martes, 23 de junio de 2009

Enrique Wernicke - LA LEY DE ALQUILERES

La ley de alquileres

Había tenido una vida fácil porque sus ambiciones y sus gustos no llegaban a sobrepasar exageradamente sus posibilidades. Ganaba un sueldo mediano en una compañía exportadora y su mujer otro mucho más modesto en una escuela del Estado. Con eso vivían, iban al cine, compraban sus ropas a crédito y, cada dos años, veraneaban quince días en Mar del Plata. Con eso y algo más: la Ley de Alquileres. Porque la relativa holganza de sus vidas la debían a una buena salud de la pareja (¡los remedios salen una fortuna!) y al risible alquiler que pagaban por el departamento.
Aquella ley les había caído del cielo al poco tiempo de casarse. En aquel entonces, él aún tenía esperanzas de progresar económicamente y con un poco de audacia y mucha fatuidad resolvió alquilar un departamento que hasta resultó demasiado lujoso para una pareja de recién casados.

Al poco tiempo, algunas contrariedades en la oficina y el aumento del costo de vida lo hicieron arrepentirse de su optimismo. Pensó en mudarse a una vivienda más modesta. Pero la aparición de la ley y la obligada rebaja que ésta impuso, cambiaron el panorama.
Luego, los años continuaron favoreciéndole. Al cabo de una década, su departamento parecía lujoso y la suma que pagaban por su alquiler, una cosa ridícula.
Él gozaba con esta situación. Es más, era el único goce auténtico que tenía, porque en los otros aspectos de su vida la suerte no lo había ayudado. Había perdido el pelo prematuramente y su mujer, a raíz de ciertas fallas glandulares, engordó desproporcionadamente.
Los negocios, por otra parte, no habían adelantado en ningún sentido. Pero en cambio, las dificultades de la época, el transporte, la carestía, el clima político, acabaron con los simples placeres de la pareja y convirtieron su existencia en una serie de horas tristes y monótonas.
Pero estaba la Ley de Alquileres. Y ésa era su revancha.
Le gustaba invitar amigos a su casa. Tenía espacio de sobra. Podían jugar al póquer en el living mientras las mujeres chismorreaban en el “cuarto de vestir” (un segundo dormitorio destinado al hijo que nunca llegó). Y podían seguir jugando mientras las mujeres ponían la mesa porque el living era enorme, tan enorme que los amigos siempre repetían una misma pregunta asombrada:
—Pero, ¿cuánto pagás por todo esto?
Y entonces, con una satisfacción casi sexual, él respondía:
—¡Caéte! ¡Cien pesos!
Las exclamaciones admiradas de sus invitados le sonaban como aplausos. Se revolvía en su asiento, guiñaba los ojos y sacudía la cabeza sobradoramente.
Es que la Ley de Alquileres era ya una cosa suya y en cierta forma la sentía obra personal, como un triunfo logrado por su esfuerzo y su talento.
Horas después recordaba la escena con su mujer.
—¿Notaste la cara que puso Fulano?
—¿Y su mujer?
Reían como locos. Pero, luego, piadosamente, agregaban:
—¡Qué envidia, los pobres!
—Y bueno, che... ¡Qué vas a hacer!
Ya en la cama, en el silencio grave del departamento, el hombre reía una vez más para sí.
—¡Basta, che! —decía su mujer. Y a su vez, se echaba a reír.
Se dormían felices. Y él roncaba silbando.

La caída de Perón lo sorprendió agradablemente. Pocos días antes, en la oficina, le habían confiado una comisión extraordinaria y con tal motivo había tenido un entredicho con el delegado del sindicato. Los sucesos le ofrecían un desquite mezquino, de modo que fue de los primeros en abandonar el escritorio para salir a la calle gritando:
—¡Libertad, libertad!
Ya en su casa, tomando un vino de marca al que no estaba habituado, comentaba con su mujer las novedades y terminaba con aquellas palabras tan oídas:
—Ahora vas a ver. Me las van a pagar.
No se refería concretamente a tal o cual persona. Pero su obtuso cerebro adivinaba la formación de un clima de venganza, donde todos sus pequeños odios y frustraciones iban a tener una suerte de satisfacción. Por un tiempo se olvidó de la Ley de Alquileres. Los comentarios cotidianos y la exaltación de las crónicas periodísticas le dieron tema para muchos pensamientos. A veces, con una exageración que antes no tenía, hablaba de “fusilar a los traidores” y otras de limpiar al país de “tanto negro”. Y todavía le duraba la euforia cuando un día, al abrir el diario de la tarde, se enteró de que estaban por modificar la Ley de Alquileres.
El golpe fue brutal. Un palo en la cabeza. Casi se descompuso en el subterráneo. La noticia le revolvió las tripas. Y toda su nueva personalidad de ciudadano democrático y defensor de libertades se vino al suelo estrepitosamente.
Cuando llegó a su casa, temblaba. Su mujer se asustó y lo llevó a la cama. Él la dejó hacer, pero cuando estuvo entre las sábanas, tuvo un ataque de rabia y a patadas apartó las cobijas y se puso a gritar.
Recién al rato, entre lágrimas de su mujer, consiguió hablar coordinadamente y explicar lo que sucedía.
—¡Nos revienta! ¿Comprendés? —gritó después de darle a leer el diario—. ¡El dueño se vengará de nosotros! ¡Nos echarán a la calle! Y...
La furia le impidió continuar. Cayó en la cama y se puso a llorar.
La mujer lo atendió como pudo. Le dio una aspirina y corrió a prepararle un tesito de tilo. Y ya en la cocina, mientras esperaba que hirviera el agua, se dijo, con mucho tino, que los hechos no eran tan graves. No podía ser semejante cosa. Si los temores de su marido se cumplían, medio país iba a quedar sin vivienda. No podía ser...
Y repitiéndose estos conceptos llevó el té a su marido. Y pretendió hacerlo entrar en razón.
Entonces fue la locura.
El hombre le tiró el té por la cabeza y gritó como un energúmeno.
—¡Pero pedazo de idiota! ¿No comprendés? ¡Es la venganza de la oligarquía! ¡Es el golpe mortal a los trabajadores! ¡Es la miseria! Es...
Siguió gritando. Y sin darse cuenta hizo la más grotesca y exaltada defensa del acabado régimen peronista.
A partir de ese día la vida del hombre sufrió una total transformación. Ya no fue un ciudadano democrático, ni un revanchista, ni nada. Fue un pobre infeliz, una rata aterrorizada que cada tanto chillaba histéricamente defendiendo actitudes incomprensibles y pontificando sobre la vida del pueblo. Porque odiaba a los “libertadores” pero los temía. Y en cuanto al peronismo, adivinaba que había terminado como etapa histórica y que era al “cuete” añorar el tiempo ido.
La angustia desvió su vida por caminos inusitados. Primero lo apartó de los amigos, en los que creyó adivinar un goce por su desgracia. Después lo enfermó del hígado. Y por último, como una consecuencia de la mala salud y soledad, le dio por las preocupaciones sociales.
Su único confidente era su mujer, pero como ella no lo seguía en sus razonamientos era común que pelearan.
—¡Sos una bestia! ¡No entendés! —le gritaba.
Y cuando ella aceptaba el hecho llorando, él proseguía:
—El país vive la crisis más grande de su historia... Pero el pueblo se levantará defendiendo sus conquistas... Y llegará el día en que el gobierno sea nuestro... Y... Y...
Y siempre terminaba con la afirmación rotunda de que “nadie iba a echarlo de su casa”. Hablaba de tiros y de horcas y por fin bebía abundantemente el vino que le servía su mujer con tal de apagar su desesperación.
Pero fue mas lejos: llegó hasta conversar con un comunista y de las claras y tranquilas explicaciones que le dieron, sacó en conclusión que el departamento era suyo y que nadie tenía derecho a sacárselo. Pero se le quedaron pegadas algunas frases del camarada y las repitió intuyendo que “ayudaban a su causa”.
Y entonces, por primera vez habló del monstruoso problema de las villas miserias, de la situación de la clase obrera, del drama de la juventud. Y se pareció a esos apóstoles podridos de madera tallada, que ilustran las capillas coloniales del Paraguay.
Se convirtió en un asco. Un recipiente que contenía lo más inmundo de un egoísta.
Compró diarios opositores. Leyó las leyes que voceaban en Florida. Husmeó buscando una salida. Hizo de todo: mintió, simuló, rogó. Y rompió lo único bueno que había tenido en su vida: la amistad de su mujer.
En el empleo, lo dejaban vivir.
Y los porteños, generosos como son, le perdonaban sus extravíos.

Termino esta historia y aún no se conoce la reglamentación de la Nueva Ley de Alquileres. No sé qué va a pasar con nuestro personaje y su lujoso departamento. ¡Pero de cualquier modo, si lo echan que reviente!

Enrique Wernicke

1 comentario:

  1. Desconocía este texto, creo que si no no lo hubiera olvidado. Gracias por este espacio. Es una necesidad reccorrer lo que a la mente de uno le suena cómo propio, en el sentido de pertenencia geográfica. En el sentido de sentir las dos orillas, la del agua y y la del alma. Un abrazo. Mercedes Sáenx

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