. Arlt miraba en silencio las luces de la calle Cerca de nuestro destino -una calle torcida, un bodegón que se fingia italiano- Perez Encina dijo:
—Cuando estrené La casa vendida...
Entonces ArIt resucitó de la sombra y empezó a reír y siguió riendo hasta que el taxi se detuvo y alguno pagó el viaje. Continuaba riendo apoyado en la pared del bodegón y, sospecho, todos pensamos que le había llegado un muy previsible ataque de locura. Por fin se acabó la risa y dijo calmoso y serio:
—A vos, Pérez Encina, nadie te da patente de inteligencia. Pero sos el premio Nobel de la memoria. ¡Sos la única persona en el mundo que se acuerda de La casa vendida!
La numerosa tribu de los maniqueos puede elegir entre las dos anécdotas. Yo creo en la sinceridad de una y otra y no doy opinión sobre la persona Roberto Arlt. Que, por otra parte, me interesa menos que sus libros.
A esta altura pienso que hay bastantes recuerdos y es, sería, necesario hablar del libro. Pero siempre he creído, además, que a los lectores, lo único que importa de verdad -y esto es demostrable- no son niños necesitados de que los ayuden a atravesar las tinieblas para esquivar las zanjas o llegar al baño. Ellos, los lectores, son siempre los que dicen la última, definitiva palabra después de la verborragia-critica que se adhiere a las primeras ediciones.
Esto no es un ensayo crítico -seria incapaz de hacerlo seriamente-, sino una simple semblanza, muy breve en realidad si la comparo con lo que recuerdo ahora mismo, esta noche de mayo en un lugar que ustedes no conocen y se llama Montevideo. Una semblanza de un tipo llamado Roberto ArIt, destinado a escribir.
Y el destino, supongo, sabe lo que hace. Porque el pobre hombre se defendió inventando medias irrompibles, rosas eternas, motores de superexplosión, gases para concluir con una ciudad.
Pero fracasó siempre y tal vez de ahi irrumpieran en este libro metáforas industriales, químicas, geométricas. Me consta que tuvo fe y que trabajó en sus fantasías con seriedad y métodos germanos.
Pero había nacido para escribir sus desdichas infantiles, adolescentes, adultas. Lo hizo con rabia y con genio, cosas que le sobraban.
Todo Buenos Aires, por lo menos, leyó este libro. Los intelectuales interrumpieron los dry martinis para encoger los hombros y rezongar piadosamente que ArIt no sabía escribir. No sabía, es cierto, y desdeñaba el idioma de los mandarines: pero sí dominaba la lengua y los problemas de millones de argentinos, in¬capaces de comentarlo en artículos literarios, capaces de comprenderlo y sentirlo como amigo que acude —hosco, silencioso o cinico— en la hora de la angustia.
Arlt nació y soportó la infancia en ese limite fijo que los estadigrafos de todos los gobiernos de este mundo llaman miseria-pobreza: soportó a un padre de sangre pura que le decia, a cada travesura mañana a las seis te voy a dar una paliza. Arlt trató de contarnos, y tal vez pudo hacerlo en su primera novela, los insomnios en que miraba la negrura de una pequeña ventana, viendo el anuncio de la mañana implacable.
Supe que leyó Dostoyevski en miserables ediciones argentinas de su época. Humillados y ofendidos, sin duda alguna. Después descubrió Rocambole y creyó. Era, literariamente, un asombroso semianalfabeto. Nunca plagió a nadie; robó sin darse cuenta.
Sin embargo, yo persisto, era un genio. Y, antes del final, una observación: por si todavía quedan lombrosianos es justo decr que los huesos frontales del genio muestran una protuberancia en el entrecejo. En Roberto Arlt el rasgo era muy notable; yo no lo tengo.
Y ahora, por desgracia, reaparece la palabra “desconcertante". Pero, ya que está expuesta, vamos a mirarla de cerca Corno viejos admiradores de Arli, como antiguos charlatanes y discutidores, hemos comprobado que las objeciones de los más cultos sobre la obra de Roberto Arlt son dificiles de rebatir Ni siquiera el afán de ganar una polémica durante algunos minutos me permitió nunca decir que no a los numerosos cargos que tuve que escuchar y que sin embargo, curiosamente, nadie se atreve a publicar. Vamos a elegir los más contundentes, los más definitivos en apariencia.
1) Roberto Arlt tradujo a Dostoyevski al lunfardo, La novela que integran Los siete locos y Los lanzallamas nació de Los demonios. No sólo el tema, sino también situaciones y personajes. Maria Timofoyevna Lebiádkikna, “la coja”, es fácil de reconocer, se llama aquí Hipólita, Stavroguin es reconstruido con el Astrólo¬go; y otros; el diablo, puntualmente se le aparece tantas veces a Erdosain como a Iván Karamázov.
2) La obra de ArIt puede ser un ejemplo de carencia de autocrítica. De sus nueve cuentos recogidos en libro, este lector envidia dos: Las fieras, Ester Primavera y desprecia el resto.
3) Su estilo es con frecuencia enemigo personal de la gramática.
4) Las “Aguafuertes porteñas” son, en su mayoría, perfectamente desdeñables.
Las objeciones siguen pero éstas son las principales y bastan.
Los anteriores cuatro argumentos del abogado del diablo son, repetimos, irrebatibles. Seguimos profunda, detinitivamente convencidos de que si algún habitante de estas humildes playas logró acercarse a la genialidad literaria, llevaba por nombre el de Roberto ArIt. No hemos podido nunca demostrarlo. Nos ha sido imposible abrir un libro suyo y dar a leer el capítulo o la página o la frase capaces de convencer al contradictor. Desarmados, hemos preferido creer que la suerte nos había provisto, por lo menos, de la facultad de la intuición literaria. Y este don no puede ser transmitido.
Hablo de arte y de un gran, extraño artista. En este terreno, poco pueden moverse los gramáticos, los estetas, los profesores. O, mejor dicho, pueden moverse mucho pero no avanzar. El tema de ArIt era el del hombre desesperado, del hombre que sabe -o inventa- que sólo una delgada o invencible pared nos está separando a todos de la felicidad indudable, que comprende que ‘es inútil que progrese la ciencia sí continuamos manteniendo duro y agrio el corazón como era el de los seres humanos hace mil años’.
Hablo de un escritor que comprendió cómo nadie la ciudad en que le tocó nacer. Más profundamente, quizá, que los que escribieron música y letra de tangos inmortales. Hablo de un novelista que será mucho mayor de aquí que pasen los años -a esta carta se puede apostar- y que, incomprensiblemente, es casi desconocido en el mundo.
Dedicado a catequizar, distribuí libros de Roberto Arlt. Alguno fue devuelto después de haber señalado con lápiz, sin distracciones, todos los errores ortográficos, todos los torbellinos de la sintaxis. Quien cumplió la tarea tiene razón. Pero siempre hay compensaciones; no nos escribirá nunca nada equivalente a La agonía del rufián melancólico, o El humillado o a Hafíner cae.
No nos dirá nunca, de manera torpe, genial y convincente, que nacer significa la aceptación de un pacto monstruoso y que, sin embargo, estar vivo es la única verdadera maravilla posible. Y tampoco nos dirá que, absurdamente, más vale persistir.
Y, en otro plano del arltismo: ¿quién nos va a reproducir la mejilla pensativa, el perfil desgraciado y cinico de Roberto Arlt en el sucio boliche bonaerense de Rio de Janeiro y Rivadavia, cuando se llamaba Erdosain?
Por ese motivo no releí a Roberto ArIt, auncio que esta precaución es excesiva porque lo conozco de memoria, tantos persistentes años pasados. Tampoco quise mirar lo que se publicó sobre él y tengo en mi biblioteca. Supuse más adecuado un encuentro cara a cara, sin mentir ni tolerarle trampas. Creo que es una forma indudable de la amistad, si es que Roberto Arlt tuvo jamás un amigo. Estaba en otra cosa. En consecuencia, quiero pedir perdón por fechas equivocas, por anécdotas ignoradas, tal vez ya contadas.
En aquel tiempo, allá por el 34, yo padecía en Montevideo una soltería o viudez en parte involuntaria. Había vuelto de mi primera excursión a Buenos Aires fracasado y pobre. Pero esto no importaba en exceso porque yo tenía veinticinco años, era austero y casto por pacto de amor, y sobre todo, porque estaba escribiendo una novela “genial” que bauticé Tiempo de abrazar y que nunca llegó a publicarse, tal vez por mala, acaso, simplemente, porque la perdi en alguna mudanza.
Ademas de la novela yo tenía otras cosas, propias de la edad, entre ellas un amigo, Italo Constantini, que vivía en Buenos Aires y jugaba por entonces al Stavroguin.
Entre el 30 y 34 yo había leído, en Buenos Aíres, las novelas de Arlt —El juguete rabioso, Los siete locos, Los lanzallamas, algunos de sus cuentos—, pero lo que daba al escritor una popularidad incomparable eran sus crónicas. “Aguafuertes porteñas”, que publicaba semanalmente en el diario El Mundo.
Los aguafuertes aparecían, al principio, todos los martes y su éxito fue excesivo para los intereses del diario El director, Muzzio Sáenz Peña, comprobó muy pronto que El Mundo, los martes, casi duplicaba la venta de los demás días. Entonces resolvió despistar a los lectores y publicar los “Aguafuertes” cualquier día de la semana. En busca de Arlt no hubo más remedio que comprar El Mundo todos los días, del mismo modo que se persiste en apostar al mismo número de lotería con la esperanza de acertar.
El triunfo periodistico de los “Aguafuertes” es fácil de explicar El hombre común, el pequeño y pequeñísimo burgués de las calles de Buenos Aires, el oficinista, el dueño de un negocio raído, el enorme porcentaje de amargos y descreídos podían leer sus propios pensamientos y tristezas, sus ilusiones pálidas, adivinadas y dichas en su lenguaje de todos los días. Además, el cinismo que ellos sentían sin atreverse a confesión: y, más allá, intuían nebulosamente el talento de quien les estaba contando sus propias vidas, con una sonrisa burlona pero que podía creerse cómplice.
Hablando de cinismo el mencionado Muzzio Sáenz Peña —a quien Arlt entregaba normalmente sus manuscritos para que corrigiera los errores ortográficos— se alarmó porque el escritor habla estado publicando crónicas en revistas de izquierda. Esta inquietud o capricho de ArIt preocupaba a la Administración del diario, temerosa de perder avisos de Ford, Shell, etcétera, encaprichada en conservarlos.
Muzzio llamó a ArIt y le dijo, no era pregunta:—¿Te imaginás en qué lío me estás metiendo?—¿Por eso? No te preocupés que te lo arreglo mañana
(Jorge Luis Borges, el más imporante de los escritores argentinos de la época, dijo en una entrevista reciente que Roberto Arlt pronunciaba el español con un fuerte acento germano o prusiano heredado del padre. Es cierto que el padre era austriaco y un redomado hijo de perra: pero yo creo que la prosodia aritiana era la sublimación del hablar porteño: escatimaba las eses finales y las multiplicaba en mitad de las palabras como un tributo al espiritu de equilibrio que él nunca tuvo.)
Y al día siguiente, después de corregir Muzzio los errores gramaticales, las “Aguafuertes” dileron algo parecido a esto: “Me acerqué a los problemas obreros por curiosidad Lo único que me importaba era conseguir mas material literario y más lectores”.
La anécdota no debe escandalizar a deudos, amigos ni admiradores. El problema ArIt persona en este aspecto es fácil de comprender. Arlt era un artista (me escucha y se burla) y nada había para él más importante que su obra. Como debe ser.
Ahora volvemos a Italo Constantini, a Tiempo de abrazar y a otra temporada en Buenos Aires. Harto de castidad, nostalgia y planes para asesinar a un dictador, busqué refugio por tres dias de Semana Santa en casa de Italo (Kostia); me quedé tres años.
Kostia es una de las personas que he conocido personalmen¬te, hasta el límite de intimidad que él imponía, más inteligentes y sensibles en cuestión literaria. Desgraciadamente para él leyo mi novelón en dos días y al tercero me dijo desde la cama -reiterados gramos de ceniza de Player’s Mediurn en la solapa.
-Esa novela es buena. Hay que publicarla. Mañana vamos a ver a ArIt.
Entonces supe que Kostia era viejo amigo de ArIt. que había crecido con él en Flores, un barrio bonaerense, que probablemente haya participado en las aventuras primeras de El juguete rabioso.
¿Pero quién y cómo era Arlt? Lo imaginé como un compadrito porteño, definición que no puede ser traducida, que llevaría horas para ser explicada y tal vez sin acierto posible.
Por ahora, en la víspera de una entrevista que me parecía inverosímil, supe que Kostia, por lo menos, conocía a muchos proagonistas de Los siete locos y Los lanzallarnas. Claro que Erdosain continuaba invisble, impalpable, porque era el fantasma hecho personaje del mismo Arlt.
Siempre en la víspera, intentaba sondear mi futuro inmediato:
—Pero lo que yo escribo no tiene nada que ver con lo que hace Arlt. ¿Y si no le gusta? ¿Con qué derecho ,vas a imponerle que lea el libro?—Claro que no tiene nada que ver -sonreía Kostia con dulzura. ArIt es un gran novelista. Pero odia lo que podemos llamar literatura entre comillas, Y tu librito, por lo menos, está limpio de eso. No te preocupes -vasos de vino y la solapa aceptando pacientes la misión de cenicero-; lo mas probable es que te mande a la mierda.
La entrevista en El Mundo resultó tan inolvidable como desconcertante. Arlt tenía el privilegio, tan raro en una redaccion, de ocupar una oficina sin compartirla con nadie. Por lo menos en aquel momento, las cuatro de la tarde. Saludo a Kostia:
—Que hacés, malandra.
Y después de las presentaciones Kostia se dedico a divertirse en silencio y aparte El original de la novela quedó encima del escritorio. Roberto ArIt se adhirió a la quietud de su amigo, apenas movió la cabeza para desechar mi paquete de cigarnillos. Tendría entonces unos treinta y cinco anos de edad, una cabeza bien hecha, pálida y saludable, un mechón de pelo negro duro sobre la frente, una expresión desafiante que no era deiiberada. que le habia sido impuesta por la infancia, y que nunca lo abandonaría.
Me estuvo mirando, quieto, hasta colocarme en alguno de sus caprichosos casilleros personales. Comprendi que resultaría inútil, molesto, posiblemente ofensivo hablar de admiraciones y respetos a un hombre como aquél, un hombre impredecible que “siempre estaría en otra cosa”.
Por fin dijo:
—Assi que usted esscribió una novela y Kostia dice que está bien y yo tengo que conseguirle un imprentero.
(En aquel tiempo Buenos Aires no tenia, prácticamente, editoriales. Por desgracia. Hoy, tiene demasiadas, también por desgracia.)
Arlt abrió el manuscrito con pereza y leyo fragmentos de páginas, salteando cinco, salteando diez De esta manera la lectura fue muy rápida. Yo pensaba: demoré casi un año en escribirla Sólo sentí asombro, la sensacion absurda de que la escena hubiera sido planeada.
Finalmente ArIt dejó el manuscrito y se volvió al amigo que fumaba indolente sentado lejos y a su izquierda, casi ajeno.
—Dessime vos, Kostia -preguntó-, ¿yo publiqué una novela este año?—Ninguna. Anunciaste Pero no pasó nada—Es por las “Aguafuertes”, que me tienen loco Todos los días se me aparece alguno con un tema que me jura que es genial. Y todos son amigos del diario y ninguno sabe que los temas de las ‘Aguafuertes” me andan buscando por la calle, o la pensión o donde menos se imaginan. Entonces, si estás seguro que no publiqué ningún libro este año, lo que acabo de leer es la mejor novela que se escribió en Buenos Aires este año, Tenemos que publicarla.
La amnesia fue fingida tan groseramente que mi unica preocupación era desaparecer.
—Te avisé -dijo Kostia.—Sos como yo, no te equivocás nunca con los libros. Por eso no te muestro los originales, porque no quiero andar dudando.Suspiró, puso la mano abierta encima del manuscrito y se acordó de mi.—Claro, usted piensa que lo estoy cachando y tiene ganas de putearme. Pero no es asi. Vea: cuando me alcanza el dinero para comprar libros, me voy a cualquier librería de la calle Corrientes. Y no necesito hacer más que esto, hojear, para estar seguro de si una novela es buena o no La suya es buena y ahora vamos a tomar algo para festejar y divertirnos, hablando de los colegas.
Arlt entró al café Rivadavia y Río de Janeiro, haciendo cruz con el edificio de El Mundo. Era un hombre alto y por aquellos días jugaba a la gimnasia y la salud.
Acaso fuera aquél el mismo cafetín donde la mujer de Erdosain espiara el perfil inmóvil y melancólico de su marido, a través de los vidrios mugrientos, hundido en el humo del tabaco y la máquina del café.
Hablamos de muchas cosas y aquella tarde, hablaba él.Desfilaron casi todos los escritores argentinos contemporáneos y Arlt los citaba con precisión y carcajadas que resonaban extrañas en aquel café de barrio, en aquella hora apacible de la tarde.
—Pero mirá, un tipo que es capaz de escribir en serio una frase como ésta: Y venian la frase y la risa. Pero las burlas de ArIt no tenían relación con las previsibles y rituales de las peñas o capillas literarias. Se reía francamente, porque le parecía absurdo que en los años treinta alguien pudiera escribir o seguir escribiendo con temas y estilos que fueron potables a principios del siglo. No atacaba a nadie por envidia: estaba seguro de ser superior y distinto, de moverse en otro plano.
Evocándolo, puedo imaginar su risa frente al pasajero trucho del boom, frente a los que siguen pagando, con esfuerzo visible, el viaje inútil y grotesco hacia un todo que siempre termina en nada. Arlt, que solo era genial cuando contaba de personas, situaciones y de la conciencia del paraíso inalcanzable.
Un recuerdo que viene al caso, para confundir o aclarar. Alguna vez nos dijo y lo publicó. Cuando aparece por la redaccion (del diario en que trabajaba), un tipo con su manuscrito o me piden que lea un libro de un desconocido que tiene talento, nunca procedo como mis colegas. Estos se asustan y le ponen mil trabas -muy corteses, muy respetuosos y bien educados- al recién venido Yo uso otro procedimiento Yo me dedico a conse¬guirle al nuevo genio toda clase de facilidades para que publique. Nunca falla: un año o dos y el tipo no tiene ya más nada que decir. Enmudece y regresa a las cosas que fueron su vida antes de la aventura literaria.’
Como el prólogo amenaza ser más largo que el libro cuento dos “aguafuertearitianas”:
1) Una mañana sus compañeros de trabajo lo encontraron en a redacción (era otro diario, Crítica, donde Arlt estaba encargado de la sección “Policiaies”) con los pies sin zapatos sobre !a mesa, llorando, los calcetines rotos Tenía enfrente un vaso con una rosa mustia. A las preguntas, a las angustias, contestó: "¿Pero no ven la flor? ¿No se dan cuenta que se esta muriendo?"
Otra mañana estaba calzado pero semimuerto, el mechón de pelo en la cara, negándose a conversar. Acababa de ver el cuerpo de una muchacha, sirvienta, que se habia tirado a la calle desde un quinto o séptimo piso. Fue mudo y grosero durante varios días. Después escribía su primera y mejor obra de teatro Trescientos millones o cifra parecida, basado en la supuesta historia de la muchacha muerta.
2) En aquel tiempo, como ahora, yo vivia apartado de esa consecuente masturbacion que se llama vida literaria. Escribía y escribo y lo demás no importa. Una noche, por casualidad pura me mezclé con Arlt y otros conocidos en un cafetín. El monstruo, antónimo de sagrado, recuerdo, no tomaba alcohol.
Tarde, cuatro o cinco de nosotros aceptamos tomar un taxi para ir a comer. Entre nosotros iba un escritor, también dramaturgo, al que conviene bautizar Pérez Encina. En el viaje se habló, claro, de literatura. Arlt miraba en silencio las luces de la calle Cerca de nuestro destino -una calle torcida, un bodegón que se fingia italiano- Perez Encina dijo:
—Cuando estrené La casa vendida...
Entonces ArIt resucitó de la sombra y empezó a reír y siguió riendo hasta que el taxi se detuvo y alguno pagó el viaje. Continuaba riendo apoyado en la pared del bodegón y, sospecho, todos pensamos que le había llegado un muy previsible ataque de locura. Por fin se acabó la risa y dijo calmoso y serio:
—A vos, Pérez Encina, nadie te da patente de inteligencia. Pero sos el premio Nobel de la memoria. ¡Sos la única persona en el mundo que se acuerda de La casa vendida!
La numerosa tribu de los maniqueos puede elegir entre las dos anécdotas. Yo creo en la sinceridad de una y otra y no doy opinión sobre la persona Roberto Arlt. Que, por otra parte, me interesa menos que sus libros.
A esta altura pienso que hay bastantes recuerdos y es, sería, necesario hablar del libro. Pero siempre he creído, además, que a los lectores, lo único que importa de verdad -y esto es demostrable- no son niños necesitados de que los ayuden a atravesar las tinieblas para esquivar las zanjas o llegar al baño. Ellos, los lectores, son siempre los que dicen la última, definitiva palabra después de la verborragia-critica que se adhiere a las primeras ediciones.
Esto no es un ensayo crítico -seria incapaz de hacerlo seriamente-, sino una simple semblanza, muy breve en realidad si la comparo con lo que recuerdo ahora mismo, esta noche de mayo en un lugar que ustedes no conocen y se llama Montevideo. Una semblanza de un tipo llamado Roberto ArIt, destinado a escribir.
Y el destino, supongo, sabe lo que hace. Porque el pobre hombre se defendió inventando medias irrompibles, rosas eternas, motores de superexplosión, gases para concluir con una ciudad.
Pero fracasó siempre y tal vez de ahi irrumpieran en este libro metáforas industriales, químicas, geométricas. Me consta que tuvo fe y que trabajó en sus fantasías con seriedad y métodos germanos.
Pero había nacido para escribir sus desdichas infantiles, adolescentes, adultas. Lo hizo con rabia y con genio, cosas que le sobraban.
Todo Buenos Aires, por lo menos, leyó este libro. Los intelectuales interrumpieron los dry martinis para encoger los hombros y rezongar piadosamente que ArIt no sabía escribir. No sabía, es cierto, y desdeñaba el idioma de los mandarines: pero sí dominaba la lengua y los problemas de millones de argentinos, in¬capaces de comentarlo en artículos literarios, capaces de comprenderlo y sentirlo como amigo que acude —hosco, silencioso o cinico— en la hora de la angustia.
Arlt nació y soportó la infancia en ese limite fijo que los estadigrafos de todos los gobiernos de este mundo llaman miseria-pobreza: soportó a un padre de sangre pura que le decia, a cada travesura mañana a las seis te voy a dar una paliza. Arlt trató de contarnos, y tal vez pudo hacerlo en su primera novela, los insomnios en que miraba la negrura de una pequeña ventana, viendo el anuncio de la mañana implacable.
Supe que leyó Dostoyevski en miserables ediciones argentinas de su época. Humillados y ofendidos, sin duda alguna. Después descubrió Rocambole y creyó. Era, literariamente, un asombroso semianalfabeto. Nunca plagió a nadie; robó sin darse cuenta.
Sin embargo, yo persisto, era un genio. Y, antes del final, una observación: por si todavía quedan lombrosianos es justo decr que los huesos frontales del genio muestran una protuberancia en el entrecejo. En Roberto Arlt el rasgo era muy notable; yo no lo tengo.
Y ahora, por desgracia, reaparece la palabra “desconcertante". Pero, ya que está expuesta, vamos a mirarla de cerca Corno viejos admiradores de Arli, como antiguos charlatanes y discutidores, hemos comprobado que las objeciones de los más cultos sobre la obra de Roberto Arlt son dificiles de rebatir Ni siquiera el afán de ganar una polémica durante algunos minutos me permitió nunca decir que no a los numerosos cargos que tuve que escuchar y que sin embargo, curiosamente, nadie se atreve a publicar. Vamos a elegir los más contundentes, los más definitivos en apariencia.
1) Roberto Arlt tradujo a Dostoyevski al lunfardo, La novela que integran Los siete locos y Los lanzallamas nació de Los demonios. No sólo el tema, sino también situaciones y personajes. Maria Timofoyevna Lebiádkikna, “la coja”, es fácil de reconocer, se llama aquí Hipólita, Stavroguin es reconstruido con el Astrólo¬go; y otros; el diablo, puntualmente se le aparece tantas veces a Erdosain como a Iván Karamázov.
2) La obra de ArIt puede ser un ejemplo de carencia de autocrítica. De sus nueve cuentos recogidos en libro, este lector envidia dos: Las fieras, Ester Primavera y desprecia el resto.
3) Su estilo es con frecuencia enemigo personal de la gramática.
4) Las “Aguafuertes porteñas” son, en su mayoría, perfectamente desdeñables.
Las objeciones siguen pero éstas son las principales y bastan.
Los anteriores cuatro argumentos del abogado del diablo son, repetimos, irrebatibles. Seguimos profunda, detinitivamente convencidos de que si algún habitante de estas humildes playas logró acercarse a la genialidad literaria, llevaba por nombre el de Roberto ArIt. No hemos podido nunca demostrarlo. Nos ha sido imposible abrir un libro suyo y dar a leer el capítulo o la página o la frase capaces de convencer al contradictor. Desarmados, hemos preferido creer que la suerte nos había provisto, por lo menos, de la facultad de la intuición literaria. Y este don no puede ser transmitido.
Hablo de arte y de un gran, extraño artista. En este terreno, poco pueden moverse los gramáticos, los estetas, los profesores. O, mejor dicho, pueden moverse mucho pero no avanzar. El tema de ArIt era el del hombre desesperado, del hombre que sabe -o inventa- que sólo una delgada o invencible pared nos está separando a todos de la felicidad indudable, que comprende que ‘es inútil que progrese la ciencia sí continuamos manteniendo duro y agrio el corazón como era el de los seres humanos hace mil años’.
Hablo de un escritor que comprendió cómo nadie la ciudad en que le tocó nacer. Más profundamente, quizá, que los que escribieron música y letra de tangos inmortales. Hablo de un novelista que será mucho mayor de aquí que pasen los años -a esta carta se puede apostar- y que, incomprensiblemente, es casi desconocido en el mundo.
Dedicado a catequizar, distribuí libros de Roberto Arlt. Alguno fue devuelto después de haber señalado con lápiz, sin distracciones, todos los errores ortográficos, todos los torbellinos de la sintaxis. Quien cumplió la tarea tiene razón. Pero siempre hay compensaciones; no nos escribirá nunca nada equivalente a La agonía del rufián melancólico, o El humillado o a Hafíner cae.
No nos dirá nunca, de manera torpe, genial y convincente, que nacer significa la aceptación de un pacto monstruoso y que, sin embargo, estar vivo es la única verdadera maravilla posible. Y tampoco nos dirá que, absurdamente, más vale persistir.
Y, en otro plano del arltismo: ¿quién nos va a reproducir la mejilla pensativa, el perfil desgraciado y cinico de Roberto Arlt en el sucio boliche bonaerense de Rio de Janeiro y Rivadavia, cuando se llamaba Erdosain?
AGUASFUERTES; LA TRISTEZA DEL SABADO INGLES
LA TRISTEZA DEL SÁBADO INGLÉS
Roberto Arlt
¿Será acaso, porque me paso vagabundeando toda la semana, que el sábado y el domingo se me antojan los días más aburridos de la vida? Creo que el domingo es aburrido de puro viejo y que el sábado inglés es un día triste, con la tristeza que caracteriza a la raza que le ha puesto su nombre.El sábado inglés es un día sin color y sin sabor; un día que "no corta ni pincha" en la rutina de las gentes. Un día híbrido, sin carácter, sin gestos.Es día en que prosperan las reyertas conyugales y en el cual las borracheras son más lúgubres que un "de profundis" en el crepúsculo de un día nublado. Un silencio de tumba pesa sobre la ciudad. En Inglaterra, o en países puritanos, se entiende. Allí hace falta el sol, que es, sin duda alguna, la fuente natural de toda alegría. Y como llueve o nieva, no hay adonde ir; ni a las carreras, siquiera. Entonces la gente se queda en sus casas, al lado del fuego, y ya cansada de leer Punch, hojea la Biblia.Pero para nosotros el sábado inglés es un regalo modernísimo que no nos convence. Ya teníamos de sobra con los domingos. Sin plata, sin tener adonde ir y sin ganas de ir a ninguna parte, ¿para qué queríamos el domingo? El domingo era una institución sin la cual vivía muy cómodamente la humanidad. Tata Dios descansó en día domingo, porque estaba cansado de haber hecho esta cosa tan complicada que se llama mundo. Pero ¿qué han hecho, durante los seis días, todos esos gandules que por ahí andan, para descansar el domingo? Además, nadie tenía derecho a imponernos un día más de holganza. ¿Quién lo pidió? ¿Para qué sirve?La humanidad tenía que aguantarse un día por semana sin hacer nada. Y la humanidad se aburría. Un día de "flaca" era suficiente. Vienen los señores ingleses y, ¡qué bonita idea!, nos endilgan otro más, el sábado.Por más que trabaje, con un día de descanso por semana es más que suficiente. Dos son insoportables, en cualquier ciudad del mundo. Soy, como verán ustedes, un enemigo declarado e irreconciliable del sábado inglés.Corbata que toda la semana permanece embaulada. Traje que ostensiblemente tiene la rigidez de las prendas bien guardadas. Botines que crujían. Lentes con armadura de oro, para los días sábado y domingo. Y tal aspecto de satisfacción de sí mismo, que daban ganas de matarlo. Parecía un novio, uno de esos novios que compran una casa por mensualidades. Uno de esos novios que dan un beso a plazo fijo.Tan cuidadosamente lustrados tenía los botines que cuando salí del coche no me olvidé de pisarle un pie. Si no hay gente el hombre me asesina.Después de este papanatas, hay otro hombre del sábado, el hombre triste, el hombre que cada vez que lo veo me apena profundamente. Lo he visto numerosas veces, y siempre me ha causado la misma y dolorosa impresión. Caminaba yo un sábado por una acera en la sombra, por la calle Alsina -la calle más lúgubre de Buenos Aires- cuando por la vereda opuesta, por la vereda del sol, vi a un empleado, de espaldas encorvadas, que caminaba despacio, llevando de la mano una criatura de tres años.La criatura exhibía, inocentemente, uno de esos sombreritos con cintajos, que sin ser viejos son deplorables. Un vestidito rosa recién planchado. Unos zapatitos para los días de fiesta. Caminaba despacio la nena, y más despacio aún, el padre. Y de pronto tuve la visión de la sala de una casa de inquilinato, y la madre de la criatura, urea mujer joven y arrugada- por las penurias, planchando los cintajos del sombrero de la nena.El hombre caminaba despacio. Triste. Aburrido. Yo vi en él el producto de veinte años de garita con catorce horas de trabaja y un sueldo de hambre, veinte años de privaciones, de. sacrificios estúpidos y del sagrado terror de que lo echen a la calle. Vi en él a Santana, el personaje de Roberto Mariani.Y en el centro, la tarde del sábado es horrible. Es cuando el comercio se muestra en su desnudez espantosa. Las cortinas metálicas tienen rigideces agresivas.Los sótanos de las casas importadoras vomitan hedores de brea, de benzol y de artículos de ultramar. Las tiendas apestan a goma. Las ferreterías a pintura. El cielo parece, de tan azul, que está iluminando una factoría perdida en el África. Las tabernas para corredores de bolsa permanecen solitarias y lúgubres. Algún portero juega al mus con un lavapisos a la orilla de una mesa. Chicos que parecen haber nacido por generación espontánea de entre los musgos de las casas-bancas, aparecen a la puerta de "entrada para empleados" de los depósitos de dinero. Y se experimenta el terror, el espantoso terror de pensar que a estas mismas horas en varios países las gentes se ven obligadas a no hacer nada, aunque tengan ganas de trabajar o de morirse.No, sin vuelta de hoja; no hay día más triste que el sábado inglés ni que el empleado que en un sábado de éstos está buscando aún, a las doce de la noche, en una empresa que tiene siete millones de capital, ¡un error de dos centavos en el balance de fin de mes!
jueves, 10 de diciembre de 2009
Alberto Vanasco - ROBERTO ARLT Y SU ÉPOCA

por Alberto Vanasco
Esta introducción es prácticamente inhallable. Un trabajo de búsqueda, escaneo, corrección precisa y finalmente el texto original completo, es lo que ofrecemos a los lectores de Los Grandes Literatos Rioplatenses, El resultado compensa el trabajo de preso... A "disfrutarlo" . Andrés Aldao
ROBERTO ARLT Y SU ÉPOCA
Roberto Arlt pertenece a una generación de escritores latinoamericanos que, nacidos hacia las postrimerías del siglo XIX, empiezan a realizar, en la tercera década de este siglo, una literatura atenta a la realidad social y f ísica de América del Sur. Los novelistas de esta generación que sobresalen son: José Eustasio Rivera (1889-1928). quien publica en 1925 “La Vorágine”, en la que describe la vida y el paisaje de los llanos del Orinoco y de la selva del Amazonas; Ricardo Güiraldes (1886-1927), que en 1926 da a conocer “Don Segundo Sombra”, donde relata las vicisitudes existenciales de un gaucho de la pampa argentina; Rómulo Gallegos (1884-1969), que en “Doña Bárara” (1929) narra la vida en las sábanas venezolanas; Jorge Icaza (1906), quien denuncia en “Huasipungo” (1934) las formas de explotación de los indios en la meseta ecua¬toriana. Y Roberto Ant, nacido en 1900, que es entre todos ellos el que ha de novelar el drama urbano de América latina.No es casual que el escritor de los conflictos ciudadanos sea un habitante de Buenos Aires, ciudad que no sólo es la más extensa y populosa de Sudamérica sino que por sus características culturales y económicas constituye un orbe aislado y autónomo. Ubicada en la desembocadura de dos grandes ríos, cuyas cuencas abarcan una tercera parte del continente, Buenos Aires es una ciudad que tiene su propia música, que es el tango, un dialecto particular, que es el lunfardo, y hasta un medio público de transporte original, que es el colectivo. Y este cosmos se divide además en territorios menores, cada uno con su personalidad y carácter, que son sus cien barrios.Al borde de la tierra, fija sus ojos en Europa, y levantada junto al río, con diques, vías de ferrocarril y factorías, se aisla del agua. En resumen, una isla, un universo estanco sin paisajes ni playas. La vida nocturna y el fútbol acaparan sus emociones,En esta ciudad nació y vivió Roberto Arlt. quien, además, congregaba en su personalidad los principales conflictos sociales y culturales de un hombre de su tiempo, era hijo de inmigrantes y procedía de la pequeña hurguesía, la cual, debido al acelerado movimiento de clases que cxperimentó la sociedad argentina a principios de siglo, debió soportar agudos problemas sociales, culturales y económicos, que son los que en última instancia reflejan las novelas de Arlt.Su padre se llamaba Karl Arlt y había nacido en Poznan, una ciudad disputada por austríacos y polacos. Su madre, Catharine Iobstraibitzer, era oriunda de Trieste, encrucijada también de idiomas y nacionalidades. El padre, por lo tanto, hablaba alemán, y la madre, italiano. El matrimonio tuvo primero una hija, cuyo nombre fue Luisa. Luego nació Roberto, el 2 de abril de 1900, a quien le adjudicaron, además, los nombres de Godofredo Christophersen. Lecturas caóticas y ávidas, provenientes en su mayor parte de las ediciones baratas y bastardas de la época, junto a momentáneos trabajos en los menesteres más diversos, fueron sentando las bases de su destino de escritor A esto se sumó, como sublimante, una desastrosa relación con los padres. Y asimismo una primera frustración al no poder ingresar en la Escuela de Mecánica de la Armada. A partir de este momento su vocación se vuelca definitivamente hacia la literatura.A los 16 años, cuando publica su primera colaboración en La Revista Popular, que dirige don Juan José de Soiza Reilly, se siente ya consagrado y señalado. A los veinte da a la imprenta su primera tentativa novelística, “El Diario de un Morfinómano”, que no reconoció luego en su bibliografía. Al año siguiente hace un viaje a Córdoba por motivos de trabajo y conoce allí a Carmen Antinucci, con quien se casa en 1922. Su hija Mirta Electra nace en Cosquín, centro importante de residentes tuberculosos, donde deben establecerse por algún tiempo. Arlt no tuvo conocimiento hasta después de casados de la enfermedad de su mujer, y‘ este embuste familiar es otro de los graves factores que contribuirán a acentuar la acrimonia de su carácter. En esos años escribe “El Juguete Rabioso”, su primera obra de importancia, editada en 1926, donde transmuta casi todos los episodios significativos de su existencia hasta ese momento,En Buenos Aires, a la sazón, se lleva a cabo una renovación literaria que es motivada por la declinación del modernismo. Este nuevo florecimiento de la actividad poética y novelística se manifiesta a través de dos vertientes: el grupo denominado de Florida, como alusión a la calle céntrica en torno a la cual actuaba, y cuyas coordenadas creadoras eran la estética y la expresión individual; y el de Boedo, por el barrio suburbano en que residía la mayor parte de sus animadores, y que se caracterizaba por su predilección por los temas sociales y realistas, y las formas populares de expresión. Cada uno de estos grupos desatendía, desde luego, lo que el otro más cuidaba.Roberto ArIt fue reconocido y favorecido, curiosamente, por los participantcs de ambas tendencias, y gozó de la amistad de los más destacados entre ellos. En el grupo de Boedo, de Elías Castelnuovo, Roberto Mariani y Leónidas Barletta. En el de Florida, de Ricardo Güiraldes, Carlos Mastronardi, Conrado Nalé Roxló y Córdoba Iturburu. Es en la revista Proa, en cuya dirección se encuentra precisamente Ricardo Guiraldes junto a Pablo Rojas Paz, Brandán Caraffa y Jorge Luis Borges, donde se publican los primeros capítulos de “El Juguete Rabioso”. Empieza por ese entonces a trabajar como cronista policial en el diario Crítica, el vespertino más popular de Buenos Aires, y esa práctica periodística le ha de deparar tanto el arsenal fabuloso de caracteres y peripecias de la fauna urbana que volcará en sus novelas, como el vocabulario heterogéneo y pintoresco de su lenguaje narrativo.Pero es en la Editorial Haynes, que publica el matutino El Mundo, donde Roberto Arlt adquirirá popularidad como periodista, con una notoriedad que en vida nunca le darían sus libros. Fue llevado a la Editorial Haynes por Conrado Nalé Roxlo, que dirigía en dicha casa la revista Don Goyo. Pasó casi en seguida a integrar el equipo de redacción del diario El Mundo, y el director, Carlos Muzio, le encargó una serie de notas firmadas, sus famosas “Aguafuertes”, que pronto le darían reputación de columnista original y espontáneo No eran pocos los que se suscribían al diario sólo para leer sus notasEsos fueron los años de plenitud y realización para Roberto Arlt. Tenía 28 años, no pasaba apremios económicos, el trabajo que hacia le entusiasmaba y se sentia lleno de fuerzas, de inspiración, de confianza Se pone entonces a trabajar, ahora sí, en una novela en serio, corno las de los maestros que admiraba, con plan, trama, acción y mensaje. La escribe de un solo impulso, sin releer ni corregir los originales, que prácticamente va entregando a la imprenta a medida que los mecanografía. pero avanza en su redacción con seguridad y exactilud, como si ya tuviera pensadas cada una de las situaciones o frases con que las describiría, como “si Dios o el Diablo estuvieran junto a uno dictándole inefables palabras”, según diría después en el prólogo de Los Lanzallamas.La primera parte de la novela aparece en 1929 coni el título de Los Siete Locos. El libro consigue atraer la atención de otros escritores como así también de muchos lectores atentos, y obtiene además un tercer premio municipal. Su autor no se detiene allí. Continúa con el desarrollo de las situaciones sin perder intensidad ni amplitud y al año siguiente concluye la segunda parte, a la que titula Los Lanzallamas, y que aparece en 1931.Se encuentra en ese momento en el pináculo de su carrera y en el apogeo de su vida.. Se separa, además, en esa época, de su mujer, y otra vez ve abiertas ante él todas las posibilidades para rehacer su vida. Pero 1930, desafortunadamente, fue un año crucial para los argentinos, y para casi todo el resto del mundo, y por lo tanto, también, y sobre todo, para Roberto ArIt. Una crisis internacional, un golpe de estado en la Argentina y el descubrimiento del teatro como autor son tres hechos que marcarán en esa fecha su vida definitivamente. El colapso financiero que convulsionó la economía mundial hacia 1930 ha sido ya suficientemente estudiado. Sus efectos se hicieron sentir también en la Argentina, a los que se sumaron factores agravantes propios de los medios de producción del país. Uno de ellos, tal vez el más importante, se hallaba relacionado con el precio de la carne, el principal producto de exportación de la Argentina, Desde principios de siglo el auge económico argentino había dependido de la carne vacuna. La invención, por parte de Charles Tellier, de las cámaras frigoríficas enriqueció a los ganaderos argentinos que pudieron llevar su producción al mercado internacional, y a través de los ganaderos todo el país experimentó una prosperidad que llegó casi al esplendor. De esa época data el legendario personaje argentino con fama de millonario que vive en París, derrochando fortunas, como el conocido protagonista de “Los Cuatro Jinetes del Apocalipsis”, de Blasco Ibáñez. De esa época también la divulgación del tango en el mundo, pero sobre todo en la capital francesa, detrás de la prodigalidad de las familias ganaderas. Esa expansión económica, y el bienestar general resultante, persistieron hasta fines de la primera guerra mundial. A partir de 1918 las nacioncs lesionadas por los efectos del conflicto bélico deben dedicarse a restaurar sus finanzas, y las demandas mundiales de carne se reducen sustancialmente. Para la Argentina se inicia una lenta crisis, Con las consecuencias sociales y políticas que le son inherentes, y esa paulatina desintegración será la que Arlt reflejará en sus novelas; En 1930 el ciclo se cierra con ci colapso económico internacional y la Argentina entra en un oscuro túnel que durará diez años, los que han sido denominados la década infame. Desde entonces las cosas para Ant ya no fueron ni tan fáciles ni tan satisfactorias. Era como si al ver ahora crudamente al descubierto las ruindades que había denunciado no se sintiera capaz de consignarlas en el papel. Termina y publica en ese mismo año de 1931 otra novela, “El Amor Brujo’, que marca ya una sensible declinación. La fuerza, la imaginería, el idioma explosivo de los libros anteriores han desaparecido; es una historia rosa contada desmañadamente, sin convicción ni grandeza, y con presunción de tremendismo, Publica además dos libros de cuentos, “El Jorobadito’’, en 1933, “El Cazador de Gorilas”, 1941, en algunos de cuyo relatos restallan algunas veces las mejores cualidades estilísticas de su autor. Pero en uno de ellos, intitulado precisamente Escritor Fracasado, Arlt parece hacer genialmente la radiografia de su incapacidad de volver ser el creador vigoroso que había sido. Por último, el teatro se convirtió en la actividad con que disimuló su decadencia como narrador, o en el medio de expresión que realmente lo cautivó y terminó por alejarlo de su vocacion de novelista.Su dedicación al teatro se originó en forma casual. En 1930, Leonidas Barletta había estrenado en el Teatro ci Pueblo, fundado por él, una pieza breve basada en la escenificación de uno de los episodios capitales de “Los Siete Locos”, bajo el título de “El Humillado”. La acogida favorable que el público brindó a este espectáculo, el interés y el entusiasmo que los actores demostraron por sus personajes, y el calor humano, además, que halló entre ellos, lo estimularon para que se pusiera a escribir directamente para la escena, y en este nuevo género obtuvo éxitos si no clamorosos al menos persistentes. No obstante, el teatro vocacional no representaba en aquellos tiempos ninguna solución económica, ni mucho menos, para ninguno de sus integrantes, y el único intento que realizó Arlt de incorporarse al teatro comercial, en 1936, con su obra en tres actos “El Fabricante de Fantasmas”, concluyó en un fracaso rotundo. En total fuere siete las piezas que escribió para el teatro. Por todo ello, para sostenerse económicamente, Arlt se complicó en una serie de maquinaciones financieras, entre cándidas y fantásticas, fundadas en inventos y negocios quiméricos, que no dieron ningún fruto, como era de suponerse, y que sólo contribuyeron a agravar su zozobra pecuniaria. Fueron como siempre sus colaboraciones periodísticas, artículos y cuentos, los que le permitieron sostenerse económicamente durante todos esos años. En 1939 conoce en la Editorial Haynes a la secretaria del director de la revista El Hogar. Ella se llama Elizabeth Mary Shine y se casan poco después. El 26 de julio de 1942, Roberto Arlt muere de un ataque cardíaco. Tres meses dcspués nace su hijo Roberto. Arlt vivió un momento singular y significativo de la sociedad a que pertenecía, y lo supo captar en sus obras. Formó parte, además, de una generación de intelectuales que por primera vez en la Argentina pretendió vivir de su actividad de artistas, de escritores, de creadores, y si de algún modo lo consiguieron fue a costa del sacrificio de sus sueños y ambiciones pcrsonales. Fue por lo tanto un testigo de su época y su obra constituye un alegato en que defendió el derecho humano a la dignidad, a la independencia, sobre todo a la pureza, y en que fustigó todas las formas de la mezquindad, de la bajeza, de la perversión en que puede sumirse el hombre. Por haber vivido en el vórtice de una conmoción general que sacudió con violencia inusitada las estructuras sociales de su país, y por haber sabido reflejar esa realidad en sus escritos, Roberto Arlt pudo llevar a cabo una de las obras más originales, profundas y vigorosas de la literatura argentina ■
Alberto Vanasco
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