Estas páginas están consagradas a los grandes creadores de la literatura rioplatense, y a los hechos culturales y sociales emparentados con la literatura y la historia, y con Roberto Arlt y Juan Carlos Onetti, dos mitos, dos gigantes.
sábado, 4 de julio de 2009
Antonio Requeni — “LAS PEÑAS LITERARIAS DE BUENOS AIRES”
Leer este texto nostálgico, tupido, completo (o casi...) me produjo un ataque (no de asma...no cardíaco...no alérgico) de melancolía aguda y estratégica. La mayoría de esos bares han renunciado a la vida y fueron masacrados por la piqueta, las "reformas", el progreso y la modernidad. Todo este texto se cuece en recuerdos queridos y, para quién como yo alcanzó a conocerlos in situ, evocarlos como fueron y saber que en varios de esos lugares me reuní con antiguos compañeros de la conspiración política y "subversiva" alrededor de ingenuas y vírgenes tazas de café expréss, fuertes como tazas de cicuta, me trae la película de mi pasado. Una buena y conmovedora lección de ayeres... Andrés Aldao
“LAS PEÑAS LITERARIAS DE BUENOS AIRES”
Antonio Requeni. Periodista y escritor, nació en Buenos Aires en 1930. Se desempeñó en el diario La Prensa desde 1958 hasta 1994, año en que se jubiló como secretario de redacción. Colaboró en diarios del interior y del exterior; fue corresponsal de Radioprogramas Hemisferio de La Voz de las Américas, Estados Unidos, y dirigió la revista Italpress. Es actualmente crítico bibliográfico de La Nación. Obtuvo una mención especial en ADEPA y los Premios Konex en las categorías Literatura Testimonial y Periodismo Cultural, respectivamente. Publicó una decena de libros de poemas, un libro de cuentos para niños (fue colaborador de Billiken), un volumen de crónicas de viaje y el Cronicón de las peñas de Buenos Aires, que mereció el Primer Premio Municipal de Ensayo. También fue distinguido con el Primer Premio Municipal de Poesía por su libro Línea de sombra. Es miembro de número de la Academia Argentina de Letras. Fue condecorado por la República Italiana con la Orden de Cavalliere Ufficiale. En la Academia Nacional de Periodismo coordina la Comisión de Publicaciones.
por Antonio Requeni. (6-VIII-1998)
La peña reunión o tertulias de seres unidos por afinidad de intereses, activi-
dades o de simple simpatía amistosa, tiene una larga tradición que se vincula con la
necesidad del hombre de comunicarse, de conjurar la soledad. La peña no es una
institución privativa de una clase sino un hábito que ha abarcado siempre todos los
niveles sociales y culturales, desde los arcópagos literarios de la Grecia clásica a las ruedas de parroquianos que discuten en una mesa de café las alternativas del último partido de fútbol o la mejor manera de enderezar el mundo.
En esta ocasión trataré de ofrecer un panorama de las peñas de Buenos
Aires, particularmente de las que congregaron a poetas, artistas, periodistas y otros
bohemios consuetudinarios durante un tiempo en el que aún había tiempo para
despilfarrar en diálogos más o menos morosos o chispeantes; épocas felices en las
que era habitual ver conciliados verdad y pintoresquismo, pobreza y alegría, talento
y desinterés.
En relación con la ciudad de ayer, Buenos Aires exhibe una opulencia digna
de las urbes más modernas pero, acaso, en algunos aspectos, se ha empobrecido.
¿Qué se hizo de aquellos viejos bares y cafés del centro donde siguiendo la tradi-
ción madrileña o parisina -también abolida en esas capitales- los porteños acostum-
braban a reunirse, ya no para matar el tiempo sino para desmenuzarlo, ritualmente,
en estirados diálogos, o acribillarlo con los golpes frenéticos del cubilete sobre la
mesa de “generala”?. Alguno sobrevive, es verdad, pero poco a poco van desapare-
ciendo del mapa urbano.
Aquel hombre “que está solo y espera” del que Raúl Scalabrini Ortiz habló
en un libro de vasta difusión, sigue estando solo pero ya no tiene tiempo de esperar.
Tampoco le quedan sitios donde sentarse con los muchachos -no importa si de
veinte o sesenta años- para hablar de política o de fútbol. Sin embargo, la costum-
bre de la tertulia o peña fue una necesidad para los porteños de 40 o 50 años atrás,
especialmente entre los miembros de tipología social prácticamente extinguida en
nuestros días: la bohemia.
Pero vayamos a nuestra historia. En mi libro “Cronicón de las peñas de
Buenos Aires” me referí a peñas que tuvieron su auge a lo largo del siglo XIX,
grupos de hombres y mujeres que en tiempos de la Colonia y la Gran Aldea alcan-
zaron significativa gravitación. ¿No fueron peñas las sociedades secretas en las que
se reunían nuestros próceres? ¿No fue la tertulia de la Jabonería de Vieytes, en la
calle México de 1050 al 1062, una verdadera peña?. También lo fue, más cerca de
lo que hoy concebimos por tal, la que regentaba Joaquina Izquierdo -exquisita
recitadora- en la calle Belgrano, entre Balcarce y el Bajo, y la que discretamente
dirigía Mariquita Sánchez de Thompson en su mansión de la calle Unquera, hoy
Florida, donde se gestó la Sociedad del Buen Gusto. Fuera de ese ambiente social,
hubo además peñas en los cafés tradicionales de la época como el Café de los
trucos, que habría sus puertas en la esquina sur de la Plaza Mayor, el de Los
Catalanes, en San Martín y Cangallo, particularmente, en el Café de Marcos, en la
esquina de Alsina y Bolívar, donde Agustín Donado creó la Sociedad Patriótica y
Literaria, desde la cual el verbo inflamado de Monteagudo proclamó que “la igno-
rancia es el origen de todas las desgracias y el más firme apoyo del despotismo”.
Las tertulias, tanto en residencias como en cafés, languidecieron durante el
régimen de Rosas. Después de Caseros renacieron las inquietudes culturales y, con
ellas, los salones literarios como el que abrió, ya madura, esa interesantísima perso-
na de nuestras letras de "Una excursión a los indios Ranqueles". En las últimas
décadas del siglo XIX los salones de Miguel Cané y Rafael Obligado cobijaron
peñas de literarios, políticos y artistas.
Pero la peña bohemia y pintoresca que, lejos de salones y ateneos, se instala-
ría en los populares cafés y cervecerías porteñas, surgió con la llegada de Rubén
Darío, quien importó esa costumbre tras sus vagabundeos por los cafés literarios de
París y Madrid. Hasta el primer viaje del poeta nicaragüense a Buenos Aires, 1893,
era posible ver por las noches, ante la mesa de un bar, a algún bohemio solitario que
se aplicaba vehementemente a las tareas de vaciar copas y llenar cuartillas. Uno de
esos personajes característicos fue Charles de Soussens, poeta suizo radicado - o
refugiado - desde joven en Buenos Aires, por donde ambuló en busca de olvido y
consuelo, según se dijo, después de una desdichada experiencia sentimental en
Europa. El imán de la personalidad rubendariana lo trajo hacia su órbita, igual que a
otros bohemios sueltos, náufragos de la madrugada porteña: Antonio Monteavaro,
Antonino Lamberti, Alberto Ghiraldo, Diego Fernández Espiro y algunos más. Con
ellos, Rubén Darío hizo escala muchas noches en “ La Helvética ” , de San Martín
y Corrientes - frecuentado por los periodistas de “la Nación” - ; en los bares de
“Monti”, “Luzio” o en la cervecería “Auer’s Keller”.
Monti, Luzio y Aure’s son templos.
Allí se excluyen las políticas,
se muestran líricos ejemplos,
vuelan las odas y las críticas.
Esta es una estrofa de “Versos de Año Nuevo”, que Darío escribió años más tarde,
recordando sus felices días -o noches- de bohemia en Buenos Aires. Esta es otra
ingeniosa cuarteta de ese poema:
Kants, Nietzches y Shopenhauers,
ebrios de cerveza y de azur,
iban, gracias al calembour,
a tomarse su chop en Auer’s.
Las peñas de escritores, periodistas y artistas proliferaron después de la
partida de Darío, en 1898, y éste frecuentó algunas de ellas en sus posteriores
visitas, en 1906 y 1912.
Entre los mas famosos escenarios de peñas de comienzos de siglo hay que
mencionar el café de "Los Inmortales", en la calle Corrientes al 900 -donde hoy
está la sastrería Cervantes-. Solamente “Los Inmortales” merecería una conferen-
cia o un libro, como el que precisamente le dedicó Vicente Martínez Cuitiño, aun-
que no todo lo que contó sobre el famoso café haya sido cierto. Un día, don
Roberto Giusti me dijo que Martínez Cuitiño había incluido en su libro “hasta a los
que pasaban por la vereda de enfrente”.
Durante muchos años persistieron las dudas sobre el verdadero nombre de
“Los Inmortales” y sobre quien fue el que lo bautizó de ese modo, dudas que he
tratado de dilucidar en mi libro, pero lo cierto es que dicho establecimiento repre-
senta un mito insoslayable de nuestra vida literaria y cultural. Allí, según me relató
Edmundo Guibourg, que fue uno de sus parroquianos, se formó no una peña, sino
un “archipiélago de peñas”, entre las que sobresalían la de los autores teatrales,
periodistas, pintores y políticos, en su mayoría anarquistas. Entre los políticos con-
currían los socialistas Alfredo Palacios y Mario Bravo, así como el uruguayo Emilio
Frugoni. Dar nombres significaría hacer una lista fatigosa. Baste mencionar a los
principales animadores de tertulias: Florencio Sánchez, Charles de Soussens, Anto-
nio Monteavaro, Evaristo Carriego, Agustín Riganelli, Alberto Ghiraldo, José de
Maturana. Rodolfo González Pacheco y Enrique García Velloso. En “Los Inmorta-
les” se creó una sociedad de autores teatrales que fue el germen de la actual
“Argentores”, y también surgió allí la idea de un instituto nacional para cursar
estudios de arte dramático, o sea lo que hoy es el Conservatorio Nacional de Músi-
ca y Arte Escénico. A veces concurría a “Los Inmortales” José Ingenieros con
Soussens y una troupe de bohemios funambulescos de la peña “La Syringa”. El
eminente médico y criminólogo, el autor de numerosos libros científicos y de psico-
logía social, el activo militante socialista (como Lugones y Giusti en esa época) era
simultáneamente un caballero atildado, con cierto prestigio donjuanesco, y un entu-
siasta animador de peñas, a cuyos integrantes mas famélicos solía auxiliar generosa-
mente. A la vez Ingenieros era un temperamento desenfadado, que exteriorizaba a
través de la burla o tomadura de pelo, esa discutible versión porteña del “titeo”
español que nosotros identificamos con el vocablo cachada y de la que tal vez
Ingenieros fue precursor. Giusti me contó que el también concurría a “Los Inmorta-
les” así como a “La Brasileña”, de Maipú entre Corrientes y Sarmiento, y al restau-
rante “Ferrari”, en Sarmiento y Uruguay donde tenían lugar sus célebres
almorzáculos, de los que participaban por lo general, los redactores y colaboradores
de la revista “Nosotros” y donde se agasajó a Enrique Gómez Carrillo, Vicente
Blasco Ibáñez, Ramón del Valle Inclán y José Ortega y Gasset.
Pero antes de abandonar “Los Inmortales” digamos que por uno de sus
“archipiélagos de peñas” pasó una mujer, la primera que hizo entre nosotros vida de
café y la primera, también, que se animó a fumar en público: la actriz uruguaya
Ángela Tesada, a quien se atribuía una relación sentimental con Ingenieros.
En las primeras décadas del siglo se formaron peñas en otros locales, como
el “Guarany”, situado en la angosta Corrientes frente a "Los Inmortales"; el ya
nombrado “La Brasileña”, "La Armonía", “El Seminario” y el antiguo “Tropezón”
de Callao y Bartolomé y Mitre como así en las trastiendas de algunas librerías
céntricas y en las redacciones de los principales diarios.
Un acontecimiento de la época fue la aparición de “Caras y Caretas “, revista
festiva, literaria, artística y de actualidades que leía todo la ciudad, sin distinción de
clases sociales. Uno de los fundadores y, durante muchos años animador de la
revista, fue Luis Pardo, que firmaba con el seudónimo Luis García. Era quien
escribía los comentarios de actualidad, en verso, ilustrando generalmente los dibu-
jos de José María Cao o de Eduardo Álvarez. Luis García tenía una gran facilidad
para versificar y un ingenio centelleante. Una fuga de presos de la penitenciaría de
Las Heras inspiró, por ejemplo, el siguiente dístico:
A estos presidiarios úneles
su gran pasión por los túneles
Otra vez, saludando a Rubén Darío publicó estos versos que parodiaban el estilo
del gran poeta:
Es del arte experto nauta,
buzo y bonzo; de las perlas costosísimas se incauta
y en la flauta de sus rimas las incrusta pronto y bien.
La gran flauta, la gran flauta
la gran flauta de Rubén.
Pardo fue otro fervoroso precursor de peñas y dirigió una que reunía colabo-
radores y aspirantes a colaborar en el “New Bar” situado en Venezuela y Bolivar,
próximo al local de la revista. Del “New Bar” de Florida abogaban por una renova-
ción estética, los Boedo -admiradores todos aquellos de la Revolución Rusa- pro-
pugnaban por un cambio social. Leónidas Barletta, en su libro Boedo y Florida,
acertó a sintetizar las motivaciones de esa suerte de guerrilla literaria afirmando que
Florida quería la “revolución para el arte” y Boedo “el arte para la revolución”.
Salvada la circunstancia de que la mayoría de los escritores de Florida no vivían en
el centro y tampoco los de Boedo residían en este barrio, las acusaciones de los
“proletarios” respondidas por los presuntos “pitucos” o “cajetillas” en forma casi
siempre humorística, sirvieron para estimular la creación de editoriales y despertar
en la población el interés por la cultura nacional.
Algunos restaron importancia a aquella hostilidad y hasta negaron que haya
existido. Eduardo González Lanuza, expresó: “La realidad histórica de esa división
es bastante discutible desde cualquier punto de vista desde la que se la mire a no ser
el de una avisada generación que conoce bien los recursos de la propaganda y sabe
hacer que la gente se ocupe de ella”. Y Leónidas Barletta, que perteneció a la
falange contraria, dijo; “De la disputa surgieron innegables beneficios: los de Boedo
se aplicaron a escribir cada vez mejor y los de Florida fueron comprendiendo que
no podían permanecer ajenos a la política. Pero el beneficio más importante fue
que la querella llegó a apasionar a la gente y surgió entonces una literatura argentina
y una maza de lectores de libros hasta entonces inexistente. La ilustración de la
clase media corría por cuenta de los suplementos literarios de los grandes diarios y
de las revistas semanales. Boedo y Florida, como adversarios, crearon la pasión del
libro, de las exposiciones de pinturas, de los conciertos”.
Sin embargo a pesar de lo dicho, otros escritores sostuvieron la existencia de
esa belicosidad. Tal es el caso de Elías Castelnuovo, a quien visité en su apacible
refugio del barrio de Liniers para que, como protagonista y virtual caudillo de
Boedo, me diera su versión.
“El origen del grupo Boedo -me dijo- se debió a un concurso de cuentos y
versos organizado en 1923 por el diario “La Montaña”, cuya página de arte dirigía
el poeta Juan Pedro Calou (muerto un año después), quien actuó como jurado.
Resultaron premiados cuatro escritores jóvenes que se desconocían entre sí y que
por efecto del dictamen se relacionaron mutuamente. El cuarto premio lo obtuvo
Roberto Mariani con un relato que figuró mas tarde en su libro Cuentos de la
oficina; el tercero Leónidas Barletta, el segundo Manuel Roja, autor de una obra
celebrada y premio Nacional de Chile, donde residió prácticamente toda su vida. Y
el primer premio Elías Castelnuovo, también con una narración que figuró poste-
riormente en su libro Tinieblas. Álvaro Yunque obtuvo una mención especial. Esos
cinco escritores noveles formaron originariamente el grupo Boedo.
Al preguntar a Castelnuovo sobre los lugares donde se reunían me informó:
“No éramos tipos de café; incidentalmente nos juntábamos en comidas. Por lo
general las reuniones eran en mi casa-bohardilla de Sadi Carnot 11, ya demolida.
Por allí pasaron Roberto Arlt, César Tiempo, Mariani, Stanchina, Amorin (primo
de Borges) y prácticamente toda la generación de Boedo. Una vez vino Mario
Bravo. Ni él ni nosotros sospechábamos que esa calle, Sadi Carnot, llevaría un día
su nombre. También nos reuníamos en la casa de Facio Haebecquer, en Caseros y
Rioja. A veces llegaron hasta allí Armando Santos Discépolo, que vivía en frente, y
Juan de Dios Filiberto. Otras veces nos encontrábamos en el café “El Japonés”, de
Boedo y San Juan, al que también concurrían los payadores de Boedo. Homero
Manzi, que vivía cerca, en la calle Garay y apareció un poco más tarde”.
Cabe señalar que frente a los traviesos muchachos de Florida, no todos los
del bando contrario mostraron siempre el ceño adusto o agresivo. Fue precisamente
alguien de sus filas, César Tiempo, quien urdió una superchería de insospechada
repercusión al firmar con el seudónimo de Clara Béter el libro “Versos de una ...”.
En Florida se originó otro escándalo parecido cuando Luis Cané fraguó una recopi-
lación de versos dedicados a exaltar lesbianismos y la autocomplacencia narcisista
de apócrifas poetisas. Necesario es recordar también que Florida y Boedo se unie-
ron para refutar una declaración de la “La Gaceta Literaria”, de Madrid, en la que
ésta afirmaba que el meridiano intelectual de Hispanoamérica pasaba por la capital
española. En una hilarante respuesta, escrita en lunfardo para acentuar el localismo,
los escritores argentinos trasladaban el meridiano al Buenos Aires. El último párrafo
decía: “Espiracusen con plumero y todo, ante que los raje. Ché meridiano, hacete a
un lao que voy escupir”.
Para finalizar con esta suerte de contienda entre Boedo y Florida, diré que
escritores como Amorim, los González Tuñón, Ganduglia y Olivari, militaron si-
multáneamente en ambos grupos y que hasta Roberto Mariani, uno de los mas
fogosos detractores de Florida -a quien los martinfierristas habían dirigido morda-
ces pullas- terminó colaborando en “Martín Fierro”. Ello justificaría, tal vez, el
chiste de Arturo Cancela, quien alguna vez propuso unir a ambas fracciones bajo el
lema “Floredo”.
Quiero recordar que en la década del treinta y a principios del cuarenta
funcionaron varios locales frecuentados por escritores y músicos: “Los 36 billares”,
de la calle Corrientes (había otro en la Av. de Mayo, que subsiste), donde tocaron
las orquestas de Pedro Laurenz y Alfredo Gobbi (José Razzano era habitué) y “La
Real”, de Corrientes y Talcahuano, donde hoy funciona una pizzería. Este era lugar
de encuentro de Julio De Caro, Roberto Firpo, Enrique Cadícamo, el empresario
teatral Alberto Ballerini y el ex-boxeador Luis Ángel Firpo. A veces iba Carlos
Gardel. Otra peña de “La Real” estaba constituida por gente de teatro y cine (Soffici,
Petrone, Muiño, Magaña, etc.) Ulyses Petit de Murat me informó que cerca de “La
Real” había una cigarrería donde compraba sus cigarros el potentado de la genera-
ción martinfierrista, Oliverio Girondo. En este establecimiento trabajaba un joven
griego, muy tímido, aficionado al tango. Como había visto en la confitería a Gardel,
por el que profesaba enorme admiración, le pidió un día a su amigo César Tiempo
que se lo presentara. César Tiempo lo llevó ante Gardel y se lo presentó. El mucha-
cho se puso a temblar y no atinó a decir una palabra. Aquel jovencito se llamaba
Aristóteles Onassis.
Le toca ahora el turno a “El Puchero Misterioso”, una suerte de cantina en
Talcahuano y Sarmiento bautizada así por el poeta y humorista Conrado Nalé
Roxlo. Respecto de su nombre Nalé me aseguró que respondía a un doble motivo.
El primero, cuya versión es la que más ha corrido por ahí, se debe a que servían un
puchero mixto completísimo, en forma de monumental pirámide por solo 20 centa-
vos. Eso era ya un misterio. Pero además, a los parroquianos que habían ordenado
el célebre plato, les inquietaba ver, varios minutos después, que el abundoso condu-
mio era alcanzado a través de un agujero abierto junto al mostrador por una mano
de la que nunca se conoció al dueño. Esa mano velluda, sin cuerpo, que aparecía
por el boquete sosteniendo el humeante fuentón, tenía, también, mucho de miste-
rioso.
En “Borrador de memorias” , libro de Nalé Roxlo aparecido póstumamente,
éste narró una anécdota ocurrida en la cantina donde se encontraba con otros
poetas de la década del treinta. Anécdota que protagonizara otro singular personaje
de la bohemia periodística: Augusto Gozalvo o El Tuerto Gozalvo.
Gozalvo era un periodista de “La Protesta”, donde firmaba críticas de arte
con el seudónimo de Marqués de Játiva, que después evolucionó hacia el naciona-
lismo y escribió para el periódico “La Nueva República”, de Rodolfo Irazusta. Nalé
cuenta que circulaban distintas versiones sobre la pérdida de su ojo derecho. “Para
unos había desaparecido en la punta de una lanza en una revolución uruguaya; para
otros se los arrancó con la uñas una amada celosa y bravía, y alguna noche le oí
decir que se lo arrancó él mismo por apuesta”, cuenta Nalé.
El autor de “El Grillo” informó también que la nacionalidad del Tuerto
Gonzalvo era dudosa pues oscilaba entre el Salto oriental y la ciudad de Játiva, en
Valencia, y recordó luego que su ojo sano era de un celeste pálido de lejanía marina
lo que unido a sus escasos cabellos de un rubio rojizo y a su rostro pecoso, le daba
un vago aspecto nórdico; pero su ojo de vidrio era del color del tiempo, ambivalente,
tornadizo y frívolo, pues con frecuencia lo empeñaba o vendía o traspapelaba -
mejor sería decir trascopaba- en una noche turbulenta de alta presión alcohólica, y
entonces se ponía uno usado, comprado en los cambalaches de la calle Talcahuano.
Así muchas noches apareció en las tertulias con ojos absurdos, como uno que
nunca olvidaré: negro, profundo y rasgado que evocaba los ojos de las huríes del
Profeta. Los clientes no habituales de
El puchero Misterioso se sorprendieron
muchas veces al oír gritar a un mozo en el mostrador: "¡marche una caña doble y el
ojo del señor Gonzalvo!".
Era sencillamente que lo había dejado en prenda la noche anterior y ahora lo
rescataba.
Cierta vez quiso entrevistarse con un encumbrado personaje, ministro o algo
así, del que había sido compañero de bohemia periodística en lejanos años. Pre-
viendo que el otro hubiera olvidado su nombre cuando llegó a la antesala y el
imponente ordenanza le dijo: -“¿A quién anuncio, señor?”, Gonzalvo, con gesto del
que el solo era capaz, se quitó el ojo y poniéndolo en la mano del azorado introduc-
tor, le dijo: -“ Lléveselo; esa es mi tarjeta”. Fue inmediatamente recibido.
De la misma época es “La Terraza”, tradicional café de Corrientes y Paraná,
y “La Perla” del Once donde Macedonio Fernández solía presidir una mesa que
rodeaban Borges, Xul Solar, los hermanos César y Santiago Dabove, Brandán
Caraffa y Enrique Fernández Latour. “La Terraza” fue el local que más se aproxi-
mó, por las características de sus peñas a “Los Inmortales”, por que allí funcionó
un archipiélago de tertulias: gente del teatro, del periodismo, de la literatura, del
deporte y de la música popular. Roberto Tálice, Carlos de la Púa (apodado también
“El malevo Muñoz”), Pablo Suero, Edmundo Guibourg, los hermanos Enrique y
Raúl González Tuñón, Luis Angel Firpo y Enrique Santos Discépolo, se contaron
entre los que frecuentaron el local. En su libro sobre Carlos de la Púa, Roberto
Tálice refiere un episodio protagonizado por uno de los contertulios de “La Terra-
za”, Ernesto Ponzio, autor del tango Don Juan, más conocido como el Pibe Ernes-
to. Había salido este de la cárcel de Rosario, tras cumplir con una de sus reiteradas
condenas, cuando alguien quiso conocer las causas de sus reincidencias. Entonces,
el Pibe Ernesto, para que su interlocutor no creyera que él era un delincuente de
poca monta, le respondió en tono enfático y jactancioso: “Es cierto, tengo varias
entradas pero todas por homicidio...”
A “La Terraza” acudían, como hemos visto, algunos individuos que no eran
autores de sainetes, tangos o crónicas policiales, pero podían ser protagonistas de
cualquiera de esos géneros. Sujetos presidiables entre los que resultaba posible
inventariar “rateros”, “punguistas”, “cafiolos”, y toda suerte de “reos” del hampa
con los que tanto Carlos De la Púa como Eduardo Dughere (a) “El Diente”, pare-
cían hallarse a gusto. “El Diente” era el jefe de la reventa de “Critica”, a quien
Botana distinguía con su amistad. Tálice lo recordó como “uno de los puntales del
diario” y narró algunas anécdotas que hablan del porteño sentido de la amistad de
Dughere. Fue él quien puso el dinero para imprimir “La crencha engrasada”, el
reputado libro de poemas lunfardos de De la Púa, donde con extraordinario vigor y
expresiva síntesis este poema popular trazó pequeños cuadros costumbristas que
podrían reemplazar páginas y páginas de un tratado de sociología, como esta cuar-
teta de sombríos tintes crapulosos:
La durmió de un casote. Gargajeó de colmiyo.
Se arregló la melena, y pitándose un faso
salió de la atorranta pieza del conventillo.
Y silbando bajito, rumbió p’al escolaso.
Carlos De la Púa o el Malevo Muñoz era un gordo gigantón al que le gustaba
engullir a cuatro carrillos “antes de que la tierra se lo comiera a él”, como dejó
escrito César Tiempo. Un día se paró con un amigo ante la vidriera de una rotisería
para contemplar una rueda de pollos asándose allo spiedo. Mientras se relamía
siguiendo la vuelta de los pollos que iban dorándose y soltando lentamente su juguito,
el Malevo Muñoz reflexionó en vos alta: “No me explico cómo, habiendo estas
cosas, todavía hay tipos que piensan en mujeres...”
Hubo otras memorables peñas en “La Paloma”, bodegón de Santa Fe y Juan
B. Justo, y en el café “La Puñalada”, de Rivadavia y Libertad. “Los Dos Chinos”
se estableció una peña que animaba Héctor Pedro Blomberg, mientras José Luis
Lanuza, el pintor Spilimbergo, los dibujantes Bourse Herrerra, el Cholo Velencia y
los hermanos Bernabó, el crítico de teatro Jacobo de Diego y el poeta Octavio
Rivas Rooney creaban la peña “Tupac Amaru”, que tuvo su asiento en el bar
“Deux Mondes”, en la calle San Martín, a la vuelta de “La Helvética”. En el bar “El
Ateneo”, de Carlos Pellegrini y Cangallo se reunía la peña de los actores: Enrique
Muiño, Elías Alippi, Francisco Petrone, Angel Magaña; los directores Lucas Demare
y Luis Moglia Barth y los guionistas Sixto Pondal Ríos, Carlos Olivari, Homero
Manzi y Petit de Murat, quienes fundaron durante aquellos encuentros Artistas
Argentinos Asociados.
En el sótano del “Royal Keller”, en Corrientes y Esmeralda, el poeta perua-
no Alberto Hidalgo creó la “Revista Oral”, una especie de audición radiofónica “en
vivo y en directo”, por la que desfilaron los mas importantes escritores de la época.
Borges, Oliverio Girondo, Norah Lange, Ricardo Güiraldes, Ulises Petit de Murat...
En la “Revista Oral” se desarrolló un juicio literario a Alberto Gerchunoff en el que
Jorge Luis Borges ofició de abogado defensor y Raúl Sacalabrini Ortiz de fiscal.
Este último escribió una frase de Gerchunoff en una pizarra y después dijo que iría
eliminando las palabras que sobrasen, fundamentando con chispeante ingenio sus
tachaduras. Al final quedaron sólo dos o tres preposiciones.
Pero la peña mas famosa y la de mas larga vida -duró de 1926 a 1943- fue
La Peña del “Tortoni”, creada en el subsuelo del antiguo café de la Avenida de
Mayo 829 por Benito Quinquela Martín, Germán de Elizalde, Pedro Herreros,
Tomás Allende Iragorri, Rafael de Diego, Juan de Dios Filiberto, Ricardo Viñes y
otros artistas y escritores a quienes se unió después la poetisa Alfonsina Storni. La
Peña del “Tortoni” auspició conferencias, exposiciones, conciertos, y en su sótano
actuaron a su paso por el país, los pianistas Arturo Rubinstein y Alejandro Brailowsky,
la cantante Lily Pons, los conferencistas Luigi Pirandello, Filippo Tommaso Marinetti
- creador de “futurismo” - , Gregorio Martínez Sierra, Ramón Gómez de la Serna,
José Ortega y Gasset, y Federico García Sanchís. Cuando éste ocupó la tribuna de
La Peña, abusó tanto de la palabra que ya los asistentes empezaban a cabecear.
Entonces el poeta Ernesto Palacio le alcanzó un papelito en el que había improvisa-
do la siguiente cuarteta:
Señor García Sanchís:
a su oratoria barata
aquí la llamamos lata.
¿Cómo se llama en Madríz?
Son muchas las anécdotas que tuvieron por escenario el sótano del Tortoni y
que no voy a contar para no extenderme demasiado y correr el riesgo de que alguno
de ustedes me pase un papelito con una improvisada cuarteta. Solo acordaré aque-
lla narrada por Raúl González Tuñón cuando el, junto con Nicolás Olivari y Carlos
de la Púa recitaban sus versos de fuerte contenido social y arrabalero, y vieron
llegar a instalarse a un señor elegante, de rostro conocido, que se acercó a estrechar
sus manos cuando terminó la lectura de poemas. Era un porteño típico, era el
presidente de la República, don Marcelo Torcuato de Alvear, que había salido de la
Casa Rosada y, caminando lentamente por la Avenida de Mayo, recaló en el Tortoni.
¡Feliz época en que los presidentes caminaban solos por la calle y se interesaban
por asistir a una lectura de poemas!.
Otra importante peña de Avenida de Mayo, aunque de vida mas efímera, fue
“Signo” , también instalada en un sótano, el del Hotel Castelar. Sus principales
animadores fueron Oliverio Girondo, Norah Lange, Pablo Rojas Paz y su esposa,
Roberto Ledesma, González Carbalho, Augusto Mario Delfino, Lysandro Z. D.
Galtier, Amado Villar y otros. Estos escritores inauguraron una modalidad distinta
de reunión literaria, una suerte de club elegante donde se hablaba de literatura, se
criticaba a colegas ausentes y se bailaba al compás de una música de gramófono.
Fue la primera peña que hombres y mujeres se mezclaron en una camaradería sin
tabúes, soslayando los tradicionales prejuicios de una sociedad todavía pacata.
Petit de Murat me dio su versión del fin de “Signo”, en el que intervino,
según se relató, el crítico teatral Pablo Suero, al que apodaban "las mejillas mas
aplaudidas de Buenos Aires", ya que sus comentarios mordaces, incisivos, suscita-
ron a menudo la airada reacción de autores, actores y directores de escena. Suero
era, además de crítico sarcástico, un hombre ingeniosísimo. Una vez encontró a
Armando Discépolo, a quien había criticado pocos días antes, y lo saludó. Discépolo,
mirándolo serio, le dijo: -“Yo no lo conozco”. Entonces Suero, rápidamente le
contestó: “ Usted me confunde con la gramática”. Una noche llegó Suero al subsuelo
del Castelar y proclamó que después de haber estado leyendo los griegos se sentía
“poseído por una gran serenidad helénica”. Pero al poco rato provocó una batahola
en la que volaron sillas y botellas. Ese fue el final de “Signo”.
Durante esos años se produjeron importantes cambios que no llegaron a
modificar excesivamente el panorama costumbrista de la ciudad. Aún existían esos
característicos cafés con billares y el palco para la victrolera donde a veces actuaban
orquestas típicas, algunos de ellos verdaderos “púlpitos“ del tango, que documenta-
ron en sus magníficas telas Felipe de la Fuente y Carlos Torrallardona. En otros
locales subsistían las famosas “orquestas de señoritas” cuya elegía entonó en tier-
nos e irónicos versos María Elena Walsh:
Eran rubias, llevaban flores
en el pelo y en la cintura.
Se movían como muñecas
con tristísima compostura.
Por otra parte, la presencia coincidente en 1934 de Federico García Lorca y
Pablo Neruda dio pretexto a una interminable serie de comidas, agasajos y reunio-
nes en las que tanto el andaluz como el chileno, amigos de la noche y la jarana se
prestaron con deleite.
Una tarde conversé con el recientemente fallecido Lolo Bourse Herrera,
dibujante, periodista, hombre de “Crítica”, así como de “El Mundo” y otras publi-
caciones de Haynes, pero sobre todo bohemio irredimible que no recordaba haber-
se acostado temprano jamás. Su vida fue la noche, la calle, las copas y los amigos.
“Durante los años ‘30 y ‘40 los cafés eran de hombres solos -rememoró en
aquella charla-. Había casi siempre un “ Salón para familias” separado por una
mampara bastante cursi, de vidrio o vitraux, para los que se atrevían a ir con un
romance oculto. Pero al café acudían, por lo general, hombres que trataban de
eludir el drama de su soledad. Los cafés de antes eran para echar traste. El hombre
llegaba y pedía “La Prensa”, pedía “La Nación”, pedía la Guía Telefónica, y podía
estarse en el café casi todo el día. No existía consumición obligatoria. Con 20
centavos, 15 del café y cinco de propina, el individuo podía mitigar su tedio de
hombres solos, su angustia de hombres sin destinos. Otro caso era el del porteño
que buscaba el café porque el ambiente de su casa solía ser aburrido. Las mujeres
propias eran entonces muy aburridas y muchos porteños iban al café para olvidar
sus vidas grises, monótonas.
En cuanto a las peñas, las hubo, efectivamente en todos los café. Era por lo
general una rodeada por un grupo de amigos de edad pareja e ideas más o menos
comunes. Pero la peña específicamente literaria o artística está unida al concepto
de bohemia y este último al de una vida distinta, marginal. Buenos Aires fue
siempre una ciudad hostil para los seres que escapaban al rasero común, esos que
Darío llamó “los raros”, los trasnochados o trasnochadores. En mi época de mu-
chacho -evocó Bourse Herrera- se hablaba de la insolencia de Alfredo Palacios, de
andar como Alfredo Palacios, con sombrero aludo, melena y bigote mosqueteriles.
Si a un inglés se le ocurría salir a la calle con las alas cachas del sombrero le hacían
trompetillas. No estaba permitido diferenciarse. Todos se vestían de oscuro, como
empleados de banco. El hombre argentino se vistió con gran solemnidad hasta
1950, más o menos. El porteño nochero antes de “hacer la noche”, pasaba por su
casa para cambiarse. No usaba la misma ropa que las horas del día y debía tener
una camisa blanca, de seda, corbata y traje oscuro.
Volviendo a la peñas literarias -habla siempre Bourse Herrera- puedo asegu-
rar que nadie las conocía. No existían entonces los medios de comunicación y los
seres que manejaban las peñas era personas distantes. ¿Quién conocía a Lugones?
Lugones no tenía rostro para el pueblo. Podía caminar por Florida, sentarse en
cualquier café, y nadie sabía que ese señor era Lugones. La soledad, la timidez del
hombre de Buenos Aires fue siempre tan extraordinaria, sobre todo el temor al
ridículo o a molestar, a salirse de los cánones establecidos, que nadie se atrevía a
irrumpir en las peñas de otros. Además, la gente de antes no toleraba agresiones ni
abusos.
En la década del ’50 se produjeron algunos intentos aislados tendientes a
reanimar la grata costumbre de las peñas. En el café “El Ateneo”, de Carlos Pellegrini
y Cangallo, funcionó una de gente de teatro y letras denominada “La Cofradía”,
que tuvo corta vida. En un café de Sarmiento y Paraná, derribado cuando se inició
la construcción del Teatro Municipal General San Martín, se mantuvo algún tiempo
la peña de los cirqueros. Concurrían payasos, malabaristas, equilibristas y domado-
res desocupados. El circo estaba en decadencia y el lugar funcionaba como bolsa de
trabajo. A veces conseguían un “bolo” en televisión o como “número vivo” en un
cine, hasta que esa posibilidad también se frustró. Uno de los famélicos cirqueros
me comentó una noche que un rato antes había pasado por ahí una amiga contor-
sionista. “Estaba muy contenta” -me dijo- pues había conseguido un trabajo de
dactilógrafa”. Después me contó el caso de un payaso que estaba trabajando como
sepulturero en la Chacarita.
Las peñas comenzaron a declinar a partir de la década del ’50. En su disgre-
gación o decaimiento influyeron motivos políticos que analicé en mi ya citado libro.
Pero no solo la política influyó en dicha decadencia. Posteriormente, hasta hoy, las
inestables condiciones económicas, la necesidad del pluriempleo para sobrevivir
decorosamente o satisfacer la adquisición de bienes impuestos por la publicidad
consumista, la competencia pugnaz, fueron factores alienantes que en los últimos
redujeron considerablemente el tiempo libre de los porteños, modificaron costum-
bres y atentaron, sobre todo, contra un estado de ánimo propicio a la reunión
cordial y desinteresada entre colegas de un mismo gremio. Para el resurgimiento de
la peñas faltó, así mismo, un contexto ambiental incitador. Nuestra ciudad, como
prácticamente todas las ciudades del mundo, se ha ido despersonalizando a despe-
cho de su progreso. La jungla de cemento y vidrios de la actual megalópolis avanza
sobre todo resto de pintoresquismo e intimidad sentimental. Cada día hay menos
establecimientos públicos aptos para la tertulia, y los porteños, requeridos por otras
urgencias y preocupaciones, han perdido el hábito de reunirse, al menos con la
morosidad, despreocupación, y alegría con que lo hicieron nuestros padres y abue-
los.
Todo esto no significa que las peñas desaparecieran por completo. Hasta
bien entrada la década del ’50 perduraron algunos cenáculos de escritores y artistas
y aún existen peñas aisladas, aunque todas ellas carecen de la proyección que
llegaron a alcanzar las referidas en esta charla. Habría que nombrar, en Avendida de
Mayo, la peña que a fines del ’50 y comienzos de la década del ’60 se reunía en el
“Tortoni”, integrada por los jóvenes escritores que hacían la revista literaria “El
Grillo de Papel”, Liliana Hecker, Horacio Salas, Isidoro Blaisten, Ricardo Piglia,
Humberto Constantini, Arnoldo Liberman, Vicente Battista, Ramón Plaza y otros.
Quizás sea el “Tortoni” el café que mas peñas sigue albergando, hasta el presente,
gracias al espíritu abierto y hospitalario de su gerente Roberto Fanego, quien reha-
bilitó la antigua bodega para realizar espectáculos, exposiciones y presentaciones de
libros.
En los últimos años, las tertulias literarias parecen haber sido reemplazadas
por los talleres literarios. No obstante, suele verse a jóvenes poetas y narradores en
los bares “El Foro”, “Ramos” y “La Paz”, de la calle Corrientes, en el tramo que va
del Obelisco a Callao, ámbito inembargable de la juventud intelectual porteña, así
como en algunos bares de San Telmo, Montserrat o Palermo Viejo, donde después
de formales o informales lecturas de poemas o presentaciones de libros, jóvenes
autores -y menos jóvenes- estiran la noche entre empanadas, vino o Coca-Cola. Es
una bohemia más acorde con el espíritu y los gustos de la vida contemporánea,
pero una bohemia que, al igual que en otros tiempos, tiene por fundamento la
amistad, sentimiento entrañablemente argentino que vinculó y dio vida a esas co-
munidades espirituales donde los porteños, generalmente solitarios y melancólicos,
según Scalabrini Ortiz, buscaron el afecto y la solidaridad de sus semejantes.
He dicho que la amistad es un sentimiento típicamente argentino. Debí haber
dicho “rioplatense”. A finales de la década de los ’80, el librero y anticuario urugua-
yo Washington Pereyra empezó a congregar a un grupo de escritores, diplomáticos,
periodistas, profesionales y empresarios unidos por el común amor al libro. Las
tertulias, al modo de los almorzáculos de Roberto Giusti, se reunían y siguen re-
uniéndose a almorzar todos los miércoles. Pasaron por varios restaurantes y actual-
mente se dan cita en el comedor del Centro Argentino de Ingenieros de la calle
Cerrito. En una tertulia mixta -asisten hombres y mujeres, aunque éstas en minoría-
y casi todos los miércoles reciben a algún extranjero o argentino residente en el
exterior a su paso por el país, cuya actividad se vincula con la cultura.
Las peñas han languidecido pero se resisten a morir. ¿Renacerán algún día
con el vigor de ayer?
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
Nostagiosa. Todo es muy bueno. Conmovedora la presentacióm. Felicitaciones. Mercedes Sáenx
ResponderEliminarEs muy intersante la historia de las peñas literarias, tuve la suerte de conocer a Requeni en diciembre del año pasado y luego lo volvi a ver para la Feria del libro, ambas veces un grupo peqeueño fuimos a cenar con él , tiene mil anécdotas,es gracioso para contarlas. Como tambien no para nada " almidonada" en las presnetaciones de libros o premios.Y como todods los grandes es humilde. Me gustó encontralo aquí. Un abrazo, Andrés,
ResponderEliminar