martes, 29 de diciembre de 2009

Mario Delgado Aparaín: EL CUMPLEAÑOS DE JESÚS PELAYO

Realmente, la literatura uruguaya  tiene prosistas poco conocidos en el ámbito de la literatura argentina. Una de las tareas de "higiene del conocimiento" es descubrir y difundir a autores que no necesitan del estímulo de los argentinos para convertirse en escritores de alto vuelo. Este autor que presentamos hoy es uno de ellos. Disfrútenlo (A.A.)


Un cuento de Mario Delgado Aparaín



Mario Delgado Aparaín (Florida, Uruguay, 1949) “el negro”, le llamamos afectuosamente sus amigos cercanos, aunque su piel sea del mismo color que la nuestra. Su humor incisivo, su sólida prosa, su fértil imaginación, lo han convertido en uno de los más grandes narradores del moderno Uruguay. Escribió a cuatro manos, con nuestro mutuo compadre el chileno Luis Sepúlveda, Los Peores cuentos de los Hermanos Grimm. Su obra abarca desde novelas como La Balada de Johnny Sosa (Premio Municipal de Literatura de Montevideo, 1987), Mandato de Madre (Premio Foglia de Novela 1990), Alivio de Luto y No Robarás las Botas de los muertos (Premio Bartolomé Hidalgo de Novela, 2005), todas traducidas a un buen puñado de idiomas, hasta varios volúmenes de cuentos entre los que se encuentran Querido Charles Atlas y El Canto de la Corvina Negra. En este último género se le concedió el Premio Cervantes del Concurso Juan Rulfo, patrocinado por Radio Francia Internacional, por su relato Terribles Ojos Verdes. Actualmente es director de la Intendencia de Artes y Ciencias de la Intendencia Municipal de Montevideo.


EL CUMPLEAÑOS DE JESÚS PELAYO
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Con un zapato negro y el otro marrón, la chaqueta de fino cuero noruego remendado en el hombro donde carga la maleta de lona con las botellas de vinos seleccionados, el Conde de Caraguatá, más conocido como don Pedro P. Pereira Pintor de Puerta y Portal por Precio Proporcional para las Personas Pobres del Parque, abandonó el Parque de los Aliados y tras cuarenta minutos de caminata descansada, llegó hasta el final de la calle Cerrito en la Ciudad Vieja, para saludar en su viernes de cumpleaños a un viejo amigo abandonado por la fortuna. Se trataba de don Jesús Pelayo, un marino asturiano a quien, allá por el año dos mil dos, le fue mal en un negocio de contrabando y decidió no trabajar nunca más.
Cuando llegó al lugar, luego de sortear dos pisos desfondados y los escombros de tres paredes derrumbadas, se encontró con que la reunión ya había empezado. En el centro del antiguo patio español, cubierto hasta principios de los años sesenta por una amplia claraboya que ahora daba paso entero a la luz de la luna, un hombre, una mujer y seis gatos barcinos, departían alrededor de un discreto fuego alimentado por las tablas partidas de un cajón de bananas de la firma “Ruiz y Robaina”.
Excepto los seis gatos, que continuaron echados entre los cajones, los dos se pusieron de pie para saludar al Conde de Caraguatá, a quien esperaban no sólo por su siempre disfrutable presencia, sino también por que él, cuando acordaban este tipo de encuentros, se reservaba para sí la difícil misión de traer el vino para la cena.
— Jesús… ¡Qué gusto verte, muchacho, en esta noche de viernes! ¡Qué los cumplas con salud y ni te pregunto cuántos!
El asturiano oriundo de Cangas de Onís, un hombre de respetable estatura y barba rubia e hirsuta al estilo de los astures salvajes del año 716, le dio un formidable apretón de manos, dejó escapar una ronca risa de ron del Caribe y lo invitó a sentarse a su lado.
— Hombre, que toda la Ciudad Vieja ha estado esperando por ti y como te habéis demorado, solo hemos quedado nosotros para recibirte.
El Conde dejó con cuidado la maleta de lona en el suelo y se presentó como gustaba hacerlo siempre: como Pedro P. Pereira Pintor de Puerta y Portal por Precio Proporcional para Personas Pobres.
Cuando llegó a la señora, una mujer de aspecto caucásico, de unos sesenta años y a quien apodaban “La Rusa”, Jesús Pelayo creyó oportuno detenerse en su presentación y le explicó que la flamante amiga se llamaba en realidad Ekaterina Fonamor, que descendía de la mismísima familia del zar Nicolás y que para librarse de persecuciones y pescuezos rebanados, su padre y su abuelo habían vuelto del revés el apellido Romanof y allí estaba, sana y salva en el puerto de Montevideo.
La señora asintió con una sonrisa milenaria, volvió a sentarse sobre un cajón acolchado con una vieja frazada y se dedicó a armar un tabaco “Cerrito”, concentrada en sus pensamientos.
El Conde comprobó que a la luz del fuego, la mujer aún era bella y sospechó una historia entre ella y el asturiano, pero su discreción le impedía abordar esos asuntos, por lo menos enseguida. De modo que tomó asiento y olfateó la olla que reposaba sobre una parrilla de alambre, absolutamente negra por el tizne. Algo que hervía y olía a orégano y tocino en su interior, le llevó a frotarse las manos con satisfacción adelantada.
— Esto me huele muy bien, Jesús… ¿De qué se trata?
— Que te tengo una sorpresa, Pedropé… En realidad, a los dos se las tengo — dijo, girando los ojos desmesurados entre el Conde y “La Rusa” — Que hoy es mi día y en estos tiempos de homenaje a Don Quijote, quiero deciros que cumplo el mismo día que él: un viernes, joder, un viernes…
— Qué boba soy, no me había dado cuenta… — dijo ella, con ironía bonachona.
— Y… ¿Cuál es la sorpresa entonces? — preguntó el Conde.
— Piensa, hombre, piensa… Que no por linyeras debemos privarnos de ciertos gustos — dijo Jesús, a las risas de ron, mirando la olla en la que la tapa corrida un tanto, dejaba escapar chijetes de vapor que sumaban al ambiente aires misteriosos de laurel.
— Me rindo… Me rindo antes que se queme…
— Pues lo digo de memoria: “…Una olla de algo más vaca que carnero, salpicón las más noches, duelos y quebrantos los sábados, lentejas los viernes, algún palomino de añadidura los domingos, consumían las tres partes de su hacienda…”
El Conde de Caraguatá y Caballero de la Orden de Achar, don Pedro P. Pereira, abrió los brazos con admiración de gloria y los ojos con incredulidad de hambre llana y lisa.
— ¿No me querrás decir que estás cocinando lentejas, muchacho?
— A eso iba cuando te invitaba a pensar. Joder que eres lento, Conde…Pero esto no termina aquí… — dijo en voz más baja, jugando con los silencios del misterio, mientras levantaba la tapa de la olla — A falta de palominos del domingo, he conseguido tres palomas de viernes en la Plaza de Don Mauricio de Zabala, que sin plumas y con ajo, saben igual de sabrosas. Y además, una pata de cordero abandonada por un ingeniero hoy al mediodía en una mesa de “El Palenque”… Para tenerla, hice el sacrificio de esperar cerca de cuarenta minutos, de pie, viendo pasar comida y más comida, hasta que el mismo chez me vino a atender en persona. Y allí he visto que vosotros los uruguayos no sois afectos al ovino. Y el cordero en tiempos de Don Quijote era comida de nobles, pero no la vaca que era de pobres…
El Conde, tocado en el honor, se agachó, revolvió en la maleta de lona y extrajo tres botellas de vino, idénticas y por la mitad.
— Pues creo que estaremos bien acompañados — dijo levantando una de ellas a trasluz del fuego — Aquí tengo un “digestivo” de maravillas… Mmm… Un tintillo Tannat — Merlot, 2002 de la bodega de Fornaro, que agradará a su paladar en particular, señora Ekaterina…
— ¿Por qué le parece eso?
— Bueno, tal vez por las notas de ciruela que tiene y unos magníficos taninos suaves, tersos, redondos, capaces de dejarle en el alma una dulce estela de frutos rojos ya maduros…
— Barbaridad… — dijo ella con más asombro que al principio — Apúrate con ese guiso, Jesús, que no como desde anoche.
El gigantesco astur retiró la olla del fuego y la dejó reposar a su lado para que se enfriase un tanto, pues detestaba las comidas hirvientes. Su barba parecía abrillantada en la penumbra.
El Conde le dedicó una mirada hipnótica a la olla abierta en la que asomaba sobre el caldo la pata de cordero.
— Lentejas… — dijo — Qué fantástico…
— Bueno, en realidad, el noble manchego no debería haber comido jamás lentejas los viernes pues, antiguamente, se creía que las lentejas daban melancolía y que, más temprano que tarde, llevaban a la pérdida de la cordura como le ocurrió de verdad al Ingenioso Hidalgo.
— ¿Cómo sabes todo eso, Jesús? — preguntó “La Rusa”.
— Porque en tiempos de marinero, me leí a bordo a Cervantes de cabo a rabo. Y es que es raro el capítulo del Quijote en que no haya un pasaje referido al comer o a la cocina. Y así tan famosos son los molinos de viento, como las hambres por las que el bueno de Sancho atraviesa por ser fiel escudero de su señor.
Mientras hablaba, Jesús Pelayo iba sirviendo el guiso en tres platos de aluminio abollados, sin cuidarse de chorrear el suelo entre sus pies. El Conde de Caraguatá, mientras tanto, sirvió a cada uno un vaso del Tannat Fornaro que había cargado en la maleta.
— Jamás hubiera imaginado que ese libro diese tanta hambre… — bromeó el Conde.
— Ni que lo digas, Pedropé, ni que lo digas… A poco de empezar a leerlo solo te faltan los olores de sus andanzas, hombre, pues se viene al humo un montón de palabrejas que se te caen las babas de solo pensarlas: perdices escabechadas, hígado de cerdo, morteruelos, gazpachos de pastor, tiznaos, mojetes, arropes, mostillos… Y si quieres más, Pedropé, tienes caldereta de cordero, patatas con conejo, ajoarriero, ajopringue de la Sierra de Alcaraz y aquí me quedo, porque si hablo no como, hombre…
— Que ya es hora de que te des cuenta, charlatán… — dijo “La Rusa”, encorvada sobre el plato.
Y así lo hicieron en silencio durante dos vueltas de guiso de lentejas. Los tres comieron y bebieron a la luz del fuego, mientras los gatos comenzaron a despertar, a estirarse en sí mismos y a esperar por los huesos de las palomas de Don Mauricio de Zabala.
Al fin, el Conde Pedro P. Pereira dejó el plato a un lado y vació el vaso de vino con estudiada lentitud antes de hablar.
— Jesús… ¿De postres ni hablamos, verdad?
— Pues sí, hombre, pues sí… ¿Qué historia contigo? Que tenemos una noche cervantina ¿no? Si mal no recuerdo, leche frita, natillas almendradas, rosquillas, empiñonados, mazapanes y mantecados, son algunos de los dulces que Don Quijote saboreaba. Pues aquí tengo y no me preguntéis de dónde los he conseguido, tres bizcochos borrachos con miel de Canelones a falta de miel de La Alcarria. Uno para cada uno. Muy apreciados por el caballero andante, si señor…
El Conde no salía de su asombro. Degustaba el bizcocho como un niño, se chupaba los dedos y levantaba los ojos al techo donde debió haber estado, en algún tiempo del siglo pasado, una coqueta claraboya de vidrios esmerilados.
Y justo a los postres, por aquel hueco desdentado en las alturas de la Ciudad Vieja, se dejó ver de pronto sobre el caserón, entera, la luna llena.
La rusa Ekaterina, encogida sobre el asiento improvisado y con las rodillas muy juntas, se quedó extasiada mirando hacia arriba como si tuviese frío. Conmovida, sin abandonar la imagen de la luna, lagrimeaba en silencio.
— Vamos… ¿Qué le ocurre a mi amor? — preguntó el gigantesco astur Jesús Pelayo, acercando su cabeza a la de ella.
— No sé, Jesús. No sé qué me pasa… Tal vez ganas de ir juntos a San Petersburgo… Seguro que ese vino me ablandó el corazón…
El Conde de Caraguatá levantó la maleta de lona, metió dentro los envases del vino y dijo que la cena había estado fantástica y que ya era hora de retirarse. Jesús Pelayo cubrió los hombros de Ekaterina con una vieja gabardina y luego acompañó al Conde hasta la calle.
— ¿Crees que el vino le hizo mal, Jesús?
— No es eso, Pedropé… Es la melancolía de las lentejas y no hay caso. Que si abusas, te pasará lo que a Don Quijote, hijo…
El Conde le dio un abrazo de despedida y se echó a andar por la calle Cerrito bajo la luz de la luna. A medida que se alejaba de la Ciudad Vieja, hablaba solo, imaginaba a Jesús Pelayo cobijando a la rusa Ekaterina entre sus brazos de astur salvaje del año 716 y al fin, su propia melancolía se fue disipando hasta desaparecer por completo. Es más, parecía que aquellos taninos del vino, capaces de dejarle en el alma una dulce estela de frutos rojos ya maduros, sobrevivirían el tiempo suficiente como para llegar hasta su refugio en el parque y dormirse en paz, sin pensar en Don Quijote. ■


Mario Delgado Aparaín



WASHINGTON BENAVIDES: un poeta CHARRÚA

PALABRAS PRELIMINARES SOBRE POESÍA



¿Cómo resolver, especificando, lo que pensamos sobre poesía; si conviven en nosotros planteamientos disímiles con respecto a la misma?
Si efectivamente –como lo dijo más de un crítico- somos una sociedad (anónima?) de poetas vivos (y muertos): cómo anotar características comunes, esfuerzos compartidos, sin caer en generalizaciones tales como: una poesía-teoría del conocimiento; un trabajo compartible entre la meta y patafísica; una labor artesanal, un sismógrafo de lo íntimo; un exteriorista fanático; un sustituto de lo histórico; un aprendiz de hechicerías; una tarea casi culinaria; un rapto místico. Un fiel cronista de su tiempo que todavía no ha reconocido cual es su tiempo; un médium de las cloacas; un hipnotizador de cobras, un diario personal de alcobas; un émulo de Gabino Ezeiza computarizado; una grabación de la orden del Cister; un profanador de tumbas; un arengador al pie de las pirámides de New York; un niño desolado en el bosque, un niño-lobo desolado en el bosque; la versión del lobo; la toponimia del topo; un arte del maquillaje; la fábula conyugal; las últimas ondas de un río polucionado; los árboles de la Amazonia no mueren de pie; las aventuras de un cobrador de luz; la colección más completa de muecas ante el espejo; la nueva versión del “Wakefield” de Hawthorne: el marido se esconde en su propia casa y no lo encuentran más; la poesía cascanueces de cerebros; la plumachina en el glande; el ayuno riguroso de agua pan negro conventual, el humo de los tarahumaras, el peyote litúrgico para dar “a la caza alcance”; el registro aduanero de los navíos que llegan y parten a ultramar; de los aeropuertos, de las autopistas beatniks; de los caminos vecinales de Morosoli; la variedad de un Frégoli; los brahmanes de Julio, el sexo de Delmira, la castidad delirante de María Eugenia; el circo de Girondo, la Babilonia verbal de Lugones; el Aleph con malevos lavando sus puñales en el Ganges; el aristón que soñó Machado, los heterónimos de Pessoa, el desequilibrio de vago economista de Pound, las labores bancarias y el efebo soterrado en Eliot; el volcán insomne de Neruda; el vencedor de los molinos de viento idiomáticos de Vallejo; la percepción de los vocablos-tigres-mariposas, de lo que pasa y posa de Darío; la otra dimensión de Rulfo; la tercera orilla de Joao, la jodida vida de Sabines.
Escribir los hexámetros del mar, los hai-kú del estanque (con las respuestas del budismo-zen escritas en los lotos); el soneto de Félix Arvers, el madrigal de Gutierre de Cetina; el epitafio de Villon; la alondra de Bernart; el 2° Aniversario de John Donne; el Ritornello de León de Greiff, la piedra de sol de Octavio; las décimas de la Desolación Absurda de Herrera; el escribir a la pelirroja de Guillaume; el efluvio fluvial de Juanele; el edén subvertido de López Velarde; poner en una terza rima los ojos de Nené junto al “sorrise e riguarldommi” del colega florentino, y hacerse equilibrista sobre una bicicleta por los acantilados junto a las piedras rúnicas y morirse de amor.
Y MORIRSE DE AMOR. / Del libro El mirlo y la misa, ed.EBO.Montevideo, 2000
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DATOS BIOBIBLIOGRÁFICOS
Nació en Tacuarembó (Uruguay) el 3 de marzo de 1930; Profesor de Literatura en la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación (Departamento de Letras Modernas y Contemporáneas.G.2); Coordinador de los Talleres de Letras del Ministerio de Educación y Cultura; ex profesor de Literatura en la Enseñanza Media; ex profesor de Arte y Comunicación en la Universidad de la República; ex conductor de Programas de música y letras en C X 30, Radio Nacional.
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Libros publicados
• Tata Vizcacha, 1955
• El Poeta, 1959
• Poesía, 1963
• Las Milongas, 1965 (ocho ediciones)
• Los sueños de la razón, 1967, (tres ediciones)
• Poemas de la ciega, 1968
• Historias, 1970
• Hokusai, 1975
• Fontefrida, 1978
• Murciélagos, 1981
• Finisterre, 1985
• Fotos, 1986
• Tía Cloniche, 1990
• Lección de exorcista, 1991
• El molino y el agua, 1991
• La luna negra y el profesor, 1994
• Los restos del mamut, 1995
• Canciones de Doña Venus, 1998
• Historias, (con nuevos textos), 2° edición, 1999
• El mirlo y la misa, 2000
• Los pies clavados, 2000
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Libros de narrativa éditos
Cuento
• Moscas de provincia, Ed. Edición Banda Oriental, 1995
Novela
• Biografía de Caín, ed. E:B:O, 2001
Premios y distinciones
• Premio Nacional por El Poeta, 1959
• Premio Municipal por Poesía, 1963
• Premio Nacional por Las milongas, 1965
• Premio Nacional por Los sueños de la razón, 1967
• Premio Municipal por Poemas de la ciega, 1968
• Premios Nacional, Municipal y “Bartolomé Hidalgo” por Fotos, 1988
• Premio Municipal por Lección de exorcista, 1990
• Premio Municipal y “Bartolomé Hidalgo” por El molino y el agua, 1990
• Premio Municipal, 1993, y Premio Nacional, 1994, por La luna negra y el profesor, 1994
• Premio Nacional, 1999, por Canciones de Doña Venus, 1998
• Premio Nacional por El mirlo y la misa, 2000
Antologías
• Antología de la poesía uruguaya contemporánea, 1966, Ed. Universidad de la República
• 36 años de poesía uruguaya, 1967, recopilado por Alejandro Paternain, Ed. Alfa
• La nueva Poesía, Ed.Centro Editor
• Giovanni poeti Sudamericani, a cura di H.García Robles e Humberto Bonetti, Giulio Einaudi Editores, Torino, Italia, 1972
• Antología crítica de la poesía uruguaya (1900-1985) de Roberto Apratto, Ed. Proyección, 1990
• Uruguay Literario, Casa de América, Madrid, 1996
• Mi Tierra Uruguaya, El Observador, 1997
• Ruptures, 1996, Revista/Libro, Québec, Canadá
• La mejor Poesía, selección de Héctor Yánover, 1997, Ed. Seix Barral, Buenos Aires
• Las Insulas Extrañas - Antología de poesía en lengua española (1950-2000), Barcelona, 2000.
• Encuentro de Poetas del Mundo, Universidad de Lima/Fondo de Cultura Económica-Perú, 1998
• Poesie Uruguayenne du XX Siecle, Selección de Marilyne-Armande Renard, Ed. Fundación Patiño y Ed. UNESCO, Geneve, 1998, edición bilingüe
• Antología Plural de la poesía uruguaya del Siglo XX, Planeta-Seix Barral, 1995
• Antología del IX Festival de la Poesía en Medellín, Colombia, 1999
• A poesia se encontra na Floresta, I Encontro amazónico de poetas da América Latina, Manaus, Amazonas, Brasil, 2001
• Las Insulas Extrañas - Antología de poesía en lenguas española (1950-2000), ed. Galaxia Gutemberg/Círculo de Lectores, Barcelona, 2002
Traducciones
Traductor de Joao Guimaraes Rosa, Oswald de Andrade, Carlos Drummond de Andrade, Affonso Romano de Sant´Anna, Clarice Linspector, Gregorio de Mattos, Decio Pignatari y otros.
Labor crítica
• Cuentos escogidos de Horacio Quiroga, selección y prólogo, Ed. EBO, 1978
• Sobre el Adán Buenosayres, recopilación e índice temático, 1977
• Mujeres - Las mejores poetas uruguayas del Siglo XX, Ed.Instituto Nacional del Libro (MEC), 1993
• Jorge Luis Borges/ Obras y personaje
• Los zoo y otras prosas, de Joao Guimaraes Rosa, Investigación para la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación, ed. E.B.O, 1993
• 32 Narradores del Sur, antología de la sección uruguaya, Ed. Don Bosco, Asunción, 1998
Borges y yo, volumen colectivo, Fondo de las Artes y Universidad de Maryland, 1999
• Prólogo y/o traducción o selección de novelas y cuentos de: José Monegal, Arthur Conan Doyle, Thomas Hardy, Bret Harte, G. K. Chesterton, Rudyard Kipling, Giovanni Verga, Roberto Artl, Raymond Radiguet, H.H. Munro “Saki”. Mario Delgado Aparaí, Tomás de Mattos, Fiodor Dostoievski, Luigi Pirandello, Circe Maia, León Tolstoi, Horacio Quiroga, Mijail Bulgakov, Henry Trujillo, Sylvia Lago, Juan Carlos Mondragón, Santiago Dosetti, Sholem Aleikhem, para la colección “Lectores de Banda Oriental”, antología de la poesía uruguaya para niños, Ed. E.B.O, 1999
Obra poética musical
Han grabado textos y/o canciones de su autoría los siguientes músicos: Daniel Viglietti, Alfredo Zitarrosa, Eduardo Darnauchans, Numa Moraes, Carlos Benavides, Los Olimareños, Los Zucará, Washington y Cristina Fernández, Jorge Galemire, Laura Canoura, Eduardo Larbanois y Mario Carrero, Pablo Estramín, Tacuruses, Abel García, Omar Romano, Raúl Ellwanger, Grupo “Surcos”, Grupo “Los Buitres”, etc.
Congresos, Simposios y Encuentros
Redactor y expositor del Tema III “Situación actual de la Enseñanza y la Cultura en el Interior” para el Congreso Nacional de la Educación y la Cultura organizado por la Universidad de la República, 1970
Participación y ponencia en el 2° Congreso de los Escritores del Interior, Piriápolis, 1988
• Participación y ponencia en el Encuentro Binacional de Investigadores de la Región Fronteriza Uruguay-Brasil, Rivera-Livramento, 1994
• Participación como autor en la delegación uruguaya a la Primera Conferencia Iberoamericana del Libro, Granada- España, junio de 1992
• Participación y ponencia en el V Encontro Estadual de Escritores “Literatura e Mercosul” 1992, Garibaldi, R.S.
• Participación en el Primer Encuentro Regional de Escritores, Santa Fe, Argentina, junio de 1993
• Participación en el Festival Internacional de Poesía, Rosario, Santa Fe. Argentina, junio de 1993
• Participación y lectura en la Exposición Letras de España, Estación Central, 1994, Montevideo
• Encuentro de Escritores Latinoamericanos, Asunción-Paraguay, 1994
• Encontro de Escritores do Mercosul, Sao Paulo-Brasil, diciembre de 1995
• Participación y ponencia “Uruguay Literario”, organizado por Casa de América, Madrid- España, abril de 1996
• IV Encuentro de Poetas Hispanoamericanos en Santa Fe de Bogotá, Colombia
• Jurado del Primer Premio de Novela MERCOSUR 96, organizado por la Provincia de Santa Fe, Argentina
• Festival Latinoamericano de Poesía, junio de 1996, Rosario-Santa Fe, Argentina.
• Encargado del Curso de Etno-Musicología en los Cursos de actualización profesional de 1995, Escuela Universitaria de Música, octubre del 4 al 14
• Participación en la serie “Autorretratos” en la 1° Feria do Livro Interamericano, Estado de Paraná, Curitiba, Brasil, mayo de 1997
• Participación y ponencia en los Cursos Internacionales Iberoamericanos en Jarandilla de la Vera, Extremadura, España, 1997
• Participación y lectura en el Encuentro “Poetas del Mundo” organizado por la Universidad de Lima-Perú, setiembre de 1998
• IX Festival de Poesía Internacional en Medellín, Colombia, 1999, participación en recitales, videos, C.D. y volumen antológico
• I Encontro Amazónico de Poetas da América Latina. Manaus, Estado de Amazonas, Brasil, 2000
RELACION SUCINTA DE ESTUDIOS SOBRE SU OBRA LITERARIA:
 Literatura uruguaya del Medio Siglo, Emir Rodríguez Monegal, ed. Alfa, 1966
• La generación crítica (1939-1969), Angel Rama, ed. Arca, 1972
• Tres mundos en la lírica uruguaya actual: Washington Benavides, Jorge Arbeleche, Marosa di Giorgio, de Ricardo Pallares, ed.E.B.O, 1991.
• Poetas uruguayos de los 60, H.Benitez Pezzolano, ed. Rosgal, 1997
• 36 Años de, separata cultural de Posdata, número 92 (inéditos) y un diálogo con Washington Benavides, 1999
• Poesie Uruguayenne du XX Siecle, prólogo de Fernando Ainsa, ed. UNESCO/Fundación Patiño, Geneve, 1998
• Sin bronce, estudio bio-bibliográfico de Washington Benavides, semanario “Brecha”, junio de 1999
• Jornal de Poesía, Banda Hispánica: “A fala do texto e a poesía do fato: notas sobre a poesía culta e popular do poeta uruguayo Washington Benavides” por Izacyl Guimaraes Ferreira 10/08/2002 (internet).
• El estudio de la obra poética de Washington Benavides está incluido en los Programas del Ciclo Básico de Enseñanza Secundaria - - - -
POEMAS
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RESTOS DE UN DIÁLOGO TELEFÓNICO

¿Ah, sí?. Bueno, ¿qué voy a estar haciendo
ahora? Escribiendo. Cualquier cosa (siempre
se escribe sobre cualquier cosa). Con un collar
de ajos, por aquellos de Transilvania o por las
cruceras nuestras; con una foto de Nené
con la nieta menor en brazos, que es como llevar
un huesito de santa junto al pecho;
cercado por paredes de libros y cassettes;
cercado por el frío de Julio vuelto Agosto,
por manifestaciones de obreros bajo la lluvia;
de estudiantes, bajo la lluvia; de hombres y mujeres
maduros bajo la lluvia, con cartelitos y los rostros
de los desaparecidos, bajo la lluvia.
Y mirando, luego, esas calles aceitadas por la muerte,
donde una viejecilla, vuelta a la posición fetal,
ruega a La Nada
que nada podrá darle.
Ah, sí. Escribiendo, para no morir solo, para
ahuyentar la angustia que trepa (como el frío)
por los pies y se empoza en la cabeza.

A veces, abre el sol, y un joven ascensorista
te pregunta si sos el poeta que estuvo en la tevé,
y se alegra de conocerte y te da,
con una cordialidad casi extraterrestre,
su mano enérgica.
A veces, una luz sesgada, de ese tipo de luz
que oscurece algunos poemas de Fernando Pessoa,
raya como un diamante la piedra negra de tu suerte,
de tu hado. Vamos, de cómo quieras
llamarle: tu destino.
Montevideo, 4-8-93


EL NIÑO METAFÍSICO
El niño no se acostumbraba a la soledad.
Verdad es que la poblaba con sus sueños.
Pero más aún con sus cuestionamientos
metafísicos.
¿Cuál era –el verdadero- resorte de la vida?
¿Eso que él era: un niño ¿duraba mucho?
¿Era como el sarampión o la varicela
para pasarlo en cama leyendo El Tit-Bits
y bebiendo tisanas?
¿Y cuando grande qué? ¿Sería soldado
o escribiente? ¿Repartidor de una
carnicería o empleado público? ¿Aviador
no sería? Allá entre las nubes blancas
y los halcones y la refracción cegadora
de la luz...
¿Y la muerte qué era? ¿Su padre mordiéndose
los labios con el telegrama del fallecimiento
de su último hermano?
¿La muerte de un gato con hormigas recorriendo
sus otrora nerviosos bigotes?
¿La muerte de una paloma o de un ratón;
la muerte de una cochinilla de la humedad
-tractorcito del patio-
¿su muerte?
El, con su honda, podía derribar pájaros.
Lo hacía a veces.
La muerte del pez boqueando fuera del agua
-su tío- boqueando en la cama funeral,
mientras sollozaban mujeres enlutadas.
¿Y la vida era ese jolgorio de su pecho,
la velocidad de sus piernas en verano,
el fútbol del campito, la laguna
con sus plantas acuáticas y sus gallitos
rojos?
¿La vida era la posibilidad de abrir una puerta
y salirse a la calle o el parque o el monte
o la noche o el sueño?
¿Y qué era ese bombardero en picada “Stuka”
con las svásticas en sus alas,
ametrallando gente despavorida por una carretera?
¿Era la vida-muerte
o la muerte-vida?
¿Había que ir a la iglesia o a la oficina de correos,
por correspondencia?
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EL NIÑO ANTE LA IMAGEN DEL CRUCIFICADO
¿Qué quieres?
Esa mirada que te inventaron me traspasa;
parece reclamarme algo.
¿Qué?
Ya sé que a ti te traicionaron y golpearon,
te condenaron, injustamente,
y te asesinaron
-aviador infinito
de tu cruz-.
Pero media humanidad te adora y cree
en ti y en tu justicia.
¿Qué quieres?
A mí también me traicionaron y golpearon
y estoy vivo –por suerte-,
encerrado en un sucio cuarto de baño,
donde gotean las canillas seniles.
No saldré de aquí en un vuelo
que espante a mis guardianes.
Seguirán creyéndome culpable
y mis parientes mirándome de lado
se burlarán de mi conducta.
Me hincaron en el sucio suelo
y tuve que confesar lo que no hice,
culpas que me inventaron
y tú –paracaidista
angélico-
¿todavía te atreves a mirarme
desde tu aureola?
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LA LANZADORA DE BALA
Oh, reyes de la pequeña lira,
¿qué dios, héroe o humano
cantaremos?
(Olímpica Segunda. Píndaro)
Amo a una muchacha que aspira
a ser atleta (lanzadora de bala);
y es hermosa y grande, de espesas trenzas.
Debería llamarse Brunilda
y no Mari-Jó –como le dicen-.
(No creo conveniente, a no ser como autoescarnio,
agregar que no seré nunca su Sigfrido).
Amo –aunque me resista- verla pasar,
en la mañana neblinosa, hacia el campo deportivo,
enfundada en su Addidas negro, con su bolso
donde –junto a elementos de higiene- descansa
la pesada bola de bronce.
Prepararse, física y mentalmente, junto a su profesor,
le lleva casi toda la mañana.
A veces, se ejercita y curvando su hermoso cuerpo lanza, con impulso cósmico, al pequeño planeta
dorado hacia el campo.
Amo a esa joven atleta.
Con un amor que alberga su pizca
de envidia. Desde mi cuerpo descuidado.
Pasa como una tormenta del desierto,
como un meteoro de oro por mis retinas
(con lentes de contacto) y algo en mí desfallece
y me postra.
No. No seré Clark Kent ni ninguna hipóstasis
vulgar de un escondido superhéroe,
“reyes de la pequeña lira”: la veo pasar, temprano,
en la mañana fría, envuelto en mi capote y mi bufanda gruesa.
La veo como en un sueño
que ni siquiera soñaré.
* * * * *

sábado, 19 de diciembre de 2009

Enrique González Tuñón: PERIODISTA, ESCRITOR, POETA

 PERIODISTA, ESCRITOR, POETA



Enrique González Tuñón nació en Buenos Aires en 1901 y murió en Cosquín, provincia de Córdoba, en 1943. Fue cuentista, periodista y ocasionalmente novelista. César Tiempo ha dicho de él: “preferirá rodearse de pícaros y hampones, dormir en hoteles espantosos, cuando dispone de un peso para la cama, o si no en los bancos de las plazas; cantar Tosca en las lecherías más inverosímiles, visitar los cambalaches donde se trafica con ropas de cadáveres y, abandonado de toda piedad, soñar, desde el fondo de si zahurda —como los eremitas endemoniados— con la gloria hecha mujer o viceversa.”
Igual que su hermano Raúl, fue un personaje clave de la bohemia literaria de los años de Boedo y Florida, pero resulta difícil identificarlo con uno u otro grupo en forma excluyente. Colaboró en Martín Fierro y en Proa, pero —como apunta Pedro Orgambide— su anarquismo romántico y el matiz proletarizante de sus páginas más características, parece orientarse espiritualmente hacia Boedo.
Fue el primero en llevar la polémica entre los dos grupos al conocimiento público desde las columnas de Crítica.
Posiblemente su obra más lograda sea Camas desde un peso (1932), de clasificación dudosa: novela en forma de cuentos o bien relatos que comparten ambiente y personajes. Allí, en un infame tugurio llamado “El puchero misterioso”, cinco atorrantes porteños comparten una pieza por el módico precio que especifica el título.
Citaremos entre sus obras: Tangos (1926), El alma de las almas inanimadas (1927), La rueda del molino mal pintado (1928), Apología de un hombre santo (1930), Camas desde un peso (1932), El tirano (1932), El cielo está lejos (1933), y La calle de los sueños perdidos (1941). Fue además guionista de cine (Mañana me suicido, 1942; Pasión imposible, 1943), escribió tangos (entre los que se cuenta Pa’l cambalache, escrito junto a Rafael Rossi y grabado en 1929 por Carlos Gardel), piezas teatrales, sainetes y folletines.
Su libro más logrado es seguramente "Camas desde un peso" (1932) que se ubica en el límite intergénero de la novela y el cuento. Allí se relatan los avatares de cinco personajes de dudosa estampa asiduos visitantes de una no menos dudosa fonda llamada “El puchero misterioso”. En general la obra de Enrique González Tuñón ha sido ignorada tanto por la cultura oficial como por las distintas capillas que a su tiempo dominaron la escena de la literatura argentina.
Varios de sus libros son recopilaciones de crónicas. El primero, Tangos (1926), reúne relatos o estampas basados en letras de tangos. El alma de las cosas inanimadas (1927) y La rueda del molino mal pintado (1928) son viñe¬tas publicadas en diarios. Apología del hombre santo (1930) es un homenaje a la memoria de Ricardo Güiraldes. El Tira¬no (1932), subtitulada "novela sudameri¬cana de honestas costumbres y justas liberalidades", es una sátira a la dictadura de Uriburu. Del mismo año es su libro más recordado, Camas desde un peso (1932), novela o serie encadenada de relatos, dostoievskiana y poética, galería de retratos del submundo miserable de Buenos Aires. Sus últimos libros, recopilación de su trabajo perliodístico son Las sombras y la lombriz solitaria (1933), El cielo está lejos (1933) y La calle de los sueños perdidos (1941).
Su propio hermano, el poeta Raúl González Tuñón, uno de los grandes poetas del vanguardismo argentino, ha tenido muchas veces que sufrir las mismas operatorias. En el caso de Enrique su anarquismo romántico, su bohemia iconoclasta, su prematura muerte, hayan quizás, contribuido en este hecho. En agosto del 2008 el cantautor argentino José Luis Pascual ha editado un disco musicalizando "la calle de los sueños perdidos".
"HELMAN se llamaba. Era un suizo y tuvo, como todos los suizos, vocación de relojero. Pero los amigos, según la opinión de sus padres, acabaron por perderlo e hicieron de él un vago sin compostura. Andaba corriendo' la liebre, trampeando aquí y allá, sin domicilio fijo y con hambre de lobo. A cualquier hora que lo invitaran a tomar un café, decía: -Prefiero un "plesiosaurio". Llamaba así a unos bifes que parecían el mapa de España y que servían, por poca plata, en el "Puchero Misterioso". Nunca dejaba de decir al amigo que llegaba: -Che, ¿pagas un "plesiosaurio"? Le quedó el nombre de Plesiosaurio. Cuando dejó de frecuentar nuestra compañía, supusimos que se había marchado a la Patagonia, en busca de un homónimo. Pero no fue así. Lo encontré en el consultorio de un joven médico amigo. -¡Hola! - le dije-. ¿Qué te ocurre, Plesiosaurio? -Aquí me tenes. -¿Estás enfermo? -¡Qué esperanza! ¿No ves que estoy trabajando? -¿Trabajando? ¿Y en qué?... -Habla bajo, por favor... Trabajando de paciente número uno. Soy el cebo, la carnada, el anzuelo, ¿comprendes?... Este es un médico recién recibido. No tiene clientes. Necesita hacerse cartel. Es un trabajito liviano. Entro a las tres. Tengo que toser un poco en la puerta. Y salgo a las cuatro v media. Así me gano la vida.
• Tangos (1926)
• El alma de las cosas inanimadas (1927)
• La rueda del molino mal pintado (1928)
• Apologia de un hombre santo (1930)
• Camas desde un peso (1932)
• El tirano (1932)
* * * * * *
Tiendas de ultramarinos
Del libro En la calle de los sueños perdidos, Buenos Aires, Litterae Sociedad Editorial Americana, 1941
Ese olor de las tiendas de ultramarinos. ¿Recuerda usted? En pleno centro, a veces. O mejor, en la calle Pedro Mendoza, o en Junín y Corrientes. Olor de vodka y salmón en lata; de arreos de pesca y arenque ahumado. Ese olor.
Ese olor a color de mapa.
Ese olor a ruido de motor de remolcador.
Ese olor a Hotel de Inmigrantes.
Ese olor a colonia extranjera. Ese olor.
Ese olor fresco del alambre y la cuerda; ese olor húmedo, espeso, de mostrador y trastienda; de comida dulce; de dulce agrio; de ropa comprada en puertos; ese olor ultramarino. Ese olor.
se olor a comida en las calles Veinticinco de Mayo, Reconquista o Leandro Alem. Olor a agencia de colocaciones, también. Y a calentador a kerosene. A tufo de calentador. A violín sacado del baúl lleno de polvo. A armónica. A afiches de la guerra ítalo-turca o anglo-boers. Ese olor.
Ese olor a tricomía de Trípoli. De familia real española. Ese olor.
Ese olor ultramarino.
Ese olor azul de mapa y ojo de buey.
El personaje de Proust por el aroma de una taza de té, reconstruye todo un tiempo perdido, pasado. Huela, huela usted cuando pase por una tienda de ultramarinos. Huele a Centenario, ¿verdad? A 1910. La Infanta Isabel. El Presidente Montt. Roque Sáenz Peña. Las primeras huelgas y manifestaciones. El abigarramiento en el Hotel de Inmigrantes, las terceras, la carta de España, la Exposición, las tiendas de ultramarinos.
Huela, huela usted cuando pase por una tienda de ultramarinos. ¿Huele a retrato antiguo, verdad? A postal en colores. La Plaza del Congreso. El monumento de los Españoles. Un niño con sombrerito de paja que cruza la calle. Un fiacre. Un tranvía a caballos. El mayoral.
Huela, huela usted cuando pase por una tienda de ultramarinos. Huele a heliotropo, brocamelia y alelí. Huele a Parece que Fue Ayer. A trencito del Parque Japonés. A cuello Mey. A bigotera y cosmético. A 1914. Huele a progroms. A guerra europea.
Los diarios nos recuerdan cada día ese olor, esos olores.
Lituania, Letonia, Estonia, Finlandia, Polonia….Kovno, Vilma, Helsingfors, Riga…
Inmediatamente se desparrama un olor a arenque ahumado, a pepinos en vinagre, a salmón en lata, a pescado en barrica, a esturión, a bacalao, a arreos de pesca, a … un olor ultramarino. (Todo esto puede ser un poco literario, pero ustedes comprenderán).
En seguida, el paisaje. Ahora hay sobresalto en el mar, en las rías y en los ríos; en los prados y en las colinas.
¿Qué será de esos paisajes reproducidos en los atriles de algunos pianos automáticos?
¿Qué será de la rueda del molino mal pintado?
Vemos a una mujer gorda cortando pescado sobre una tabla. (La gorda de la pescadería).
A un grupo de hombres del norte cuchicheando a la puerta del café maloliente. A un vendedor de diarios cuyos títulos no podremos deletrear nunca. A un sacerdote de una religión extranjera –y extraña-. A un retrato de novios, en el fondo de la sala, sobre unos tarros de compota de penetrante olor (ultramarino). A alguien que cruza la calzada llevando a un niño de la mano. A un niño agitando desde la borda de un barco de carga su gorra de pana (ultramarina). Y, finalmente, a una pandilla de chiquillos rubios, rotosos, sucios, que hablan ya el lenguaje de la calle, el lenguaje argentino, mientras la más vieja de las mujeres, la más vieja, mueve melancólicamente la cabeza y habla todavía del barco como el gringuito cautivo de "Martín Fierro".
Y, sobre la mesa, el diario, y en el diario los telegramas fechados en esos lugares (ultramarinos) que, sin duda, no conoceremos nunca. Y entonces, al puchero cotidiano se mezcla un súbito y profundo olor (ultramarino) de arenque ahumado, de salmón en lata, de pepino en vinagre, de pescado en barrica.
Es curioso.
Y triste, bien triste, muy triste. (Ultramarino).

LA CALLE DE LOS SUEÑOS PERDIDOS
"Dios creó al hombre para que fuera feliz"
Tolstoi
Un hombre ha perdido un sueño y no lo puede encontrar.
Muchos seres perdieron un sueño. ¿Cuántos siguen el rastro del sueño perdido?
Un sueño puede perderse de día o de noche, a la hora indecisa de la madrugada, en la calle, en la casa, en un hotel, en una plaza, en un vagón de ferrocarril, en un barco. En cualquier lugar puede perderse un sueño como se pierde una llave.
¿Ha encontrado usted alguna vez una llave en la calle?
¿Ha encontrado un sueño perdido?
(De qué le vale una llave, un sueño, si no es su llave, su sueño?)
El mundo está lleno de sueños perdidos.
El honrado chofer devolvió la valija olvidada en su coche de alquiler. El honrado transeúnte devolvió la cartera repleta de billetes.
Nadie, que yo sepa, ha devuelto un sueño.
Nadie.
Y los sueños se pierden, de la noche a la mañana, como cualquier objeto. Se pierden y se encuentran. (¿Dónde? ¿Dónde?)
Un hombre ha perdido un sueño (Se gratificará a quien lo devuelva). Lo perdió en una ausencia, o en una espera. No sabría decir dónde.
Hay un lugar adonde van a parar los objetos perdidos. Llaves, anillos, medallas, Cristos de plata y de bronce, cadenas, relojes, puñales, recuerdos de familia, todo lo que se pierde y se encuentra. Menos los sueños. No hay una sección de extravíos y hallazgos para los sueños y los destinos. Un lugar, una especie de Rastro celeste, de entrecielo, donde uno pudiera hallar aquello esencial de su vida: lo único que podría darle la felicidad.
Dios creó al hombre para que fuera feliz.
Habría que crear ese lugar. Abrir una nueva calle fuera de la nomenclatura urbana. La calle de los sueños perdidos, de los sueños equivocados, de los sueños fugitivos, remotos, desvanecidos, desencontrados; de los sueños que sobreviven; de los sueños inéditos; de la ausencia y de la espera; del regreso a un día en que el sueño pudo ser nuestro. En que pudimos encontrarnos con nuestro verdadero destino.
El hombre que perdió un sueño podría encontrarlo en la calle de los sueños perdidos.
Volvería a arder el fuego interior bajo la triste capa de ceniza que lo cubría. Todo se manifestaría libremente. Se romperían, al conjuro del sueño aprehendido, las ataduras, los prejuicios, los impedimentos, lo que se oponía a su felicidad.
Y como Dios creó al hombre para que fuera feliz, todo le sería permitido para serlo. Hasta el egoísmo.
Todos los sueños existen. Existe el sueño de cada destino. El sueño que haría feliz al desdichado y que rompería la obstinación en el mortal fastidio del pesimista.
Hay que crear la calle de los sueños perdidos.
Muchos han perdido un sueño y se han acomodado a otro. Números equivocados del destino, se resignan con su suerte. Permutan un sueño por otro. El verdadero sueño, nuestro íntimo sueño, vital, existencial, ¿dónde está? Se fue, quizás, por una puerta falsa. Llegó a buscarnos cuando recién salíamos; se desvaneció en la bruma; cayó en una trampa o en una alcantarilla. Quien sabe dónde.
De este desencuentro del hombre y su sueño nació la irremediable congoja.
Lo que pudo haber sucedido y no sucedió.
¿Qué hay detrás del portal donde la madre anónima dejó abandonado a su hijo?
El postulante nunca pudo entregar su carta al ministro. El anciano mendigo no pudo hablar jamás con el director del asilo.
En esa estación no se detuvo el tren. Y allí estaba el sueño aguardando.
En ese puerto no se detuvo el barco. Y allí estaba el sueño aguardando.
El cómico trashumante perdió su mejor contrata.
El saltimbanqui...
El aventurero...
El presidiario...
El criminal...
El suicida...
El poeta...
Tal día, tal hora, ¿dónde estábamos?
La suerte nos llamó por nuestro nombre. No la escuchamos.
La suerte no llama dos veces.
Después, nos equivocamos de puerta. Llamamos y nos dieron con la puerta en la cara, como suele hacerse con los mendigos.
Quizás no debíamos haber perdido el tiempo buscando un sueño. Quizás el sueño viniera solo a nuestro encuentro.
Tarde ya gritamos nuestra desesperación inútil. Agitamos los brazos como el náufrago en la soledad del mar. Nadie acudió a nuestro llamado. Nuestra angustia fracasó en el silencio.
Hay que crear la calle de los sueños perdidos. El Rastro celeste. El entrecielo.
Allí encontraríamos nuestro sueño. Allí estarían, en exposición, los sueños fugitivos, los sueños intactos, los sueños usados, los sueños abandonados, frustrados, despreciados, olvidados.
Allí resucitaría el sueño. Palpitaría como una criatura recién nacida.
Todos los sueños existen. Existen los sueños que se realizan y los que se pierden y aún los sueños inconcretos.
La felicidad existe.
Un hombre ha perdido un sueño y no lo puede encontrar.
El rastro del sueño perdido lo lleva a una puerta cerrada. ¿Qué puerta es ésa?
Detrás de esa puerta quizás nos aguarde el sueño. Quizás nos hallemos nosotros mismos, de rodillas, o ese hermano menor que siempre nos acompaña.
Que no tiemble nuestra mano al llamar a esa puerta. Que no tiemble.


RAÚL GONZÁLEZ TUÑON SOBRE ENRIQUE...
"Tenía la llave de la calle. ¡Salúdenlo!"
"Cuando yo muera no planten un sauce en mi tumba, planten una máquina de escribir." La frase pertenece a Enrique González Tuñón, el más porteño de los cronistas de Buenos Aires, según la definición de quien más lo conoció y amó: su hermano Raúl. Precisamente a Raúl González Tuñón pertenece la síntesis de esta semblanza que él tituló Mi hermano Enrique, en la que se traza el perfil y la trayectoria de quien fue, como periodista, escritor y poeta, uno de los pilares de la cultura popular. Camas desde un peso, El alma de las cosas inanimadas y La calle de los sueños perdidos figuran entre sus obras.
Allá por la verde lejanía de los años, cuando se inicia mi aventura escolar primaria, comienza a funcionar con más claridad mi capacidad de recuerdo. Entonces la plaza Once -nacimos en el barrio de ese nombre, al sur - era un verdadero parque, boscoso, denso. Veo a mi hermano Enrique caminando entre los altos y anchos árboles o sentado en un banco, leyendo. Él tenía 10 años, me llevaba cuatro. Yo lo seguía y admiraba. Una vez, evocando aquella época, me confesó, desolado, que entonces yo lo fastidiaba. Puede ser, pero ya cuando ingrese tras él al diario Crítica -una etapa apasionante, un fenómeno periodístico extraordinario, algo decididamente no superado - parecíamos una sola persona, coincidíamos en todo. En adelante me estimuló, me ayudó, aun desde lejos y hasta su último aliento.
En 1922 comenzó Enrique su carrera periodística en un semanario llamado El Noticiero. En 1923 colaboró, y yo también, en la revista literaria Inicial, y en la popular Caras y Caretas, Al siguiente año adherimos al movimiento Martinfierrista, o de Florida, colaborando en el hoy legendario periódico Martín Fierro, en la revista Proa, de Ricardo Güiraldes. Aquí publicó Enrique sus notables imágenes de Brújula de Bolsillo, y en el periódico sus epitafios fueron los más mordaces durante la guerrilla literaria.
Enrique hizo muchas veces galas de sutil ironía, de ingenio agudo y en ciertos casos urticantes. Este hombre tan fino, tan flaco, tan bondadoso era implacable cuando se trataba de fustigar a un canalla o a un pacato hipócrita. Alternaba una efusiva cordialidad y su comunicante ternura con una gracia zumbona en las sobremesas, por momentos con rasgos de humor negro. Durante una de mis visitas a Cosquín, donde estaba haciendo reposo, me presentó a su buen amigo Marimón (Domingo), luego popular corredor de automóviles, el cual era entonces dueño de una empresa de pompas fúnebres. Marimón me abrazó efusivamente, mientras mi hermano se burlaba: "No te engañés, Raúl, Te está tomando las medidas...".
A principios de 1925, liquidado El Noticiero, pasó a Crítica. En gran parte, gracias a él, se enriqueció el contenido de ese diario precursor. Eran los días del esplendor de la metáfora Martinfierrista y al escribir nos apartábamos de sobados moldes tradicionales. Como lo señaló César Tiempo, con la entrada de Enrique González Tuñón a Crítica la noticia conquistó la cuarta dimensión, el arrabal tomó posesión del centro; la prosa municipal y espesa de los gacetilleros se hizo luminosa y abigarrada; la metáfora tomó carta de ciudadanía en el mundo de la información, se empezó a escribir como Enrique, a jerarquizar lo popular, el tango, cuyo primer exegeta culto fue Enrique.
Fueron asimismo muy difundidas las incontables glosas a las letras de los tangos que iban saliendo, las unas dramáticas, las otras rozando la sátira, lo jocoso. Algunas de éstas, suerte de cuento-comentario, digámoslo así, fueron reunidas en libro. Manuel Gleizer los publicó con el título Tangos(1926).
En 1931 pasó a Noticias Gráficas, empezando a colaborar en el suplemento literario de La Nación, que entonces consagraba. Años después interesaron vivamente sus colaboraciones periódicas en El Mundo, En este diario, el primer tabloide -fue Natalio Botana quien lo ideó a pedido de Muzzio Sáenz Peña pues inicialmente esa publicación, al estilo pesado de La Prensa, había fracasado aparecieron sus últimos trabajos literarios, admirables poemas en prosa, donde brillaba el juego de la ironía y de la ternura; algunos integraron luego su postrer libro La calle de los sueños perdidos.
Más que un fin, el periodismo fue para él un medio, pero lo ejerció fervorosamente. Fue el cronista magistral de la ciudad. Él y yo conocíamos y amábamos todos sus barrios, aun antes del ingreso a Crítica, incluido Boedo, donde teníamos buenos amigos; de ahí que algunos cronicones nos ubiquen en el grupo del mismo nombre. Por sus calles anduvimos muchas veces con Nicolás Olivar¡, Roberto Arlt, Santiago Ganduglia, Carlos de la Púa, el actor Pedro Zanetta, el comediógrafo González Castillo, padre de Cátulo, y entusiasta animador del Ateneo Popular de Boedo.
Mi hermano leía ávida y desordenadamente, como yo, desde la niñez. Citaba a menudo a Quevedo, el de El buscón, a Dickens, Chéjov, Bret Harte, Gorki, el Payró de El casamiento de Laucha, y a Ángel Ganivet, Lord Dunsany, Charles Louis Philippe, Rafael Barret, Katherine Mansfield, Zola... Como cuentista, abordando con maestría el más difícil de los géneros literarios, nos legó libros definitivos, El alma de las cosas inanimadas, La rueda del molino mal pintado, El cielo está lejos.
Manejó el idioma madre plena y hermosamente cuando fue necesario, mas detestaba a los cursis que pretenden abolir el uso del che y el vos, hasta en el íntimo dialecto de lo familiar. Con igual señorío utilizó las derivaciones populares porteñas en la lengua. Y en parte de Camas desde un peso y de varios cuentos encontramos el cabal enlace de ambas maneras.
Fue el primero en incorporar vocablos y dichos de la jerga pop lunfarda de los años 20 y no sólo en las glosas de tangos. Camas desde un peso es la novela porteña por antonomasia. Su segunda novela, El tirano, igualmente original pero de técnica opuesta, también realizada al margen de la fórmula estricta tradicional. -planteo, desarrollo, solución - es una muestra de agudo realismo crítico. Un libro curioso es asimismo Las sombras y la lombriz solitaria, serie de impactos periodísticos-literarios con predominio del expresionismo crítico. Y ahí está ese otro hallazgo suyo Apologia del hombre santo, extenso y palpitante poema en prosa, emocionado panegírico de nuestro muy querido Ricardo Güiraldes.
Tengo presente nuestro último encuentro en Mendoza, a comienzos de 1943. Enrique venía de Cosquín y yo de Santiago de Chile, donde residía desde el año 40. Enrique estaba esperándome en el aeródromo y al descender yo del avión no perdió la oportunidad de decir algo que rompiera la tierna solemnidad del instante del abrazo: "Estamos como Roosevelt y Stalin...". Lo hallé febril, agotado. Varías veces había vencido su mal-, viajaba a la paz de su luminosa casa de Cosquín, al aire puro. Me pareció que estaba como apurando a la muerte. Le rogué que se cuidara, que no hiciera tonterías. No lo vi más. Recuerdo su mano espléndida dibujando un ademán náufrago en el vacío, y caer sobre el pecho como un pájaro herido.
Sí, sí, Enrique, en este largo viaje hacia la verdad que es la vida estamos rodeados de zonas desconocidas, de lo que generalmente llamamos misterio por comodidad o ignorancia, y debe ser algo muy real Aún no plantamos la máquina de escribir en tu tumba pero estoy seguro de que un día, en el muro de la casa del barrio donde nacimos, mejor dicho, en la pared de un feo edificio sin historia que ahora se alza allí, sin el patio, sin el níspero, podrán leerse estas palabras grabadas en el bronce: En este sitio estaba situada la casa de la infancia de Enrique González Tuñón, el más porteño de los cronistas de Buenos Aires. Partió a una zona desconocida el 9 de mayo de 1943. No era un general, no era un primer ministro, pero era un artista, era un poeta, tenía la llave de la calle. ¡Salúdenlo!

"Un bife a caballo"
“Un bife a caballo”, pertenece a La rueda del molino mal pintado. Buenos Aires, Manuel Gleizer Editor,
1
Abandonó el Nelson Bar pasada la media noche y se encaminó al hospedaje. A pesar del premeditado exceso de alcohol, su mente conservaba extraordinaria lucidez.
Había anclado en el café, abatido de preocupaciones tristes, con el propósito de embriagarse y sólo había conseguido serenar un poco su malbaratado sistema nervioso.
Se deslizaba con paso seguro por las calles atechadas y sombrías del Paseo de Julio, desviando su obsesión en los transeúntes que derrochaban equilibrio o discutían estrepitosamente junto a los pilares de la derruida recova.
Desde hacía dos noches dormía en un hotelucho del Retiro. Procuraba llegar tarde, con los ojos con sueño y el cuerpo cansado, porque le aterraba el insomnio en aquella habitación estrecha, envuelta en un vaho cosmopolita, en cuyas paredes un silencio desolado dibujaba despavoridas figuras.
Al penetrar en la fonda, sentía el malestar de la cercanía de esos cinco hombres desconocidos que se renovaban todas las noches y que eran sus obligados compañeros de pieza.
Se sumergió en la luz anémica del zaguán. Era un hombre joven, vestía un traje gris –el saco arrugado y los pantalones con rodilleras— y zapatos negros. Avanzó por el estrecho pasillo y se detuvo en el vestíbulo, junto a un precario mueble donde cabeceaba el sereno.
—Buenas noches.
El sereno le dirigió una mirada soñolienta.
Se conocían. El hombre pagó el importe de la cama y preguntó:
—¿Es la misma habitación?...
—La misma. Número nueve —respondiole el empleado.
—Bueno. Hasta mañana.
—Hasta mañana.
El eco de sus pasos resonó en el cerebro aturdido del sereno. A los pocos segundos se le oyó volver. El sereno abrió de nuevo los ojos e inquirió:
—¿Qué le pasa, amigo?...
—Quería avisarle que mañana no me despierte a la hora de siempre. Déjeme dormir, nomás, porque no tengo nada que hacer.
—Está bien.
El hombre recorrió con la mirada el ángulo donde se hallaba parapetado el sereno y, reparando en una hilera de fotografías, preguntó:
—Y esos… ¿son amigos del patrón?...
—¡No sea ingenuo!... ¡Esos son ladrones de hotel!...
—¡Ah!...
Otra vez el hombre se perdió en el largo corredor del fondín.
2
Dio una vuelta a la llave de la luz y dejó escapar una malhumorada interjección. El dueño del hotel, para evitar el mínimo gasto de corriente, cerraba el medidor al retirarse.
Encendió un fósforo y se adelantó tanteando en las sombras. Cada una de las cinco camas de la habitación, tenía ya un inquilino. El hombre tropezó con una silla. Y el ruido provocó un breve ruido de protesta.
—Disculpe… Fue sin querer…
Nadie le respondió.
El fósforo le quemó los dedos y el hombre lo dejó caer con un gesto enojado. Verdaderamente, todas las pequeñas cosas le salían mal.
Se quitó el saco y lo colocó a los pies de la cama. Luego el pantalón y los zapatos.
Debajo de la almohada, con justificada precaución, guardó su cartera y su revólver.
Ya una vez le habían robado un reloj y un par de medias. Unas medias veteranas y desteñidas. Le dejaron otras en su lugar. Dos medias agujereadas, deplorables, que no pudo usar.
Se introdujo entre las sábanas frías y permaneció largo rato encogido, con la cabeza apoyada en la palma de la mano, meditando en la inutilidad de su existencia, con la esperanza de conciliar el sueño.
3
Un leve ruido lo despertó. Estaba semidormido. Alguien que se arrastraba en la oscuridad chocó contra el respaldo de su cama. Abrió los ojos y alcanzó a distinguir el bulto sigiloso. Tosió para espantarlo y vio que el bulto se alejaba hacia el lecho vecino.
Pensó: “Será un ladrón”… Y bajó los párpados. El tiempo terco, atormentador, inaguantable, lo acariciaba con su mano húmeda, resbalaba sobre su cuerpo. Sentíase lastimado de sueño.
Su cerebro se entretuvo en desmenuzar esta frase: “Será un ladrón”. “Quería robarme… Acaso sea el mismo que se llevó mis medias y mi reloj… ¿Cómo habrá llegado a esto?... Quizá yo mismo sea mañana un ladrón…”
Un estremecimiento helado lo hizo agitarse entre las ropas. Diose vuelta en la cama. No podía dormir. Y lo trágico era que sus ojos leían en la oscuridad una espantosa pesadilla.
“…Ese hombre es lo que seré yo mañana… He esperado treinta y tres años de honestidad para revelarme un ladrón en este hotel miserable… Esta noche he descubierto mi destino. Ya soy un ladrón… ¿Qué espero para arrojarme de la cama y deslizarme como un gato por el tejado?...”
Se incorporó. El ruido del elástico provocó un movimiento molesto en el inquilino de al lado. Temeroso, el hombre permaneció quieto en el lecho.
“…Esta noche, o mañana o pasado a más tardar, robaré… Es fatal. Y si he de ser un ladrón mañana… ¿por qué no robar esta misma noche?...”
En el muro de sombras se iluminó la colección de retratos de delincuentes que había visto en el hall.
-Esos son ladrones de hotel… —volvió a decirle la voz del sereno.
Y junto a tantas fotografías, vio surgir su rostro consumido y apenado.
4
Otra vez intentó arrojarse del lecho y los muelles del colchón se quejaron.
Estaba de Dios que no podría iniciarse esa noche en el duro oficio de ladrón.
“Acaso no serviré siquiera para robar…”
Las sombras de la habitación se posesionaron de su cerebro. Ya no pensaba más en cosas raras. Extendió la mano debajo de la almohada y acarició el revólver.
“…Esta oportunidad de evasión no se me presentará mañana. Un hombre acosado no se suicida de día. A lo sumo, empeña el revólver… ¿Por qué le advertí al sereno que no me despertara?...”
Atrapó el arma e inconscientemente se aplicó el caño en la sien.
Apretó el percutor. La denotación sobresaltó a los desdichados inquilinos que dormían en el sórdido hotel del Retiro.
5
—Vea, agente, un hombre que se suicida en casa ajena, en una casa que es descanso de hombres sin hogar, es un mal educado… ¿Por qué no se mató en la mitad de la calle?... Yo le hubiera pagado de buena gana para evitarme este cuadro… Créamelo.
—Usted se queja, patrón… ¿Yo?... ¿Qué podré decir yo?… Me costó un trabajo bárbaro conseguir el peso de la cama y apenas cierro los ojos cuando me obligan a abrirlos… Ahora ya no podré dormir y a lo mejor, mañana, tendré que conformarme con un banco de plaza…
—¿Por qué se habrá suicidado?...
—¡Vaya uno a saber!... ¡La miseria… la soledad!... ¿Quién le dice que no sea un pájaro de cuenta?...
—Eso lo sabremos después, cuando informe la oficina dactiloscópica.
—¿Usted se va a quedar, agente?
—Sí, tengo que hacerle compañía al cadáver hasta que aparezca el juez.
—Bueno, ¿quiere tomar alguna cosa?...
—No, gracias… O, si no, vea amigo, hágame preparar un bife a caballo. ¿Sabe que estoy sintiendo ganas de comer?...
Le sirvieron el bife a caballo en la mesita de noche, junto a la cama del muerto. Comía con apetito, sin reparar en el hilo de sangre que trazaba un barbijo en el rostro del suicida.

Camas desde un peso (Enrique González Tuñón)

Me río de la bondad del mundo y de la justicia de los hombres. Ahí tiene a la Nucha. Hace algunos años le permitían que vendiera drogas a todos los viciosos de Buenos Aires. Ahora la persiguen, la encarcelan y le niegan las dosis de morfina que necesita para seguir muriendo lentamente. Antes era amante del comisario, del subcomisario, del inspector y del auxiliar. Ahora la pobre es un desecho.
Eran las tres de la mañana. La lluvia descendía melancólicamente sobre la ciudad. Caminábamos juntos, con las ropas mojadas, los zapatos encharcados, la cara y las manos húmedas, cada uno con su pensamiento abriendo a la honda pena humana el refugio cálido del alma.
Me pregunté desesperado:
-¿Por qué habrá muerto mi madre?
Recordé su voz en la negra soledad.
-Hijo, hijo, hijo mío... Yo te protegeré siempre. Jamás te faltará el calor del hogar.
El mundo es un desierto. Soy un hombrecillo anónimo, un dolor anónimo en la inconmesurable superficie de la tierra. Quisiera llamar a mi madre para que me diera su caricia y levanto al cielo la mirada. ¿En cuál estrella se habrá asomado para proteger mis pasos?
Indalecio me toma del brazo y me dice:
-Tristeza, tristeza, tristeza, amigo móo.
No tengo un cobre. No tengo a quién pedir un cobre. He agotado todos los recursos. Desde hace ocho días me alimento con café con leche recalentada.
He digerido ya mi honestidad. Pienso que después de todo soy un hombre liberado; un hombre que arrojó por la ventanilla de su desván de miseria el lastre inútil de la honestidad.
Al fin de cuentas, ¿qué es un hombre honesto? Un fabricante que explota a cientos de obreros, paga impuestos cuando no puede eludirlos con una coima, cumple con las reglamentaciones legales, engorda, cohabita con libreta de registro civil, educa a sus hijos en la misma escuela, come con voluptuosidad animal, acupa su butaca en el teatro, se deleita con la música empalagosa, eructa y se duerme pacíficamente, es un hombre honesto.
El empleado que acepta su situación de síbito, escala puestos, es el perfecto alcahuete del amo, vende a sus compañeros por mucho menos de treinta dineros, obedece al horario, goza su licencia, fabrica hijos y se pavonea con la mujer preñada, es un hombre honesto y, además, un hombre que mira por su porvenir.
El funcionario que usufructúa una posición holgada conquistada horizontalmente horizontalmente por su cónyugue; el canalla político que alienta encomiísticas aspiraciones de inmortalidad, son señores honestos.
Estoy harto de la honestidad. Harto de las personas honestas. Asqueado de la mediocridad con dos patas. El abdomen burgués me produce asco.
Me indigna la injuria de esa bestia que se nutre junto a la vidriera del restaurant abofeteando a la miseria que pasa. La imparcialidad me revienta e igual me acontece con la vida normal. ¿Qué es la vida normal? Vivir sin una aspiración, vegetar pasivamente. No tener jamás un sueño luminoso ni alumbrar la oscura existencia con un rayo de locura.
¿Para qué quiero cien años de vida normal? La rabia se transforma en lástima y compadezco a esas pobres criaturas normales que quedan bien con todo el mundo. Con la ley y con Dios. Para obtener su asiento en el Paraíso les basta con la señal de la cruz, bajo las abrigadas cobijas, en compadecer a los desdichados que se mueren de frío en los umbrales inhóspitos.
No tengo un cobre. No tengo honestidad. La he regalado al mundo. Venga en buena hora la locura, la ardiente locura de un sueño que será mi eternidad. Comprendo al individuo estrafalario que vivaba a los faroles encaramado en un poste telegráfico, pues de cada farol un día no lejano será necesario colgar un canalla.
He llegado al hotel. En la puerta recórtanse las figuras de los facinerosos. Al acercarme me observan con minuciosidad de policías y en el instante de transponer el umbral uno de ellos musita:
-Parece un chorro.
Voy subiendo la escalera del hotel y el edificio me pesa sobre el alma. Por primera vez cuento peldaños. Son sesenta y cada uno se empina en mi orfandad. En el "hall" descubro a un amigo de otros tiempos y siento que me mortificaría si supiera que todas las noches duermo allí, porque me humillaría con sonreír compasivo. Y en el momento en que me decido a explicarle que he perdido el tren -un tren cualquiera que pudiera llevarme a un hogar- el hombre del hall descubre mi intención y no me da tiempo a mentir. Con sorna, seguro de que me está haciendo daño, deja caer estas palabras:
-Amigo, hoy no hay cama para usted. Ni de un peso, ni de un peso cincuenta. ■
Fin










miércoles, 16 de diciembre de 2009

RESCATES: CARLOS MASTRONARDI


BIOGRAFÍA

Por Alejandro Bekes
Carlos Mastronardi nació en Gualeguay, en la provincia argentina de Entre Ríos, el 7 de octubre de 1901; hizo su escuela secundaria en Concepción del Uruguay, ciudad entrerriana honrada por la sombra de Urquiza. Más o menos a sus veinte años se fue a Buenos Aires, con intención de estudiar abogacía. Allí fue parte de “la grey de MARTÍN FIERRO”, esto es, la vanguardia literaria que, a mediados de los años veinte, se reunía más o menos en torno a la revista de ese nombre. Muchos años después sus personajes, ya ilustres, poblarían las páginas vívidas de Memorias de un provinciano: entre otros, el socrático Macedonio Fernández, el “inocente y temible” Roberto Arlt, el intenso y atribulado Jacobo Fijman, el desconcertante Néstor Ibarra, el joven Borges.
Tiempo después de publicarse su primer libro de poemas, Tierra amanecida (1926), la muerte del padre determinó el regreso de Mastronardi a Gualeguay, experiencia caracterizada en las Memorias como “un período oscuro, un tiempo sin esperanza ni salida” que duró ocho años. Al cabo de ellos, Mastronardi vuelve a Buenos Aires; allí se establece como redactor de EL DIARIO (oficio que ejercerá hasta jubilarse) y publica su tercer libro: Conocimiento de la noche (1937) (1). El resto de su parca literatura cabe en unos pocos títulos. Dos de ensayos: Valéry o la infinitud del método (1955) y Formas de la realidad nacional (1961); uno más de poesía: Siete poemas (1963) y las ya mencionadas Memorias de un provinciano (1967). A estas ediciones hay que añadir la segunda de Conocimiento de la noche (1956, con agregados y variantes) y un cierto número de artículos y poemas dispersos o recogidos en diarios, revistas y antologías. Mastronardi murió en Buenos Aires en 1976. Póstumamente editó la Academia Argentina de Letras sus Poesías completas (1982, al cuidado de Jorge Calvetti), y sus Cuadernos de vivir y de pensar (1984, con prólogo de Juan Carlos Ghiano).
En su vida retirada, el único “detalle” destacado por todos los que los conocieron (y por él mismo) es su costumbre de evitar la luz diurna, de vivir solamente de noche. Heliofobia que algún crítico vinculó a una presunta polaridad presente en su obra, que opondría la luz plena de la provincia al oscuro vacío ciudadano. Esta interpretación, basada en el contraste rotundo y evidente entre los dos primeros poemas de Conocimiento de la noche, puede parecernos un tanto simplista, aunque también reveladora. Leamos ante todo, el párrafo final de las Memorias:
es que los casuales honores, me envanecen las conquistas que perduran hasta confundirse con la vida, y la noche es una de de ellas. Acaso pueda suponerse que me asigno debilidades menores para ganarme el afecto del lector; sin embargo, como ya lo dije, sólo encuentro satisfacción y complacencia en aquellas prácticas personales que no desvirtúan mi naturaleza. Una debilidad menor que mucho me halaga, dado que mi ser la quiere, es el cultivo de la noche. Me jacto de vivir en ella y, por consiguiente, de haber sorteado la violencia diurna de los veranos. Y ello, a pesar de las tareas que debí cumplir en los meses de luz fuerte. Esta orgullosa declaración de heliofobia, por cierto, sólo es un ejemplo. Por encima de los esplendores y de los fracasos, importa, en suma, desplegar en el tiempo, juntando ser y querer, aquello que vive con más fuerza en nosotros. Retribuido por el propio anhelo -nada más necesito- espero como en otros tiempos el pájaro nocturno de Minerva.
A veces el problema de estar se convierte en el problema de ser. A los 30 años y exiliado en Gualeguay, Mastronardi se pregunta si el aislamiento y la soledad no terminarán por convertirlo en un poeta de juegos florales. Para soslayar esa desdicha busca refugio en el silencio (2). No quiere fomentar el equívoco a que fatalmente lo llevaría presentarse como poeta en el ambiente pueblerino…Pero ¿qué será Mastronardi en la Capital? Buenos Aires lo salva del elogio rimado de las pompas locales, pero sólo negativamente, y por un esfuerzo de apartamiento y privación, lo devuelve a sí mismo. El perpetuo fantasma del no ser aparece en la poesía y en la prosa (y sobre todo en la prosa fragmentaria y aparentemente casual) de la madurez. “La quietud deja ver los abismos, y es mejor no verlos” (apunta en un cuaderno de 1966); y unos años o páginas después: “El principio de identidad es una convención útil y provechosa. Nadie sabe quién es. Si yo pudiera identificarme tendría la cifra del universo”.
La mediocridad anodina del pueblo y la ansiedad frenética de Buenos Aires atentan igualmente contra el anhelo de saberse alguien, de estar en algún lugar. Mastronardi les opone una suerte de escepticismo estoico; escribe que “por encima del prestigio y del oro, lo importante es haber vivido según el propio carácter, según la ley interna, es decir, haber hecho lo que se quiso hacer”.
El desgarramiento, sin embargo, aunque voluntariamente despojado de patetismo, aparece evidente para quien sepa verlo entre las líneas precisas de su poesía o en la trama un poco más suelta de su prosa. El lugar de Mastronardi es, desde luego, la provincia; pero no la provincia de ahora, sino la de entonces. Y la provincia de entonces ya no existe sino como reconstrucción elegíaca, porque sólo de lejos las cosas son distintas y se vuelven, impares, nuestros hondos cimientos.
Su provincianismo, resuelto en distancia, se constituye así en una perspectiva privilegiada para contemplar la sociedad y la época, “sin dejarse arrastrar por la inercia de las ideas hechas” (3). Y escribe:
…la época y la sociedad oponen al artista una suerte de
resistencia bruta, la misma resistencia mecánica que el mármol
opone al martillo o al cincel del escultor. Sólo de este modo se
manifiesta su influjo, su fuerza determinante. Esa materia pasiva y dada está en el reino de la necesidad, pero deja de estarlo cuando cuando se transfigura en belleza bajo el laboreo de una mano libre. (4)
Es posible pensar que Mastronardi, al paso de una concepción rigurosa del arte, hubiera podido caer en un mallarmeano culto de la perfección (o de la inanidad) literaria, si no hubiera venido a salvarlo el paisaje: quiero decir, una auténtica imagen poética, y no un artificio desesperado.


Una provincia entera de este mundo, con sus pastajes, sus parvas atardecidas, sus anchos ríos, sus hombres. Claro que tampoco en esa provincia cabe un poeta, porque la patria de un poeta es el mundo; pero la provincia le da encarnación visible, respirable, a la intuición de esa armonía original que merece y exige nuestro canto:
La conozco agraciada, tendida en sueño lúcido…
A la armonía se opone, por supuesto, la realidad, y hay siempre un dejo amargo en el regreso del soñador al mundo de todos, donde rige el principio de contradicción. Mastronardi se resignó mínimamente a la ironía y nunca al cinismo. No buscó complacencia en la aniquilación de los propios o ajenos afectos. Forastero en la gran ciudad, pero también en todo presente, sintió con hondura la condición extranjera del poeta en este siglo implacable. No quiso disimularla, pero tampoco cedió a la facilidad de vivir de su lamento. Su apartamiento no lo llevó a incurrir en el trovar clus ni menos todavía en la petulancia informe de los prosadores de Freud o fragmentadores de Barthes. Al contrario: su secreto (ese secreto que era él mismo) se esconde en la transparencia de un castellano familiar, casi oral por momentos. Trabajó con mano segura un lenguaje lírico a la vez nuestro y universal, cuya progenie remonta a los lúcidos epígonos del modernismo (pienso por ejemplo, en un Baldomero Fernández Moreno), un idioma que aun fue abandonando alardes barrocos –lujos del primer libro- en pro de una retórica casi invisible, cuya complejidad elude la complicación, abre horizontes…
La poesía es un diálogo entre muertos. Mastronardi, creo yo, lo sabía y dejó constancia de ese amargo saber: no en “Luz de provincia”, no en “Tema de la noche y del hombre”, sino en el contraste de esos mundos inconciliables. No hubo en él, sin embargo, queja patética ni tragedia visible. Como volutas de humo del cigarro dejó que se perdieran en silencio sus días. Tal vez no esperó una inmortalidad literaria. Al frente de uno de sus textos estampó la máxima de Epicuro: “Disimula tu vida”. Su voluntad de perfección, “sus virtudes de espléndido artesano”, se aplicaron a esa materia inasible y preciosa que subyace a la memoria incansable de lo perdido.
La poesía de Mastronardi no es meramente la apuesta a un estilo y a unos sentimientos ya pasados de moda. Es también un emblema de la condición del poeta. La provincia perdida es la perdida posibilidad de un cantar compartido, de un lugar entre los hombres aquellos que regían los cielos y el ganado entre pastajes sin límite. No lo comprenderán las mayorías, por supuesto, y menos aún los escritores que se proponen “ser modernos”. Mastronardi nos dejó solamente constancia de esta grieta entre la luz que puebla la memoria, sobre la cual se edifica el mundo poético, y la noche que habitan los despojos actuales del hombre. Allí la imagen del poeta se tiende, resignada, y contempla sin excesiva amargura la extensa contradicción:
Yo en mi estrella, en mi lecho, en mi tabaco.
Y el corazón, señor de la miseria.
Concordia, Entre Ríos, enero de 1998


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(1) El segundo, Tratado de la pena, permanece en el misterio y acaso quedará para siempre en él, ya que su autor lo retiró de circulación poco después de publicarlo, en 1930. No sé de nadie que conserve algún ejemplar.
(2) Y en la amistad del otro poeta de Gualeguay y de Entre Ríos, el extático y semilegendario Juan L. Ortiz.
(3) La frase de Conrado Nalé Roxlo, en su prólogo a las Memorias de un Provinciano. Nalé agrega: “De más está decir que para que se den esas condiciones no basta ser provinciano: hay que ser Carlos Mastronardi”.
(4) Memorias de un provinciano, Prólogo de C.N.Roxlo. Buenos Aires, Ediciones Culturales Argentinas, 1967, pág.259
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(Extracto del Prólogo de “MASTRONARDI, Carlos – Antología poética, La Torre de los panoramas, AMG Editor/ Logroño, España, 1998”. – Se reproduce con la autorización expresa de su autor)


Entrada en el desierto
Dicen que en este lugar he vivido,
pero no reconozco ni personas ni casas,
que si alguna vez miré, se disiparon.
Paso junto a unas puertas y unos patios sin voces,
indescifrables, mudos,
como si los hubiesen dejado en un desierto.
Nada de lo que tuve me espera en este pueblo.
A quién preguntar por aquel árbol
y por aquel jilguero que cantaba
en la serena siesta, si no quedan recuerdos,
y las cosas existen y se afirman
en el pasado mutuo, cuando alguien las comparte
y no se derrumbaron con las almas.
Soy el desconocido, el forastero,
como siempre le ocurre a alguien que retorna
cuando ya se borró lo que fue suyo.
Sólo advierto - quimera y simulacro -
unas sombras ruidosas, unos rostros anónimos.
Quiero saber de aquella madreselva
que era agasajo y sueño de unas tapias
rojizas, vacilantes por el lado del río.
Nadie responde. Llegan los meses agradables
y es otra, sin embargo, esta delicia,
esta luz que en noviembre inspira al pájaro.
Regreso después de años, y me digo
que en los acuerdos íntimos se asienta
la realidad incógnita. No hay señales ni me ampara
esa querida gente que acaso huyó con ella.
Ya no queda ninguna,
ni siquiera enemigos para exaltar el ánimo.
No encuentro el sauce pródigo que me obsequiaba sombra,
ni esa piedra pulida por el tiempo,
ni aquel grillo selvático que esperé muchas tardes.
Yo estaba y era en ellos. Me ayudaron
a cavar el abismo del futuro.
En las cosas me apago,
ya que, agónica y siempre, la versátil sustancia
vacila entre su fin y su principio
en vaivén que consume nuestros días.
Todos han muerto. Espejo sin imagen,
enfrento una penumbra despoblada.
El pasado se adueña de la noche
y anda en el lastimado viento solo,
que al desvelar distancias
sufre un idioma de ladridos pobres.
No hay un alma. Lo extinto reaparece
cuando la vida calla, y se apacigua
para sentir más cerca los ausentes.
Busco una calle, piso unas baldosas,
donde mis lentos pasos no resuenan
y doy con unas casas ignoradas
sin poder recobrarme. Soy ahora el extraño
que ha perdido las huellas del tiempo aquí dejado.
Esperaba un jardín, y miro un páramo.
El mundo real se oculta. Aquí no hay nada.
(Inédito, publicado en El Diario de Paraná, el 23-06-1976)


Los mandatos ocultos
Trabajo para un hombre insospechado
oculto en algún siglo venidero.
Sin saber quién lo manda, está llamado
a ser mi realidad y mi heredero.
Mi paso y el de todos los mortales
oigo en una desierta edad futura.
usando estoy las dichas y los males
que aguardan a una incógnita criatura.
Heredará mi sombra y será suyo
el dulce afán que mueve aquí mi mano,
mas habrá de ignorarlo. Quizá influyo
sobre un sirviente, un juez o un asesino
cuyo puñal esgrimo yo, el arcano.
Esa oscura maraña es el destino.
[Publicado post-mortem en La Nación el 24 de octubre de 1976]

Interior
La madre, que este invierno necesita más lumbre,
remueve alguna brasa y vuelve a dormitar.
Dilata su ojo amigo lloviendo dulcedumbre
la lámpara que mira el grupo familiar.
Muy grave la hermanita se ha dado a masticar
su dulce y su cartilla. Distrae la mansedumbre
del gato una luciérnaga, que empieza a revolar...
Y yo perduro en ésta mi lírica costumbre.
No esperamos a nadie... fluye su agua elsosiego,
y vivir es tan dulce como estar junto al juego.
(Nos conmueve un mal vago de algo nuestro que escapa...
un viejo olor doméstico anuncia los humeantes
tazones que alguien trae..., nos mecen los instantes,
y el alma, como el gato mimoso, se agazapa.
Uno de sus primeros sonetos, aparecido en la popular revista
fundada por Fray Mocho, en 1926

Por Carlos Mastronardi
Aspiro el ramillete de los años
Y siento que estoy muerto en cada olvido.
Mis apariencias todas se gastaron
Alguien se iba de mi crepúsculo...
En mis tiempos marchitos hubo puertos,
Y pañuelos vehementes se alejaron...
desconocidas gentes han partido
del fondo de mi ser ya devastado.
Me quedé en la efusión de cada abrazo
y en los adioses layos y secretos.
De improviso me vi como un extraño
con mi presencia inexplicable y sola
Lo ausente habla un idioma que no alcanzo.
Inútilmente dóblanse las tardes ...
y vamos deshaciendo en los olvidos,
ya dispersé el recuerdo como un ramo.
Los Poetas de Florida
(Centro Editor de América Latina)