“Me parece que cada vez escribo
mejor lo que me pasa; lástima que
Un personaje de Las dos historias, de Felisberto Hernández
Hay tipos que no necesitan apellido. En la literatura de estos pagos idiomáticos hay varios casos notables. Quiero decir escritores singulares en nombre y obra: Macedonio, Oliverio, Alfonsina, Celedonio, Baldomero. Para qué ir más lejos de esos nombres raros, aparatosos, ponerles (recordar) apellidos dignos de omisión, prescindibles por grotescos, como Girondo; o por transitados, como Fernández o Flores... Uno los piensa de chicos, en qué momento empezaron a tener cara y pinta para bancar un nombre así.
De todos los casos, el más alevoso es el de Felisberto. Es el tercer Hernández que aparece en el fichero de la memoria (un concepto que le hubiera gustado) de cualquier lector más o menos informado, después de dos poetas generosa y justamente populares: el barbado José que inventó la sextina con opinión y el martirizado Miguel que le dio su “árbol carnal” a los cirujanos y letra a Serrat. Felisberto Hernández no fue/es ni poeta, ni popular; y cuando opinó políticamente, mejor que no lo hubiera hecho. Y sin embargo, o sin embargar nada –que no hay qué–, el uruguayo es uno de los narradores más deslumbrantes de la lengua, un tapado oriental que nunca termina de mostrar del todo la hilacha del genio insoportable.
Como suele pasar con los escritores que dejan marca, con él todos tenemos una primera vez. O varias primeras veces, si cabe. Así, creo que el primer cuento de Felisberto que leí fue “El cocodrilo”. Estaba en una antología del Centro Editor de América Latina hecha por Luis Gregorich de principios de los ’70: Cuentos de dos orillas, con autores argentinos y uruguayos. Y me impresionó –no se parecía a nada, estaba tan bien escrito– tanto como me deslumbró ayer que volví a leerlo, otra vez, en un repaso de las no más de cuatrocientas y pico apretadas páginas en la edición de la Biblioteca Ayacucho. Con Felisberto, y sólo sucede con los grandes, la última lectura es como (o mejor que) la primera: hay una escritura inagotable ahí.
Y el personaje que escribe, el evasivo señor Hernández que firmaba libros y figuraba al piano en los programas musicales, de algún modo también lo es. La primera nota que me reveló (en parte) a ese personaje la escribió Tomás Eloy Martínez en La Opinión en el ’74: “Para que nadie olvide a Felisberto Hernández”. La nota incluía, como bonus track, el formidable cuento “Ursula” (“Ursula era callada como una vaca”), nunca reunido en libro hasta la edición de las obras completas de Arca, en seis tomitos, que supongo se terminaban de completar por entonces. Aquel texto de Martínez –el mejor de los que después reunió en el excelente Lugar común la muerte– mostraba un Felisberto que diez años después de su muerte seguía, en Montevideo y de memoria, convocando mujeres (Madre mayúscula, hermana, hijas perdidas, viudas varias y entreveradas) y desconcierto crítico a su alrededor. El escritor extraordinario, claro. Pero sobre todo el pianista itinerante de los pueblos del interior, las orquestitas y los conciertos rasposos; el enamorado inmaduro que volvía a dormir la siesta con su mamá para terminar en pensiones de mala muerte; el gordo blandito del final que hubo que sacar, muerto e hinchado, por la ventana, una tarde de enero del ’63. Incluso, el personaje público se había permitido la borgeana gansada de hablar por radio en virulentos programas de propaganda anticomunista en plena Guerra Fría, un oprobio ilevantable para críticos ciegos, sordos y con anteojeras ideológicas indignas del maravilloso caballo de La mujer parecida a mí.
Por esa época también tuve, con Felisberto, mi primer hallazgo. Un hallazgo extraordinario, de ésos que a los rastreadores de librerías de usados nos enorgullecen toda la vida: encontré, en un ocasional local tipo galpón de Florida donde liquidaban libros de toda clase, la primera edición, la de 1942, de En los tiempos de Clemente Colling, el primero de los textos en que Felisberto –después siguió con El caballo perdido y Tierras de la memoria– se metía con el mundo de la infancia antes y después del piano, iniciaba una aventura memoriosa hacia atrás y hacia adentro que el larguero Proust sin duda habría envidiado, empezaba a trabajar esa zona tan suya de curiosear y escribir sobre aquello que no conocemos del todo, lo que se resiste, como misterio a ser desculado.
Aquél era un librito flaco y humilde, sin abrir después de tres décadas largas, que aún conservaba entre sus páginas la hojita –creo que azul– en separata que consignaba la lista de los amigos de Felisberto que habían contribuido a su publicación y reproducía el elogio inaugural y recitado de Jules Supervielle. Se lo terminé regalando a un fervoroso amigo uruguayo a cambio de no sé qué pelotudez, un libro de crítica, creo. Imperdonable.
Imperdonable fue también, seguro, la ceguera crítica que rodeó a Felisberto en su momento. Pese a que en los ’40, antes y después de su excursión parisina de posguerra, publicó en Sur y en La Nación alguna cosa, era “muy raro” lo que hacía. Pero hay que ubicarse: no estaba solo en el ninguneo. Entre el ’47 y el ’51, para darse una idea, se publicaron en Buenos Aires –en Sudamericana, Emecé y editoriales menores– Nadie encendía las lámparas, Sombras suele vestir, Ferdydurke, Adán Buenosayres, La vida breve y Bestiario, obras de narradores nuevos o no tanto que pasaron cómoda, cínica, necia, alevosamemente casi inadvertidas (en su excepcionalidad) para la crítica y sobre todo para el público en general. Durante largos años, esas ediciones languidecieron apiladas en los sótanos respectivos hasta que la fama ulterior y el reconocimiento a los autores las fue a sacar de la humedad y el olvido. Pero la compañía de Onetti, Gombrowicz, Bianco, el castigado Marechal y Cortázar –su amigo en diferido– no deben haber conformado ni escandalizado a un Felisberto acostumbrado a mirar poco a los costados. Eso también tiene su costo.
Todo esto viene al caso porque en estos días Felisberto Hernández ha vuelto a la novela, pero esta vez como personaje. La historia es bárbara (y patética) y muchos la conocen, pero la resumo brevemente acá. Hace algo más de una década, el periodista e historiador uruguayo Fernando Barreiro descubrió –de descongeladas fuentes europeas– un hecho extraordinario: la elegante española María Luisa Las Heras, la mujer que Felisberto se trajo de París en 1948, a la que dedicó Las Hortensias y que se convirtió en su tercera mujer durante un par de años en Montevideo, no se llamaba así, ni era una modista prestigiosa muy dedicada a su ruidoso taller de costura.
Nacida en Ceuta, María Luisa se llamaba en realidad Africa de Las Heras y era una espía, veterana de la Guerra Civil Española y agente encubierta de la que sería la KGB soviética, que antes había participado en el armado del asesinato de Trotsky. Africa, cumpliendo órdenes precisas, sedujo al escritor uruguayo en París y una vez establecida su sólida cobertura en Montevideo se dedicó a montar su transmisor clandestino y una red de espionaje que se extendería por toda América y duraría muchos años más que el efímero matrimonio. Más stalinista que simpática aventurera, Africa se quedó hasta la década del ’60 en Uruguay y jamás fue descubierta. Murió llena de honores y medallas en vísperas de la caída de la URSS.
La novela reciente que hace centro en María Luisa/Africa y en este episodio extraordinario muestra a un Felisberto inevitablemente penoso. Tras leer La muñeca rusa, de Alicia Dujovne Ortiz, no pude evitar –pese a la destreza narrativa y la suelta escritura– que me dieran ganas de irme de ahí, de un relato inteligente sin amor ni grandeza en que lo veía gordo, enfermo mamero, frágil y egoísta, un pelotudo al fin, casi un mal bicho. Algo habrá hecho, claro, qué duda cabe. Pero sobre todo algo habrá dejado de hacer, según los vivos y equilibrados, para no darse cuenta de nada. Felisberto estaba en otra. El que quiera saber en qué, tire todo lo que está leyendo y métase en El comedor oscuro, vaya a escuchar Mi primer concierto y visite La casa inundada.
Después me cuenta.
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