Estas páginas están consagradas a los grandes creadores de la literatura rioplatense, y a los hechos culturales y sociales emparentados con la literatura y la historia, y con Roberto Arlt y Juan Carlos Onetti, dos mitos, dos gigantes.
viernes, 31 de julio de 2009
Felisberto Hernández y la espía soviética
Felisberto Hernández y la espía soviética
Por Alicia Dujovne Ortiz - Buenos Aires, 2007
El escritor uruguayo estuvo casado con Africa Las Heras, una agente de espionaje de la URSS, que utilizó a su marido para vincularse con la sociedad uruguaya. El Ignoraba las actividades de su mujer, pero su obra abunda en pasajes sobre un secreto que sería denunciado
Quién hubiera podido imaginar, aquel 13 de diciembre de 1947, cuando Jules Supervielle presentó en el Pen Club de París a su descubrimiento literario, el cuentista uruguayo Felisberto Hernández, que una de las asistentes al acto no estaba allí por simple casualidad. La morena cetrina de ojazos negros que se acercó a Felisberto tenía el acento de Andalucía -después se supo que era oriunda de Ceuta- y un salero no menos andaluz cuya eficacia maravilló a todos : a Supervielle, a Roger Caillois, a Oliverio Girondo. En menos que canta un gallo, la emprendedora española abandonó la sala seguida por un Felisberto encandilado, al que ella pareció haber alzado limpiamente entre su índice y su pulgar.
La celeridad se imponía. Africa Las Heras, alias Patria, alias María de la Sierra, alias Ivonne, alias Maria Pavlovna, coronela del Ejército Rojo y miembro de los servicios secretos soviéticos, contaba con sólo cuatro meses para seducir a Felisberto. Una vez concluida su beca francesa, el escritor regresaría al Uruguay. Por eso mismo la NKVD, futura KGB, que funcionaba en la siniestra Lubianka moscovita donde Stalin orquestaba sus Purgas desde 1936, le ordenaba apurarse a conquistarlo: ese anticomunista notorio venía de perlas para usarlo de careta. Junto a Felisberto, la Mata Hari ceutí podría instalarse en Montevideo sin que sus actividades ocultas -la organización de una red de espionaje latinoamericana, justificada, en plena guerra fría, por la amenaza de un tercer conflicto mundial- despertaran sospechas.
Africa, que se presentó ante Felisberto bajo el discreto nombre de María Luisa, era la sobrina rebelde del general Manuel de Las Heras, muerto mientras reprimía una sublevación republicana. Educada en Madrid en un colegio de monjas, en 1934 la encontramos luchando junto a los mineros de Asturias, salvajemente aplastados por el Ejército de Africa al mando del general Francisco Franco. Dos años más tarde, en Barcelona, la joven heroína afiliada a las Juventudes Comunistas de Cataluña patrulla la ciudad. Su extraordinario coraje despierta el interés de dos jefes soviéticos enviados a la Guerra Civil, el húngaro Ernö Gero y el ruso Alexei Orlov, que en 1937 serán los asesinos del dirigente trotzkista Andreu Nin. La encargada de introducir en el espionaje a Africa Las Heras es Caridad Mercader, que encabeza un grupo de choque junto con su amante, el ucraniano Pavel Sudoplatov.
Tras entrenarse en un colegio exclusivo de Moscú, Africa recibió su primera misión: convertirse en la secretaria de León Trotski para preparar su asesinato. En México, ella debería dibujar los planos de la Casa Azul donde Trotski, su mujer y su nieto habían sido recibidos por Frida Khalo y Diego Ribera, y después los de la casa de la calle Viena, el nuevo domicilio elegido por don León por desavenencias con Ribera y excesivo entendimiento con su talentosa mujer.
Ya estaban listos los dibujos, cuando Alexei Orlov, el ex jefe de Africa, pasó por México, resuelto a pedir asilo político en los Estados Unidos. Su presencia desbarataba los planes: si el "traidor" se topaba con ella comprendería de inmediato para qué estaba allí. Africa volvió a Moscú, oculta en la bodega de un barco ruso, mientras Ramón Mercader, hijo de Caridad, perfeccionaba el fallido intento criminal de otro muralista, David Alfaro Siqueiros, que ultimó a Trotski de un golpe en la cabeza. Durante la segunda guerra, Africa ganó su grado de coronel lanzándose en paracaídas sobre Vinnitsa, Ucrania, con su pesado equipo de radiocomunicaciones, para desconcertar a las tropas alemanas mandando falsos mensajes.
¿Por qué la elección de Montevideo como centro de operaciones? Porque nadie habría desconfiado de esa tranquila ciudad, y porque Montevideo, para los rusos, era una vieja conocida. Entre 1928 y 1943 había funcionado allí el Buró Sudamericano de la Internacional Sindical Roja. Conozco el tema: en 1928, cuando los emisarios soviéticos aún eran idealistas llenos de fe, mi padre, Carlos Dujovne, del que acabo de escribir la biografía, fue enviado desde Moscú a ese Buró montevideano para organizar una Conferencia Sindical Latinoamericana. El futuro patrón de Africa en España, Erno Gerö, que llegó a Montevideo en 1933 y que, naturalmente, conoció a mi padre, pertenecía a la nueva camada de agentes secretos, la de los criminales de Stalin.
"María Luisa" y Felisberto se casaron en Montevideo y no fueron felices. El había visto en esa supuesta modista de alta costura una solución a sus endémicos problemas económicos. Ella, ya lo sabemos. Transcurridos dos años, Africa no necesitó prolongar la farsa. Para ese entonces ya estaba relacionada con la flor y nata del Uruguay. Su centro de radiocomunicaciones equipado con la famosa máquina decodificadora llamada Enigma transmitía en clave a lo largo y lo ancho del planeta. Sus numerosos amigos de Montevideo apreciaban su serenidad, su amor por los niños, sonreían enternecidos ante su declarada ignorancia en materia política y la compadecían por soportar al gordo maniático en que Felisberto se había convertido. Ahora podía divorciarse y volverse a casar. Unica diferencia: su segundo marido, el simpático italiano Valentino Marchetti, también era un espía. Inquietante semejanza: Felisberto murió de una leucemia en 1964 sin saber quién había sido la señora de Hernández, y Marchetti lo hizo el mismo año, de muerte nunca esclarecida.
Africa permaneció en Montevideo hasta 1967, cuando fue llamada a Moscú a trabajar como instructora de espías. Contrariamente a tantos de sus jefes y compañeros, fusilados como Beria o encarcelados como Pavel Sudoplatov, ella sobrevivió a todo. Se dio el lujo de morir en 1988, antes de la caída del Muro de Berlín, condecorada dos veces con la Estrella Roja, una con la orden de la Guerra Patria de II grado, una con la medalla Guerrillero de la Guerra Patria de I grado y dos con la medalla Por la Valentía. Un bajorrelieve de mármol que representa su plácido rostro está adosado a su monumento, en el cementerio moscovita de Jovánskoye.
La historia ya resultaría lo bastante estremecedora como metáfora extrema de la incomunicación entre dos seres humanos, emparejados o no. Pero el temblor se acrecienta si a ello se le agregan las características del escritor elegido -literalmente- como pavo de la boda. Características humanas: hundido en el "pantano" de sí mismo, con un egoísmo infantil y una desesperada búsqueda de su yo, cada vez más desmigajado con el paso del tiempo, Felisberto no estaba en condiciones de observar a nadie con lo que acostumbramos llamar lucidez. Características literarias: Felisberto siempre escribió sobre falsos mensajes, encubrimientos... enigmas.
No vamos a extremar el respeto por la inteligencia de los servicios soviéticos, conjeturando que su elección de Felisberto se originó en esas comprobaciones. Pero lo cierto es que la obra de este escritor, basada en su vida, se parecía como dos gotas de agua a la representación comandada por la NKVD. Razón de más para que se nos acentúe la piel de gallina: si la futura KGB lo seleccionó sencillamente porque estaba a mano, y por su anticomunismo, sin advertir que se trataba de la persona indicada en más de un sentido, cabría imaginar a otro director teatral -destino, azar o como quiera llamárselo- que, por encima de todos, y hasta del espionaje, manejara los hilos.
¿Cuáles eran los temas de esa obra? A una búsqueda infantil, la del niño que les "levantaba la pollera" a los muebles (si no a la maestra), para espiar por debajo, se le unía la percepción de un "secreto" que acabaría por ser "denunciado". Un secreto oculto en las cosas más que en las personas (a menos que esas personas, en especial las mujeres, no fueran convertidas en cosas). "Objetos complicados en actos misteriosos". "Pruebas escondidas detrás de las sospechas como bultos detrás de un paño". "Descubrir o violar secretos". La palabra "violar", nada gratuita, proviene de un curioso erotismo visual y táctil, como si este hombre-niño que parecía frotarse como un gato contra las patas de los muebles -objeto de deseo cuya atracción dependía de la inmovilidad- hubiera gozado de una buena docena de ojos: dos en la cara y diez en las yemas de los dedos.
Con el correr de los años, la obra de Felisberto se convierte en una detenida y por momentos sofocante observación de su personalidad disgregada, dividida en tres: un yo que se le escapa, un cuerpo sentido como ajeno y tildado de "sinvergüenza" y un "socio" que lo vigila, centinela o madre regañona representantes del "mundo"; acaso tres modos personales de identificar el terceto el Yo, el Ello y el Superyó.
Pero donde las pistas correspondientes al primer período se vuelven escalofriantes es en el cuento "Las Hortensias", que Felisberto escribe al conocer a María Luisa y que le dedica como regalo de casamiento: "A María Luisa, el día en que dejó de ser mi novia".
Aunque en otros de sus relatos Felisberto ahondó en el tema de la "puesta en escena", nunca como en éste. La historia es la siguiente: un hombre llamado Horacio vive con su mujer, María Hortensia, a la que llama solamente María para distinguirla de Hortensia, la muñeca de tamaño natural tan parecida a ella que le ha ofrecido (aclaremos, para mayor turbación, que la madre de Felisberto se llamaba Juana Hortensia). El valet de la casa es un ruso blanco que responde al nombre de Alex. La manía de Horacio consiste en coleccionar muñecas "un poco más altas que las mujeres normales" para hacerles representar escenas. Un equipo de artistas le escribe las leyendas y se ocupa de la música, la escenografía y el vestuario.
Horacio halla "presagios" en las muñecas. Se acerca a una de ellas y le parece estar "violando algo tan serio como la muerte". "Otra (muñeca) a quien él miraba con admiración, tenía una cara enigmática: así como le venía bien un vestido de verano o uno de invierno, también se le podía atribuir cualquier pensamiento". Las muñecas "parecían seres hipnotizados cumpliendo misiones desconocidas o prestándose a designios malvados".
Al cabo de un tiempo la manía de Horacio se vuelve perversión. Después de hacer rellenar a Hortensia con agua caliente para sentir su tibieza cuando duerme con ella, ordena que se le practique una "operación" para transformarla en criatura erótica. Su mujer lo descubre, apuñala a Hortensia y abandona el hogar dejándole una carta: "Me has asqueado la vida". Pero al marido ya no le importa: ahora se ha enamorado de una muñeca rubia, también operada.
"Después de dormir con ella le puso un vestido de fiesta y la sentó a la mesa.
"Comió con ella en frente; y al final de la cena [...] preguntó a Alex:
"-¿Qué opinas de ésta?
"-Muy hermosa, señor, se parece mucho a una espía que conocí en la guerra.
"-Eso me encanta, Alex".
Es de imaginar la cara que le habrá puesto Africa Las Heras a Felisberto Hernández al leer un cuento, dedicado a ella, donde el autor emplea la palabra justa: "espía". Acaso haya percibido similitudes extrañas entre la escena escrita y la otra, ésa que la NKVD la obligaba a representar. A estas alturas, la española captada por los soviéticos ya se habrá hecho una idea del genio escénico de sus superiores jerárquicos, capaces de teatralizar los procesos más crueles con absoluto desprecio por la autenticidad de las presuntas pruebas. La NKVD, y la futura KGB, manejaban a amigos y enemigos como Horacio a sus muñecas. ¿Qué eran Felisberto y ella misma en sus manos, sino un muñeco-actor ignorante de serlo, y una muñeca-actriz desprovista de individualidad, de voluntad personal, de vida propia?
¿Felisberto supo quién era ella? Los programas radiales de un anticomunismo virulento en los que participó después de su divorcio han conducido a algunos investigadores uruguayos (entre quienes corresponde mencionar al primero, Fernando Barreiro, que descubrió la historia y la hizo pública en 1998 y del que tengo la mayor parte de estos datos) a deducir que acaso el embaucado esposo haya terminado por enterarse. Nada es menos seguro. Felisberto, ya divorciado, no dudó en ayudar a su ex esposa a convertirse en ciudadana uruguaya. Considerando su odio al comunismo, aumentado por el que habría sentido si hubiera descubierto su triste papel de marioneta, de haberse maliciado el engaño no habría contribuido a perpetuarlo. La historia resulta aún más impresionante en la medida en que nos conduce a interrogarnos sobre los alcances de la palabra saber .
Mi hipótesis es que Felisberto, en "Las Hortensias", descubrió lo esencial de la trama en la que estaba envuelto, por no decir enrollado, sin entender de qué trama se trataba pero palpándola con su docena de ojos habituados a la penumbra. No a través del cerebro, sin duda, sino de algún otro órgano de percepción no identificado: un riñón sutil, un páncreas perspicaz. Ojos iluminados por un don premonitorio que también lo condujeron a describir en ese cuento el color de su muerte: cuando Horacio evoca espantado la sangre ennegrecida que oscurece una cara de cera, parecería presagiar el cuerpo de Felisberto, monstruosamente amoratado por la leucemia en el momento de morir.
Para completar la extrañeza, las cenizas de Felisberto Hernández se han perdido. El no tiene ni un noble monumento como Africa Las Heras, ni una tumbita cualquiera. De modo que no hay dónde colocarle el epitafio que he imaginado para él: "Murió sin saber nada y sabiéndolo todo". Pero no nos preocupemos por eso. ¿Existe alguien a quien ese epitafio no le quede como cortado a medida? La frase puede ser colocada indistintamente sobre todas las tumbas, incluyendo la de Africa, de la que yo sospecho que murió sabiéndose victimaria y sin saberse víctima.
Una bibliografía novelada
La vida de Africa Las Heras es muy rica en episodios que parecen extraídos de un libro de ficción. Era inevitable que alguien aprovechara esas peripecias para escribir una crónica novelada de las aventuras de esta mujer que, en cierto momento, tuvo como misión asesinar a Trotsky. El escritor y periodista oriental Raúl Vallarino fue quien aceptó el reto de contar todos esos hechos y ahora acaba de presentar en Punta del Este, Nombre clave: Patria. Un espía del KGB en Uruguay (Sudamericana), fruto de una larga investigación.
Periplo cor la calle que nunca dormía: CAFÉS DE LA CORRIENTES ANGOSTA
A algunos los conocí, otros desaparecieron, pero en esos boliches y en esa calle Corrientes ya no tan angosta, donde andaba con los ojos azorados, el corazón haciéndome dobles ochos, comenzó mi aprendizaje de tanguero real: la música, el baile, las orquestas, sus solistas, el bandoneón, los cantores, el clima, la calle que murió y sigue viva y campante. La segunda etapa de tanguero... La primera fue la radio, donde escuché a Gardel, Magaldi, Corsini, Azucena Maizani, Mercedes Simone, Amanda Ledesma, Nelly Omar, Charlo etcétera. Esta nota es un recorrido por el túnel de la evocación y la nostalgia. Andrés Aldao
Por las medidas de los típicos lotes de terreno, algunos salones son angostos y largos: Café El Nacional, Tango Bar, y el Café Marzotto, en el 1120. El palquito, al final del salón, lo ocupan calificadas típicas... incluso, según Joaquín Gómez Bas, "una orquesta de señoritas en serio". Es el Restaurante Arturito.
Almacén El Estaño, en el 1302, donde lo encuentra el 2000. Reúne desde artistas hasta abogados. El anecdotario indica que, a comienzos de 1924, uno de sus mozos le sirve café a un cliente. Normal. Los nombres: Aristóteles Onassis y Carlos Gardel.
Por Talcahuano, hacia Lavalle, se llega a las esquinas donde convergen cuatro cuadras "del pecado" del centro, con la presencia de la "maison de la baronesa Fontainet", en el sudeste.
Es importante el conocimiento de los dos locales situados en el sudoeste para interpretar la noche porteña.
En los bajos, el Café Internacional, espectador de hechos políticos, que luego como Café El Parque, "durante mucho tiempo llevó enhiesto el mundo del tango", según indica Jorge A. Bossio. Allí tocó Arturo Bernstein y bailó El Cachafaz.
En los altos, la Rotisería Argentina.
Su salón, en los años veinte, reúne a destacados integrantes de la noche porteña.
Si a esta presencia se agrega una excelente cocina y la actuación de famosas orquestas, su ambiente es de un Cenáculo. Existen coincidencias con el ambiente de El Conte (no en el precio).
No se forman peñitas, es un homogéneo conjunto: políticos, tangueros, intelectuales, comerciantes, farándula, periodistas, necesarios, etcéteras. Se obtienen los mejores chimentos, disculpas: trascendidos que recogen los periodistas para sus crónicas.
Diversas de las escritas por Carlos Raúl Muñoz y Pérez o Carlos de la Púa o el "malevo" Muñoz, las obtiene en este local y el de Talcahuano y Cangallo (o Sarmiento): El puchero misterioso. Alli, Conrado Nalé Roxlo (posiblemente el que lo bautizó), nos cuenta que por 20 guitas una mano (de la que no se conoce, y nunca se conocería, el cuerpo a la que pertenece) entrega, a través de un agujero, ubicado en la pared, junto al mostrador, un enorme y sustancioso plato de puchero a una amigable reunión de gente de avería y de periodistas.
Tango Bar, en el 1269, con su recordada entrada para el "Exclusivamente para familias" que dispone de una díscreta, no elegante, mampara que la separa del salón. Se puede concurrir y escuchar tangos con la novia... y el hermanito, a quien hay que "arreglar con un completo para que no vaya con el cuento".
Jorge A. Bossio incluye una lista de las orquestas que actuaron, no con exclusividad, la que se reproduce, asi se tiene la pauta de lo que significa el Tango Bar en la evolución del tango. Tocar allí era sinónimo de popularidad. En orden alfabético: Anselmo Aieta; Miguel Caló; Edgardo Donato; Francini-Pontier; Pedro Laurenz; Osmar Maderna; Astor Plazzolla; Osvaldo Pugliese; Francisco Rotun do; Horacio Salgán y Elvino Vardaro.
Café El Águila y otros situados en la cuadra impar de Lavalle entre Paraná (la esquina Homero Expósito) y Montevideo, recibe a integrantes de S.A.D.A.I.C. y de la Academia Argentina del Lunfardo en reuniones vespertinas.
Corrientes, de Talcahuano a Montevideo, tiene una fisonomía particular, que se considera indefinible.
Si es que existe La Terraza, y estos tres locales, por la categoría de sus peñas, tienen ingerencia para que así sea.
Café Apolo, en el 1372, contiguo al Teatro Apolo. Peña teatral vinculada con los hermanos Podestá y luego con los hermanos Ratti. Su categoría es tal que, como destaca Tito Livio Foppa, ser aceptado en la misma significa, para un autor o un actor novel, una distinción.
Cuando cerró sus puertas, se trasladaron al Café El Telégrafo, en el 1400. Concurren destacadas actrices: Lola Membrives, Blanca Podestá (dos teatros, en el 1280 y 1283, las recuerdan) y Angelina Pagano. Siempre Joaquín de Vedia.
Confitería Real, en el 1300, con su elegante decoración "art nouveau", cierra el conjunto. Están presentes noctámbulos conocidos, alrededor de Carlos de la Púa, el "bohemio mayor" y de Florencio Parravicini, quien con sus amigos, prepara terribles bromas: "travesuras". La esquina de La Real lleva su nombre.
Café Politeama, sudeste con Paraná, junto al teatro. Sin peñas.
En Paraná 315: Café Teatral (de) Sabatino (di Pietro). (Descripto por Bossio, pág. 136). Es un "conglomerado" de actores y actrices (en busca de temporadas); de periodistas (en busca de trascendidos, perdón: chimentos); de empresarios y autores (en busca de autores y empresarios); de damas (en busca de ... ).
Durante años fue el local don de se conoce "todo" lo relacionado con el ambiente teatral: de estrenos y temporadas a discordias.
Café Pasatiempo, en Paraná 420. Frente a la esquina rea. Éxito tanguero de Juan Maglio "Pacho", y su ruina económica.
Luego: Ambos Mundos, concurre Arturo Jauretche y describe su ambiente: reo. Posteriormente sede del cabaret Chantecler.
Moderno, sudoeste de Paraná y Sarmiento. Gente de circo. En el 1431 el Restaurante La Emiliana (inolvidable por su ambiente). En el 1443 el Café La Armonia, luego folklórico. En el 1451 sigue la Lechería.
La Giralda y su chocolate.
Según Francisco García Jiménez existen dos posibilidades para escuchar tango: en recogimiento (incluso la califican de religiosa), es lo que sucede exactamente en el Café Iglesias, o a puertas abiertas hacia la noche; es lo que sucede exactamente en el Café Domínguez.
Debe existir una décima musa (no mistonga) que se ocupa de nuestro tango, y los situó, juntitos, separados por la medianera.
El Café Iglesias, en el 1517. Su puerta siempre está cerrada, se entra y se busca ubicación, en silencio. El amistoso estrado donde tocan los músicos, inmediato a la concurrencia, parece integrado a la misma. Actuaron Roberto Firpo (tangos) y Pedro Maflia (su repertorio incluye valses).
El Café Domínguez. Abierto las 24 horas. La orquesta se instala en un palco alto, bien visible. Vinculado a Paquita Bernardo, "la muchacha de Villa Crespo", la primera y eximia bandoneonista que, en 1921, se presentó con su sexteto. Se incorporó Osvaldo Pugliese. Enrique Cadícamo recuerda:
"Café Dominguez de la víeja Corrientes que ya no quedia. Café del cuarteto bravo de Gregorio de Leone. "
Una anécdota demostrativa de los hábitos porteños. Cuando el Domínguez instala una de las primeras máquinas "express", es imitado por otros, y los parroquianos consideran que pierden el cordial "marche un cafecito o cortado" (la respuesta del mozo ante las señas de los dos dedos o de "degüello") por el gruñido:
"aarch... sspress".
Fin de una época.
Roberto Giusti destacó que a las peñas las forman: "un archipiélago de peñitas, cada una con su modalidad y sus temas. "
Tal sucede en Los Inmortales, en La Brasileña, en La Real, en La Terraza, en todas se forman peñitas cada una con su especialidad. Hasta una anarquistas.
Es normal que sus miembros se intercambien entre ellas y visiten otras en una noche... Florencio Parravicini, Antonio Monteavaro, Charles de Soussens, Elías Alippi, Carlos de la Púa... conocen todas... y varios terminan la noche en el Re dei Vini.
Raras las peñas vinculadas con una sola actividad, únicamente si tratan temas específicos, p.ej.: la cinematográfica ubicada en el Café El Ateneo en C. Pellegrini y Cangallo (Perón).
Autores, directores, músicos, cantores, amigos... tangueros disponen, para reunirse e interpretar, locales que se diferencian en Cafés tangueros: sí necesarios en el centro. Otra categoría y ambiente en los barrios, donde cumplen una importante función.
Peñas tangueras: no si se atiene al concepto que son peñas.
Peñitas tangueras: sí pero integradas en peñas conocidas.
Importantes en el conocimiento de letras y composiciones.
Cenáculos son reuniones exclusivas poco numerosas.
Almorzáculos es una expresión inventada para designar los almuerzos de la revista "Nosotros".
En esa estela de peñitas se presentan y se discuten importantes temas literarios y culturales. Se recuerdan peñas en: Los Inmortales. Su historia por Vicente Martínez Cuitiño. Con La Brasileña, Maipú 238, son las peñas bohemias por excelencia.
Manuel Gálvez, en "El mal metafísico", describe sus ambientes con personajes ficticios, fácilmente identificables.
Inseparables con Aues Keiler en B. Mitre 650, cervecería.
Concurren periodistas y preside el caballero Luis Pardo.
Tanguera. Se trasladaron a El Sibarita, a la vuelta por Maipú. Fue su continuadora.
Monti y Luzio cervecerías, esquinas de Maipú y Sarmiento.
Royal Keller, sede de la "Revista Oral". Martinfierrista.
La Terraza, con sus antológicos peñistas.
El Tropezón, en Callao 246. Restaurante. Reúne el Cenáculo literario y teatral cuyo dueño" es Ezequiel Soria.
Librerías de viejo. Se forman cordiales reuniones y sirven cafés. Actualmente librerías las recuerdan con un ambiente similar.
Algunas peñas reciben conjuntos tangueros. Los Aues Keller y Royal Keller, de señoritas, de música clásica y popular. Se caracterizan por sus condiciones y simpatía. María Elena Walsh les dedicó:
"Eran rubias llevaban flores... en el pelo y en la cintura. "
"Se movían como muñecas... con tristísima compostura.
Los tres son de los años sesenta, asisten intelectuales y artistas jóvenes. Los dos primeros, políticos, y el tercero teatral. Son El Foro (en el 1399); La Paz (1599) y Ramos (1602).
El Almacén de Raffetto (no Rafeto) en el sudoeste con Paraná. El de Pascual Contursi. En 1920 se incendia y renace: Bar y Restaurante La Terraza, así denominado por una ídem que dispone de una glorieta, sumamente concurrida cuando el tiempo lo permite y que dio origen al dicho:
"Si no podés alcanzar la gloria, por lo menos la gloríeta."
Tal como lo indicó Giusti, nunca llegaría a ser una peña, es "una conjunción de peñitas cada una con su modalidad. "
En Rodriguez Peña 360, el Café (o baile) San Martin o el Salón Rodríguez Peña, donde Vicente Greco estrenó el tango homónimo. Sus amigos, entusiasmados, organizaron una manifestación, digamos una caminata, por la Corrientes angosta hacia los otros cafés.
Sin similitud con los anteriores, lugar de reunión de familias, negocios, gestores, parejas, es: "a las... en La ópera".
Café Tortoni, en el año 2000 se encuentra en Av. de Mayo 827.
Atílio Chiappori recuerda un lugar insólito donde se reúnen periodistas en una suerte de peña: la habitación de Emilio Ortiz Grognet en el Hotel du Helder (Florida 340). No dice si servían café. También en la de Emilio Becher en el Hotel Apolo.
Este estudio (¿estudio?), bien, este modesto pero sincero artículo, me permitió presentar locales que pese a los años transcurridos dan saudades, emociones, recuerdos, añoranzas, nostalgias... o lo que prefieran, y para algunos la evocación de un jamás olvidado primer amor.
Gracias... tomamos un cafecito.
Los nombres que Antonio Requeni incluye en su "Cronicón", al igual que los que figuran en Martinez Cuitiño, Bossio, García Velloso, etc. no son los asistentes a la peña que mencionan. Son integrantes de todas las peñas porteñas.
Del teatro: Roberto Cassaux; los Podestá; Alberto Novión; Armando Discépolo; Enrique Muiño; Elias Alippi; Enrique Serrano; Marcos Caplán; César Ratti; Tito Lusiardo; Pascual Carcavallo.
Periodistas: Edmundo Guibourg; Pablo Suero; Roberto Tálice; Alberto Cordone; hermanos González Tuñón; José Pardo; Julio Sánchez Gardel; Samuel Eichelbaum.
Tangueros: Enrique Santos Discépolo; Pascual Contursi; Samuel Castriota; Francisco Garcia Jiménez; Aníbal Troilo; Matos Rodríguez; Juan Carlos Cobián; Ángel D'Agostino; Ivo Pelay; Julio De Caro.
Escritores: Armando Moock; Evaristo Carriego; Ezequiel Soria; Natalio Botana; Horacio Quiroga; Homero Manzi; Lisandro Galtier; J. J. Soiza Reilly; César Tiempo.
Visitas: Luis Ángel Firpo; Raúl Riganti; Arturo Jauretche; Elpidio González; Alfredo Palacios.
Imprescindibles: Florencio Parravicini; Carlos de la Púa.
A esos nombres hay que agregar los colaboradores de las revistas "Ideas", "Nosotros" (cuyos directores son Roberto Giusti y Alfredo Bianchi), '"Martín Fierro", etc. Aún así la lista no representaría una nómina correcta de asistentes. ■
Artículo publicado en la Revista CLUB DE TANGO Nro.45 Noviembre-Diciembre 2000
Roberto Arlt: II. LOS TRABAJOS Y LOS DÍAS
Presentamos hoy el 2º capítulo de El Juguete Rabioso completo. Se acerca el fin de semana, el frío apreta, y mientras buscamos alguna lectura fuera de lo común, presentamos otro fragmento de la primera novela de Arlt con las aventuras de Silvio Astier. Esta novela fue editada en 1926, cuando el autor tenía 26 años. Escrita en primera persona, fue la detonante muestra del genio arltiano, la historia de un adolescente que tiene connotaciones fluidas con la personalidad del autor. La imaginación corre pareja con nutridos detalles de la realidad del Buenos Aires de la época, de la que Arlt tenía conocimiento directo. El lector que se dispone a disfrutar con este capítulo, no necesita de interpretaciones ajenas.Andrés Aldao
II Los trabajos y los días
Como el dueño de la casa nos aumentara el alquiler, nos mudamos de barrio, cambiándonos a un siniestro caserón de la calle Cuenca, al fondo de Floresta.
Dejé de verlos a Lucio y Enrique, y una agria tiniebla de miseria se enseñoreó de mis días.
Cuando cumplí los quince años, cierto atardecer mi madre me dijo:
—Silvio, es necesario que trabajes.
Yo que leía un libro junto a la mesa, levanté los ojos mirándola con rencor. Pensé: trabajar, siempre trabajar. Pero no contesté.
Ella estaba de pie frente a la ventana. Azulada claridad crespuscular incidía en sus cabellos emblanquecidos, en la frente amarilla, rayada de arrugas, y me miraba oblicuamente, entre disgustada y compadecida, y yo evitaba encontrar sus ojos.
Insistió comprendiendo la agresividad de mi silencio.
—Tenés que trabajar, ¿entendés? Tú no quisiste estudiar. Yo no te puedo mantener. Es necesario que trabajes.
Al hablar apenas movía los labios, delgados como dos tablitas. Escondía las manos en los pliegues del chal negro que modelaba su pequeño busto de hombros caídos.
—Tenés que trabajar, Silvio.
—¿Trabajar, trabajar de qué? Por Dios... ¿Qué quiere que haga?... ¿que fabrique el empleo...? Bien sabe usted que he buscado trabajo.
Hablaba estremecido de coraje; rencor a sus palabras tercas, odio a la indiferencia del mundo, a la miseria acosadora de todos los días, y al mismo tiempo una pena innominable: la certeza de la propia inutilidad.
Mas ella insistía como si fueran ésas sus únicas palabras.
—¿De qué?... a ver ¿de qué?
Maquinalmente se acercó a la ventana, y con un movimiento nervioso arregló las arrugas de la cortina. Como si le costara trabajo decirlo:
—En La Prensa siempre piden...
—Sí, piden lavacopas, peones... ¿quiere que vaya de lavacopas?
—No, pero tenés que trabajar. Lo poco que ha quedado alcanza para que termine Lila de estudiar. Nada más. ¿Qué querés que haga?
Bajo la orla de la saya enseñó un botín descalabrado y dijo:
—Mira qué botines. Lila para no gastar en libros tiene que ir todos los días a la biblioteca. ¿Qué querés que haga, hijo?
Ahora su voz era de tribulación. Un surco oscuro le hendía la frente desde el ceño hasta la raíz de los cabellos, y casi le temblaban los labios.
—Está bien, mamá, voy a trabajar.
Cuánta desolación. La claridad azul remachaba en el alma la monotonía de toda nuestra vida, cavilaba hedionda, taciturna.
Desde afuera oíase el canto triste de una rueda de niños:
La torre en guardia.
La torre en guardia.
La quiero conquistar.
Suspiró en voz baja.
—Qué más quisiera que pudieras estudiar.
—Eso no vale nada.
—El día que Lila se reciba...
La voz era mansa, con tedio de pena.
Habíase sentado junto a la máquina de coser, y en el perfil, bajo la fina línea de la ceja, el ojo era un cuévano de sombra con una chispa blanca y triste. Su pobre espalda encorvada, y la claridad azul en la lisura de los cabellos dejaba cierta claridad de témpano.
—Cuando pienso... —murmuró.
—¿Estás triste, mamá?
—No —contestó.
De pronto:
—¿Quieres que lo hable al señor Naidath? Puedes aprender a ser decorador. ¿No te gusta el oficio?
—Es igual.
—Sin embargo, ganan mucho dinero.
Me sentí impulsado a levantarme, a cogerla de los hombros y zamarrearla, gritándole en las orejas:
"¡No hable de dinero, mamá, por favor...! ¡No hable... cállese...!"
Estábamos allí, inmóviles de angustia. Afuera la ronda de chicos aún cantaba con melodía triste:
La torre en guardia.
La torre en guardia.
La quiero conquistar.
Pensé:
"Y así es la vida, y cuando yo sea grande y tenga un hijo, le diré: 'Tenés que trabajar. Yo no te puedo mantener.' "Así es la vida. Un ramalazo de frío me sacudía en la silla.
Ahora, mirándola, observando su cuerpo tan mezquino, se me llenó el corazón de pena.
Creía verla fuera del tiempo y del espacio, en un paisaje sequizo, la llanura parda y el cielo metálico de tan azul. Yo era tan pequeño que ni caminar podía, y ella flagelada por las sombras, angustiadísima, caminaba a la orilla de los caminos, llevándome en sus brazos, calentándome las rodillas con el pecho, estrechando todo mi cuerpecito contra su cuerpo mezquino, y pedía a las gentes para mí, y mientras me daba el pecho, un calor de sollozo le secaba la boca, y de su boca hambrienta se quitaba el pan para mi boca, y de sus noches el sueño para atender a mis quejas, y con los ojos resplandecientes, con su cuerpo vestido de míseras ropas, tan pequeña y tan triste, se abría como un velo para cobijar mi sueño.
¡Pobre mamá! Y hubiera querido abrazarla, hacerle inclinar la emblanquecida cabeza en mi pecho, pedirle perdón de mis palabras duras, y de pronto, en el prolongado silencio que guardábamos, le dije con voz vibrante:
—Sí, voy a trabajar, mamá.
Quedamente:
—Está bien, hijo, está bien... —y otra vez la pena honda nos selló los labios.
Afuera, sobre la sonrosada cresta de un muro, resplandecía en lo celeste un fúlgido tetragrama de plata.
Don Gaetano tenía su librería, mejor dicho, su casa de compra y venta de libros usados, en la calle Lavalle al 800, un salón inmenso, atestado hasta el techo de volúmenes.
El local era más largo y tenebroso que el antro de Trofonio.
Donde se miraba había libros: libros en mesas formadas por tablas encima de caballetes, libros en los mostradores, en los rincones, bajo las mesas y en el sótano.
Anchurosa portada mostraba a los transeúntes el contenido de la caverna, y en los muros de la calle colgaban volúmenes de historias para imaginaciones vulgares, la novela de Genoveva de Brabante y Las aventuras de Musolino. Enfrente, como en un colmenar, la gente rebullía por el atrio de un cinematógrafo, con su campanilla repiqueteando incesantemente.
Al mostrador, junto a la puerta, atendía la esposa de don Gaetano, una mujer gorda y blanca, de cabello castaño y ojos admirables por su expresión de crueldad verde.
—No está don Gaetano.
La mujer me señaló un grandulón que en mangas de camisa miraba desde la puerta el ir y venir de las gentes. Anudaba una corbata negra al cuello desnudo, y el pelo ensortijado sobre la frente tumultuosa dejaba ver entre sus anillos la punta de las orejas. Era un bello tipo, con su reciedumbre y piel morena, mas, bajo las pestañas hirsutas, los ojos grandes y de aguas convulsas causaban desconfianza.
El hombre cogió la carta donde me recomendaban, la leyó; después, entregándola a su esposa, quedóse examinándome.
Gran arruga le hendía la frente, y por su actitud acechante y placentera adivinábase al hombre de natural desconfiado y trapacero a la par que meloso, de azucarada bondad fingida y de falsa indulgencia en sus gruesas carcajadas.
—¿Así que vos antes trabajastes en una librería?
—Sí, patrón.
—Y trabajaba mucho el otro?
—Bastante.
—Pero no tiene tanto libro como acá, ¿eh?
—Oh, claro, ni la décima parte.
Después a su esposa:
—¿Y Mosiú no vendrá más a trabajar?
La mujer con tono áspero, dijo:
—Así son todos estos piojosos. Cuando se matan el hambre y aprenden a trabajar se van.
Dijo, y apoyó el mentón en la palma de la mano, mostrando entre la manga de la blusa verde un trozo de brazo desnudo. Sus ojos crueles se inmovilizaron en la calle transitadísima. Incesantemente repiqueteaba la campanilla del biógrafo, y un rayo de sol, adentrado entre dos altos muros, iluminaba la fachada oscura del edificio de Dardo Rocha.
—¿Cuánto querés ganar?
—Yo no sé... Usted sabe.
—Bueno, mirá... Te voy a dar un peso y medio, y casa y comida, vas a estar mejor que un príncipe, eso sí —y el hombre inclinaba su greñuda cabeza—, aquí no hay horario... la hora de más trabajo es de ocho de la noche a once...
—¿Cómo, a las once de la noche?
—Y qué más quiere, un muchacho como vos estar hasta las once de la noche, mirando pasar lindas muchachas. Eso sí, a la mañana nos levantamos a las diez.
Recordando el concepto que don Gaetano le merecía al que me recomendara, dije:
—Está bien, pero como yo necesito la plata, ustedes todas las semanas me van a pagar.
—Qué, ¿tiene desconfianza?
—No, señora, pero como en mi casa necesitan y somos pobres... Usted comprenderá...
La mujer volvió su mirada ultrajante a la calle.
—Bueno —prosiguió don Gaetano—, venite mañana a las diez al departamento; vivimos en la calle Esmeralda —y anotando la dirección en un trozo de papel me la entregó.
La mujer no respondió a mi saludo. Inmóvil, la mejilla posando en la palma de la mano y el brazo desnudo apoyado en el lomo de los libros, fijos los ojos en el frente de la casa de Dardo Rocha, parecía el genio tenebroso de la caverna de los libros.
A las nueve de la mañana me detuve en la casa donde vivía el librero. Después de llamar, guareciéndome de la lluvia, me recogí en el zaguán.
Un viejo barbudo, envuelto el cuello en una bufanda verde y la gorra hundida hasta las orejas, salió a recibirme.
—¿Qué quiere?
—Yo soy el nuevo empleado.
—Suba.
Me lancé por el vano de la escalera, sucia en los peldaños.
Cuando llegamos al pasillo, el hombre dijo:
—Espérese.
Tras los vidrios de la ventana que daba a la calle, frente a la balconada, veíase el achocolatado cartel de hierro de una tienda. La llovizna resbalaba lentamente por la convexidad barnizada. Allá lejos, una chimenea entre dos tanques arrojaba grandes lienzos de humo al espacio pespunteada por agujas de agua.
Repetíanse los nerviosos golpes de campana de los tranvías, y entre el "trolley" y los cables vibraban chispas violetas; el cacareo de un gallo afónico venía no sé de dónde.
Súbita tristeza me sobrecogió al enfrentarme al abandono de aquella casa.
Los cristales de las puertas estaban sin cortinas, los postigos cerrados.
En un rincón del hall, en el piso cubierto de polvo, había olvidado un trozo de pan duro, y en la atmósfera flotaba olor a engrudo agrío: cierta hediondez de suciedad harto tiempo húmeda.
—Miguel —gritó con voz desapacible la mujer desde adentro.
—Va, señora.
—¿Está el café?
El viejo levantó los brazos al aire y cerrando los puños se dirigió a la cocina por un patio mojado.
—Miguel.
—Señora.
—¿Dónde están las camisas que trajo Eusebia?
—En el baúl chico, señora.
—Don Miguel —habló socarronamente el hombre.
—Diga, don Gaetano.
—¿Cómo le va, don Miguel?
El viejo movió la cabeza a diestra y siniestra, levantando desconsoladamente los ojos al cielo.
Era flaco, alto, carilargo, con barba de tres días en las fláccidas mejillas y expresión lastimera de perro huido en los ojos legañosos.
—Don Miguel.
—Diga, don Gaetano.
—Andá a comprarme un Avanti.
El viejo se marchaba.
—Miguel.
—Señora.
—Traete medio kilo de azúcar a cuadritos, y que te la den bien pesada.
Una puerta se abrió, y salió don Gaetano prendiéndose la bragueta con las dos manos y suspendido del encrespado cabello, sobre la frente, un trozo de peine.
—¿Qué hora es?
—No sé.
Miró al patio.
—Puerco tiempo —murmuró, y después comenzó a peinarse.
Llegado don Miguel con el azúcar y los toscanos, don Gaetano dijo:
—Traete la canasta, después te llevás el café al negocio —y encasquetándose un grasiento sombrero de fieltro tomó la canasta que le entregaba el viejo y dándomela, dijo:
—Vamos al mercado.
—¿Al mercado?
Tomó mi frase al vuelo.
—Un consejo, che Silvio. A mi no me gusta decir dos veces las cosas. Además comprando en el mercado uno sabe lo que come.
Entristecido salí tras él con la canasta, una canasta impúdicamente enorme, que golpeándome las rodillas con su chillonería hacía más profunda, más grotesca la pena de ser pobre.
—¿Queda lejos el mercado?
—No, hombre, acá en Carlos Pellegrini —y observándome cariacontecido dijo:
—Parece que tenés vergüenza de llevar una canasta. Sin embargo el hombre honesto no tiene vergüenza de nada, siempre que sea trabajo.
Un dandy a quien rocé con la cesta me lanzó una mirada furiosa; un rabicundo portero uniformado desde temprano con magnífica librea y brandeburgos de oro, observóme irónico, y un granujilla que pasó, como quien lo hace inadvertidamente, dio un puntapié al trasero de la cesta, y la canasta pintada rojo rábano, impúdicamente grande, me colmaba de ridículo.
¡Oh, ironía!, y yo era el que había soñado en ser un bandido grande como Rocambole y un poeta genial como Baudelaire!
Pensaba:
"¿Y para vivir hay que sufrir tanto...?, todo esto... tener que pasar con una canasta al lado de espléndidas vidrieras..."
Perdimos casi toda la mañana vagando por el Mercado del Plata.
¡Bella persona era don Gaetano!
Para comprar un repollo, o una tajada de zapallo o un manojo de lechuga, recorría los puestos disputando, en discusiones ruines, piezas de cinco centavos a los verduleros, con quienes se insultaba en un dialecto que yo no entendía.
¡Qué hombre! Tenía actitudes de campesino astuto, de gañán que hace el tonto y responde con una chuscada cuando comprende que no puede engañar.
Husmeando pichinchas metíase entre fregonas y sirvientas a curiosear cosas que no debían interesarle, hacía de saludador arlequinesco, y en acercándose a los mostradores estañados de los pescadores examinaba las agallas de merluzas y pejerreyes, comía langostinos, y sin comprar tan siquiera un marisco, pasaba al puesto de las mondongueras, de allí al de los vendedores de gallinas, y antes de mercar nada, oliscaba la vitualla y manoseábala desconfiadamente. Si los comerciantes se irritaban, él les gritaba que no quería ser engañado, que bien sabía que ellos eran unos ladrones, pero que se equivocaban si le tomaban por tonto porque era tan sencillo.
Su sencillez era chocarrería, su estulticia vivísima granujería.
Procedía así:
Seleccionaba con paciencia desesperante un repollo o una coliflor. Estaba conforme puesto que pedía precio, pero de pronto descubría otro que le parecía más sazonado o más grande, y ello era el motivo de la disputa entre el verdulero y don Gaetano, ambos empeñados en robarse, en perjudicar al prójimo, aunque fuere en un solo centavo.
Su mala fe era estupenda. Jamás pagaba lo estipulado, sino lo que ofreciera antes de cerrar trato. Una vez que yo había guardado la vitualla en la cesta, don Gaetano se retiraba del mostrador, hundía los pulgares en el bolsillo del chaleco, sacaba y contaba, tornaba a recontar el dinero, y despectivamente lo arrojaba encima del mostrador como si hiciera un servicio al mercader, alejándose aprisa después.
Si el comerciante le gritaba, él respondía:
—Estate buono.
Tenía el prurito del movimiento, era un goloso visual, entraba en éxtasis frente a la mercadería por el dinero que representaba.
Acercábase a los vendedores de cerdo a pedirles precio de embutidos, examinaba codicioso las sonrosadas cabezas de cerdo, hacíalas girar despacio bajo la impasible mirada de los ventrudos comerciantes de delantal blanco, rascábase tras de la oreja, miraba con voluptuosidad los costillares enganchados a los hierros, las pilastras de tocino en lonjas, y como si resolviera un problema que le daba vueltas en el meollo, dirigíase a otro puesto, a pellizcar una luna de queso, o a contar cuántos espárragos tiene un mazo, a ensuciarse las manos entre alcachofas y nabos, y a comer pepitas de zapallo o a observar al trasluz los huevos y a deleitarse en los pilones de manteca húmeda, sólida, amarilla, y aún oliendo a suero.
Aproximadamente a las dos de la tarde almorzamos. Don Miguel apoyando el plato en un cajón de kerosene, yo en el ángulo de una mesa ocupada de libros, la mujer gorda en la cocina y don Gaetano en el mostrador.
A las once de la noche abandonamos la caverna.
Don Miguel y la mujer gorda caminaban en el centro de la calle lustrosa, con la canasta donde golpeaban los trastos de hacer café; don Gaetano, sepultadas las manos en los bolsillos, el sombrero en la coronilla y un mechón de cabellos caído sobre los ojos, y yo tras ellos, pensaba cuán larga había sido mi primera jornada.
Subimos y al llegar al pasillo don Gaetano me preguntó:
—¿Trajiste colchón, vos?
—Yo no. ¿Por qué?
—Aquí hay una camita, pero sin colchón.
—¿Y no hay nada con qué taparse?
Don Gaetano miró en redor, luego abrió la puerta del comedor; encima de la mesa había una carpeta verde, pesada y velluda.
Doña María entraba en el dormitorio cuando don Gaetano tomó la carpeta por un extremo y echándomela al hombro, malhumorado, dijo:
—Estate buono —y sin contestar a mis buenas noches, me cerró la puerta en las narices.
Quedé desconcertado ante el viejo, que testimonió su indignación con esta sorda blasfemia: "¡Ah! ¡Dío Fetente!"; luego echó a andar y le seguí.
El cuchitril donde habitaba el anciano famélico, a quien desde ese momento bauticé con el nombre de Dío Fetente, era un triángulo absurdo, empinado junto al techo, con un ventanuco redondo que daba a la calle Esmeralda y por el cual se veía la lámpara de arco voltaico que iluminaba la calzada. El vidrio del ojo de buey estaba roto, y por allí se colaban ráfagas de viento que hacían bailar la lengua amarilla de una candela sujeta en una palmatoria al muro.
Arrimada a la pared había una cama de tijera, dos palos en cruz con una lona clavada en los travesaños.
Dío Fetente salió a orinar a la terraza, luego sentóse en un cajón, se quitó la gorra y los botines, arreglóse prolijamente la bufanda en torno del cogote y preparado para afrontar el frío de la noche, prudentemente entró en el catre, cubriéndose hasta la barba con las mantas, unas bolsas de arpillera rellenadas de trapos inservibles.
La mortecina claridad de la candela, iluminaba el perfil de su rostro, de larga nariz rojiza, aplanada frente estriada de arrugas, y cráneo mondo, con vestigios de pelos grises encima de las orejas. Como el viento que entraba molestábale, Dío Fetente extendió el brazo, cogió la gorra y se la hundió sobre las orejas, luego sacó del bolsillo una colilla de toscano, la encendió, lanzó largas bocanadas de humo y uniendo las manos bajo la nuca, quedóse mirándome sombrío.
Yo comencé a examinar mi cama. Muchos debían de haber padecido en ella, tan deteriorada estaba. Habiendo la punta de los elásticos rasgado la malla, quedaban éstos en el aire como fantásticos tirabuzones, y las grampas de las agarraderas habían sido reemplazadas por ligaduras de alambre.
Sin embargo, no me iba a estar la noche en éxtasis, y después de comprobar su estabilidad, imitando a Dío Fetente, me saqué los botines, que envueltos en un periódico me sirvieron de almohada, me envolví en la carpeta verde y dejándome caer en el fementido lecho, resolví dormir.
Indiscutiblemente, era cama de archipobre, un deshecho de judería, la yacija más taimada que he conocido.
Los resortes me hundían las espaldas; parecía que sus puntas querían horadarme la carne entre las costillas, la malla de acero rígida en una zona se hundía desconsideradamente en un punto, en tanto que en otro por maravillas de elasticidad elevaba promontorios, y a cada movimiento que hacía el lecho gañía, chirriaba con ruidos estupendos, a semejanza de un juego de engranajes sin aceite. Además, no encontraba postura cómoda, el rígido vello de la carpeta rascábame la garganta, el filo de los botines me entumecía la nuca, los espirales de los elásticos doblados me pellizcaban la carne. Entonces:
—¡Eh, diga, Dío Fetente!
Como una tortuga, el anciano sacó su pequeña cabeza al aire de entre el caparazón de arpilleras.
—Diga, don Silvio.
—¿Qué hacen que no tiran este camastro a la basura? El venerable anciano, poniendo los ojos en blanco, me respondió con un suspiro profundo, tomando así a Dios de testigo de todas las iniquidades de los hombres.
—Diga, Dío Fetente, ¿no hay otra cama?... Aquí no se puede dormir...
—Esta casa es el infierno, don Silvio... el infierno —y bajando la voz, temeroso de ser escuchado—: esto es... la mujer... la comida... Ah, Dío Fetente, ¡qué casa ésta!
El viejo apagó la luz y yo pensé:
"Decididamente, voy de mal en peor."
Ahora escuchaba el ruido de la lluvia caer sobre el zinc de la boharda.
De pronto me conturbó un sollozo sofocado. Era el viejo que lloraba, que lloraba de pena y de hambre. Y ésa fue mi primera jornada.
Algunas veces en la noche, hay rostros de doncellas que hieren con espada de dulzura. Nos alejamos, y el alma nos queda entenebrecida y sola, como después de una fiesta.
Realizaciones excepcionales... se fueron y no sabemos más de ellas, y sin embargo nos acompañaron una noche teniendo la mirada fija en nuestros ojos inmóviles... y nosotros heridos con espadas de dulzura, pensamos cómo sería el amor de esas mujeres con esos semblantes que se adentraron en la carne. Congojosa sequedad del espíritu, peregrina voluptuosidad áspera y mandadora.
Pensamos cómo inclinarían la cabeza hacia nosotros para dejar en dirección al cielo sus labios entreabiertos, cómo dejarían desmayarse del deseo sin desmentir la belleza del semblante un momento ideal; pensamos cómo sus propias manos trizarían los lazos del corpiño...
Rostros... rostros de doncellas maduras para las desesperaciones del júbilo, rostros que súbitamente acrecientan en la entraña un desfallecimiento ardiente, rostros en los que el deseo no desmiente la idealidad de un momento. ¿Cómo vienen a ocupar nuestras noches?
Yo me he estado horas continuas persiguiendo con los ojos la forma de una doncella que durante el día me dejó en los huesos ansiedad de amor.
Despacio consideraba sus encantos avergonzados de ser tan adorables, su boca hecha tan sólo para los grandes besos; veía su cuerpo sumiso pegarse a la carne llamadora de su desengaño e insistiendo en la delicia de su abandono, en la magnífica pequeñez de sus partes destrozables, la vista ocupada por el semblante, por el cuerpo joven para el tormento y para una maternidad, alargaba un brazo hacia mi pobre carne; hostigándola, la dejaba acercarse al deleite.
En aquel momento don Gaetano volvía de la calle y pasó hacia la cocina. Miróme ceñudo, mas no dijo nada, y yo me incliné sobre el tarro de engrudo al tiempo que arreglaba un libro, pensando: va a haber tormenta.
Ciertamente, con intervalos breves, el matrimonio reñía.
La mujer blanca, inmóvil, apoyada de codos en el mostrador, las manos arrebujadas en los repliegues de la pañoleta verde, seguía los pasos del marido con ojos crueles.
Don Miguel, en la cocinita, lavaba platos en un fuentón grasiento. Las puntas de su bufanda rozaban los bordes del tacho y un delantal de cuadros rojos y azules atado a la cintura con un piolín, le defendía de las salpicaduras de agua.
—¡Qué casa ésta, Dío Fetente!
He de advertir que la cocina, lugar de nuestras expansiones, estaba enfrentada a una letrineja hedionda, era un rincón de la caverna, tapiado a las espaldas de las estanterías.
Encima de una tabla sucia, apelmazados con sobras de verdura, había pequeños trozos de carne y patatas, con los que don Miguel confeccionaba la magra pitanza del mediodía. Lo quitado a nuestra voracidad era servido a la noche, bajo la forma de un guiso estrambótico. Y era Dío Fetente el genio y mago de ese antro hediondo. Allí maldecíamos de nuestra suerte; allí don Gaetano se refugiaba a veces para meditar sombrío en las desazones que trae consigo el matrimonio.
El odio que fermentaba en el pecho de la mujer terminaba por estallar.
Bastaba un movimiento insignificante, una nimiedad cualquiera.
Súbitamente la mujer envarada de un furor sombrío abandonaba el mostrador, y arrastrando las chancletas por el mosaico, las manos arrebujadas en su pañoleta, los labios apretados y los párpados inmóviles, buscaba al marido.
Recuerdo la escena de ese día: Como de costumbre, esa mañana don Gaetano fingió no verla, aunque se encontraba a tres pasos de él. Yo vi que el hombre inclinó la cabeza hacia cierto libro simulando leer el título.
Detenida, la mujer blanca permanecía inmóvil. Sólo sus labios temblaban como tiemblan las hojas.
Después dijo con una voz que hacía grave cierta monotonía terrible.
—Yo era linda. ¿Qué has hecho de mi vida?
Sobre su frente temblaron los cabellos como si pasara el viento.
Un sobresalto sacudió el cuerpo de don Gaetano.
Con desesperación que le hinchaba la garganta, ella le arrojó estas palabras pesadas, salitrosas:
—Yo te levanté... ¿Quién era tu madre... sino una bagazza que andaba con todos los hombres? ¿Qué has hecho de mi vida vos...?
— ¡María, callate! —respondió con voz cavernosa don Gaetano.
—Sí, ¿quién te sacó el hambre y te vistió...? Yo, strunzo... yo te di de comer —y la mano de la mujer se levantó como si quisiera castigar la mejilla del hombre.
Don Gaetano retrocedió tembloroso.
Ella dijo con amargura en que temblaba un sollozo, un sollozo pesado de salitre:
—¿Qué has hecho de mi vida... puerco? Estaba en mi casa como clavel en la maceta, y no tenía necesidad de casarme con vos, strunzo...
Los labios de la mujer se torcieron convulsivamente, como si masticara un odio pegajoso, terrible.
Yo salí para echar a los curiosos del dintel del comercio.
—Dejalos, Silvio —me gritó imperativa—, que oigan quién es este sinverüenza —y redondos los ojos verdes, dando la sensación de que su rostro se aproximaba, como en el fondo de una pantalla, prosiguió más pálida:
—Si yo fuera diferente, si anduviera por ahí vagando, viviría mejor... estaría lejos de un marrano como vos.
Callóse y reposó.
Ahora don Gaetano atendía a un señor de sobretodo, con grandes lentes de oro cabalgando en la fina nariz enrojecida por el frío.
Exaltada por su indiferencia, pues el hombre debía de estar habituado a esas escenas y prefería ser insultado a perder sus beneficios, la mujer vociferó:
—No le haga caso, señor, ¿no ve que es un napolitano ladrón?
El señor anciano volvióse asombrado a mirar a la furia, y ella:
—Le pide veinte pesos por un libro que costó cuatro —y como don Gaetano no volvía las espaldas, gritó, hasta que el rostro se le congestionó:
—¡Sí, sos un ladrón, un ladrón! —y le escupió su despecho, su asco.
El señor anciano dijo, calándose los lentes:
—Volveré otro día —y salió indignado. Entonces doña María tomó un libro y bruscamente lo arrojó a la cabeza de don Gaetano, después otro y otro.
Don Gaetano pareció ahogarse de furor. De pronto arrancóse el cuello, la corbata negra y arrojóla al rostro de su mujer; luego se detuvo un momento como si hubiera recibido un golpe en las sienes y después echó a correr, salió hasta la calle, los ojos saltándole de las órbitas, y parándose en medio de la vereda, moviendo la rapada cabeza desnuda, señalándola como un loco a los transeúntes, los brazos extendidos, le gritó con voz desnaturalizada por el coraje:
—¡Bestia... bestia... bestión...!
Satisfecha, ella se allegó a mí:
—¿Has visto cómo es? No vale... ¡canalla! Te aseguro que a veces me dan ganas de dejarlo —y tornando al mostrador se cruzó de brazos, permaneciendo abstraída, la cruel mirada fija en la calle.
De pronto:
—Silvio.
—Señora.
—¿Cuántos días te debe?
—Tres, contando hoy, señora.
—Tomá —y, alcanzándome el dinero, agregó—: No le tengas fe, porque es un estafador... Estafó a una compañía de seguros; si yo quisiera, estaría en la cárcel.
Me dirigí a la cocina.
—¿Qué te parece esto, Miguel...?
—El infierno, don Silvio. ¡Qué vida! ¡Dío Fetente! Y el viejo, amenazando la altura con el puño, exhaló un largo suspiro, después inclinó la cabeza sobre el fuentón y siguió mondando patatas.
—¿Pero a qué vienen esos burdeles?
—Yo no sé... no tienen hijos... él no sirve...
—Miguel.
—Diga, señora.
La voz estridente ordenó:
—No hagas comida; hoy no se come. A quien no le guste, que se mande a mudar.
Fue el golpe de gracia. Algunas lágrimas corrieron por el ruinoso semblante del viejo famélico.
Pasaron unos instantes.
—Silvio.
—Señora.
—Tomá, son cincuenta centavos. Te vas a comer por ahí.
Y arropándose los brazos en los repliegues de la pañoleta verde, recobró su fiera posición habitual. En las mejillas lívidas dos lágrimas blancas resbalaban lentamente hacia la comisura de su boca.
Conmovido, murmure:
—Señora...
Ella me miró, y sin mover el rostro, sonriendo con una sonrisa convulsiva por lo extraña, dijo:
—Andá, y te volvés a las cinco.
Aprovechando la tarde libre resolví ir a verlo al señor Vicente Timoteo Souza, a quien había sido recomendado por un desconocido, que se dedicaba a las ciencias ocultas y demás artes teosóficas.
Presioné el llamador del timbre y permanecí mirando la escalera de mármol, cuya alfombra roja retenida por caños de bronce mojaba el sol a través de los cristales de la pesada puerta de hierro.
Reposadamente descendió el portero, trajeado de negro.
—¿Qué quiere?
—¿El señor Souza está?
—¿Quién es usted?
—Astier.
—As...
—Sí, Astier. Silvio Astier.
—Aguarde, voy a ver —y después de examinarme de pies a cabeza desapareció tras la puerta del recibimiento, cubierta de luengas cortinas blancoamarillas.
Esperaba afanado, con angustia, sabedor que una resolución de aquel gran señor llamado Vicente Timoteo Souza podía cambiar el destino de mi mocedad infortunada.
Nuevamente la pesada puerta se entreabrió y, solemne, me comunicó el portero:
—El señor Souza dice que se allegue dentro de media hora.
—Gracias... gracias... hasta luego —y me retiré pálido. Entré en una lechería próxima a la casa y, sentándome junto a una mesa, pedí al mozo un café.
"Indudablemente —pensé—, si el señor Souza me recibe es para darme el empleo prometido.
"No —continué—, no tenía razón para pensar mal de Souza... Vaya a saber todas las ocupaciones que tenía para no recibirme..."
¡Ah, el señor Timoteo Souza!
Fui presentado a él una mañana de invierno por el teósofo Demetrio, que trataba de remediar mi situación.
Sentados en el hall, alrededor de una mesa tallada, de ondulantes contornos, el señor Souza, brillantes las descañonadas mejillas y las vivaces pupilas tras de los espejuelos de sus quevedos, conversaba. Recuerdo que vestía un velludo déshabillé con alamares de madreperla y bocamangas de nutria, especializando su cromo del rastaquouère, que por distraerse puede permitirse la libertad de conversar con un pobre diablo.
Hablábamos, y refiriéndose a mi posible psicología, decía:
—Remolinos de cabello, carácter indócil...; cráneo aplanado en el occipucio, temperamento razonador...; pulso trémulo, índole romántica...
El señor Souza, volviéndose al teósofo impasible, dijo:
—A este negro lo voy a hacer estudiar para médico. ¿Qué le parece, Demetrio?
El teósofo, sin inmutarse.
—Está bien... aunque todo hombre puede ser útil a la humanidad, por más insignificante que sea su posición social.
—Je, je; usted siempre filósofo —y el señor Souza volviéndose a mí, dijo:
—A ver... amigo Astier, escriba lo que se le ocurra en este momento.
Vacilé; después anoté con un precioso lapicero de oro que deferente el hombre me entregó:
"La cal hierve cuando la mojan."
—¿Medio anarquista, eh? Cuide su cerebro, amiguito... cuídelo, que entre los 20 y 22 años va a sufrir un surmenage.
Como ignoraba, pregunté:
—¿Qué quiere decir surmenage?
Palidecí. Aun ahora cuando le recuerdo, me avergüenzo.
—Es un decir —reparó—. Todos nuestros sentimientos es conveniente que sean dominados —y prosiguió:
—El amigo Demetrio me ha dicho que ha inventado usted no sé qué cosas.
Por los cristales de la mampara penetraba gran claridad solar, y un súbito recuerdo de miseria me entristeció de tal forma que vacilé en responderle, pero con voz amarga lo hice.
—Sí, algunas cositas... un proyectil señalero, un contador automático de estrellas...
—Teoría... sueños... —me interrumpió restregándose las manos—. Yo lo conozco a Ricaldoni, y con todos sus inventos no ha pasado de ser un simple profesor de física. El que quiere enriquecerse tiene que inventar cosas prácticas, sencillas.
Me sentí laminado de angustia.
Continuó:
—El que patentó el juego del diábolo, ¿sabe usted quién fue?... Un estudiante suizo, aburrido de invierno en su cuarto. Ganó una barbaridad de pesos, igual que ese otro norteamericano que inventó el lápiz con gomita en un extremo.
Calló, y sacando una petaca de oro con un florón de rubíes en el dorso, nos invitó con cigarrillos de tabaco rubio.
El teósofo rehusó inclinando la cabeza, yo acepté. El señor Souza continuó:
—Hablando de otras cosas. Según me comunicó el amigo aquí presente, usted necesita un empleo.
—Sí, señor, un empleo donde pueda progresar, porque donde estoy...
—Sí... sí... ya sé, la casa de un napolitano... ya sé... un sujeto. Muy bien, muy bien... creo que no habrá inconvenientes. Escríbame una carta detallándome todas las particularidades de su carácter, francamente y no dude de que yo lo puedo ayudar. Cuando yo prometo, cumplo.
Levantóse del sillón con negligencia.
—Amigo Demetrio... mayor gusto... venga a verme pronto, que quiero enseñarle unos cuadros. Joven Astier, espero su carta —y sonriendo, agregó:
—Cuidadito con engañarme.
Una vez en la calle, dije estusiasmado al teósofo:
—Qué bueno es el señor Souza... y todo por usted... muchas gracias.
—Vamos a ver... vamos a ver.
Dejé de evocar, para preguntar qué hora era al mozo de la lechería.
—Dos menos diez.
¿Qué habrá resuelto el señor Souza?
En el intervalo de dos meses habíale escrito frecuentemente encareciéndole mi precaria situación, y después de largos silencios, de breves esquelas que no firmaba y escritas a máquina, el hombre dineroso se dignaba recibirme.
"Sí, ha de ser dándome un empleo, quizá en la administración municipal o en el gobierno. Si fuera cierto, ¡qué sorpresa para mamá!", y al recordarla, en esa lechería con enjambres de moscas volando en torno de pirámides de alfajores y pan de leche, ternura súbita me humedeció los ojos.
Arrojé el cigarrillo y pagando lo consumido me dirigí a la casa de Souza.
Con violencia latían mis venas cuando llamé.
Retiré inmediatamente el dedo del botón del timbre, pensando:
"No vaya a suponer que estoy impaciente porque me reciba y esto le disguste."
¡Cuánta timidez hubo en el circunspecto llamado! Parecía que el apretar el botón del timbre, quería decir:
"Perdóneme si le molesto, señor Souza... pero tengo necesidad de un empleo..."
La puerta se abrió.
—El señor... —balbucié.
—Pase.
De puntillas subí la escalera tras el fámulo. Aunque las calles estaban secas, en el quitabarros del dintel había frotado la suela de mis botines para no ensuciar nada allí.
En el vestíbulo nos detuvimos. Estaba oscuro.
El criado junto a la mesa ordenó los tallos de unas flores en su búcaro de cristal.
Se abrió una puerta, y el señor Souza compareció en traje de calle, centelleante la mirada tras los espejuelos de sus quevedos.
—¿Quién es usted? —me gritó en dureza.
Desconcertado, repliqué:
—Pero señor, yo soy Astier...
—No lo conozco, señor; no me moleste más con sus cartas impertinentes. Juan, acompáñelo al señor.
Después, volviéndose, cerró fuertemente la puerta tras mis espaldas.
Y otra vez más triste, bajo el sol, emprendí el camino hacia la caverna.
Una tarde, después que se insultaron hasta enronquecer, la mujer de don Gaetano, comprendiendo que éste no abandonaría el comercio como otras veces, resolvió marcharse.
Salió hasta la calle Esmeralda y volvió al departamento con un lío blanco. Después, para perjudicar al marido que tarareaba insultante un couplet a la puerta de la caverna, se dirigió a la cocina y nos llamó a Dío Fetente y a mí. Me ordenó, pálida de rabia:
—Sacá esa mesa, Silvio.
Tenía los ojos más verdes que nunca y dos manchas de carmín en las mejillas. Sin cuidarse de que el borde de su pollera se ensuciaba en la humedad del cuchitril, inclinábase aderezando los enseres que se llevaría.
Yo, tratando de no mancharme de grasa, retiré la mesa, una tabla pringosa con cuatro patas podridas. Allí preparaba sus bodrios el lacerado Dío Fetente.
Dijo la mujer:
—Poné las patas para arriba.
Comprendí su pensamiento. Quería convertir el trasto en una angarilla
No me equivoqué:
—Dío Fetente barrió con la escoba muchas telas de araña del fondo de la mesa. Y después de cubrirla con un repasador, la mujer depositó en las tablas un bulto blanco, las ollas rellenas de platos, cuchillos y tenedores, ató con un piolín el calentador Primus a una pata de la mesa y, congestionada de trajinar, dijo, viendo casi todo terminado:
—Que se vaya a comer a la fonda ese perro.
Acabando de arreglar los paquetes, Dío Fetente, inclinado sobre la mesa, parecía un cuadrumano con gorra, y yo, con los brazos en jarras, cavilaba pensando de dónde don Gaetano nos proporcionaría nuestra magra pitanza.
—Vos agarrá adelante.
Dío Fetente, resignado, cogió el borde del tablero y yo también.
—Caminá despacio —gritó la mujer, cruel.
Tumbando una pila de libros pasamos frente a don Gaetano.
—Andate, puerca... andate —vociferó él.
Ella rechinó los dientes con furor.
—¡Ladrón! ... Mañana va a venir el juez —y entre dos gestos de amenaza nos alejamos.
Eran las siete de la tarde y la calle Lavalle estaba en su más babilónico esplendor. Los cafés a través de las vidrieras veíanse abarrotados de consumidores; en los atrios de los teatros y cinematógrafos aguardaban desocupados elegantes, y los escaparates de las casas de modas con sus piernas calzadas de finas medias y suspendidas de brazos niquelados, las vidrieras de las ortopedias y joyerías mostraban en su opulencia la astucia de todos esos comerciantes halagando con artículos de malicia la voluptuosidad de las gentes poderosas en dinero.
Los transeúntes se desarrimaban a nuestro paso, no fuera los mancháramos con la mugre que llevábamos.
Avergonzado, pensaba en la traza de pícaro que tendría; y para colmo de infortunio como pregonando su ignominia los cubiertos y platos tintineaban escandalosamente. La gente se detenía a mirarnos pasar, regocijada con el espectáculo. Yo no detenía los ojos en nadie, tan humillado me sentía, y soportaba, como la mujer gorda y cruel que rompía la marcha, las cuchufletas que nuestra aparición provocaba.
Varios fiacres nos escoltaban ofreciéndonos los cocheros sus servicios, pero doña María, sorda a todos, caminaba adelante de la mesa, cuyas patas se iluminaban al pasar frente a las vidrieras. Por fin los cocheros desistieron de su persecución.
A momentos Dío Fetente volvía a mí su rostro barbudo sobre la bufanda verde. Gruesas gotas de sudor corríanle por las mejillas sucias, y en sus ojos lastimeros brillaba una perfecta desesperación canina.
En la plaza Lavalle descansamos. Doña María hizo depositar la angarilla en el suelo, y examinando escrupulosamente su carga, revisé el hatillo y acomodó las ollas, cuyas tapas reaseguró con las cuatro puntas del repasador.
Lustradores de botas y vendedores de diarios habían hecho un círculo en torno nuestro. La prudente presencia de un agente de policía nos evitó posibles complicaciones y nuevamente emprendimos camino. Doña María iba a la casa de una hermana que vivía en las calles Callao y Viamonte.
A instantes volvía su rostro pálido, me miraba, una sonrisa leve le rizaba el labio descolorido, y decía:
—¿Estás cansado, Silvio? —y una sonrisa aligerábame de vergüenza; era casi una caricia que aliviaba el corazón del espectáculo de su crueldad—. ¿Estás cansado, Silvio?
—No, señora —y ella, tornando a sonreír con una sonrisa extraña que me recordaba la de Enrique Irzubeta cuando se escurrió entre los agentes de policía, animosamente avanzaba camino.
Ahora íbamos por calles solitarias, discretamente iluminadas, con plátanos vigorosos al borde de las aceras, elevados edificios de fachadas hermosas y vitrales cubiertos de amplios cortinados.
Pasamos junto a un balcón iluminado.
Un adolescente y una niña conversaban en la penumbra; de la sala anaranjada partía la melodía de un piano.
Todo el corazón se me empequeñeció de envidia y de congoja.
Pensé.
Pensé en que yo nunca sería como ellos... nunca viviría en una casa hermosa y tendría una novia de la aristocracia.
Todo el corazón se me empequeñeció de envidia y congoja.
—Ya estamos cerca —dijo la mujer.
Un amplio suspiro dilató nuestros pechos.
Cuando don Gaetano nos vio entrar a la caverna, levantando los brazos al cielo, gritó alegremente:
—¡A comer al hotel, muchachos!... ¿Eh, te gusta don Miguel? Después vamos por ahí. Cerrá, cerrá la puerta, strunzo.
Una sonrisa maravillosamente infantil demudó la sucia cara de Dío Fetente.
Algunas veces en la noche, yo pensaba en la belleza con que los poetas estremecieron al mundo, y todo el corazón se me anegaba de pena como una boca con un grito.
Pensaba en las fiestas a que ellos asistieron, las fiestas de la ciudad, las fiestas en los parajes arbolados con antorchas de sol en los jardines florecidos, y de entre las manos se caía mi pobreza.
Ya no tengo ni encuentro palabras con qué pedir misericordia.
Baldía y fea como una rodilla desnuda es mi alma.
Busco un poema que no encuentro, el poema de un cuerpo a quien la desesperación pobló súbitamente en su carne, de mil bocas grandiosas, de dos mil labios gritadores.
A mis oídos llegan voces distantes, resplandores pirotécnicos, pero yo estoy aquí solo, agarrado por mi tierra de miseria como con nueve pernos.
Tercer piso, departamento 4, Charcas 1600. Tal era la dirección donde debía entregar el paquete de libros.
Extrañas y singulares son esas lujosas casas de departamentos.
Por fuera, con sus armoniosas líneas de metopas que realzan la suntuosidad de las cornisas complicadas y soberbias y con sus ventanales anchurosos protegidos de cristales ondulados, hacen soñar a los pobres diablos en verosímiles refinamientos de lujo y poderío; por dentro, la oscuridad polar de sus zaguanes profundos y solitarios espanta el espíritu del amador de los grandes cielos adornados de Walhallas de nubes.
Me detuve junto al portero, un atlético sujeto que metido en su librea azul leía con aire de suficiencia un periódico.
Como un cancerbero me examinó de pies a cabeza; después, satisfecho de comprobar hipotéticamente que yo no era un ladronzuelo, con una indulgencia que únicamente podía nacerle de la soberbia gorra azul con trancellín de oro sobre la visera, me dio permiso para entrar, dándome por toda indicación:
—El ascensor, a la izquierda.
Cuando salí de la jaula de hierro me encontré en un corredor oscuro, de cielo raso bajo.
Una lámpara esmerilada difundía su claridad mortecina por el mosaico lustroso.
La puerta del departamento indicado era de una sola hoja, sin cristales, y parecía por su pequeña y redonda cerradura de bronce la puerta de una monumental caja de acero.
Llamé, y una criada de sayas negras y delantal blanco me hizo entrar a una salita tapizada de papel azul, surcada de lívidos floripones de oro.
A través de los cristales cubiertos de gasa moaré penetraba una azulada claridad de hospital. Piano, niñerías, bronces, floreros, todo lo miraba. De pronto un delicadísimo perfume anunció su presencia; una puerta lateral se abrió y me encontré ante una mujer de rostro aniñado, liviana melenita encrespada junta a las mejillas y amplio escote. Un velludo batón color cereza no alcanzaba a cubrir sus pequeñas chinelas blanco y oro.
—Qu' y a t-il, Fanny?
—Quelques livres pour Monsieur...
—¿Hay que pagarlos?
—Están pagos.
—Qui...
—C'est bien. Donne le pourboire au garçon.
De una bandeja la criada cogió algunas monedas para entregármelas, y entonces le respondí:
—Yo no recibo propinas de nadie.
Con dureza la criada retrajo la mano, y entendió mi gesto la cortesana, creo que sí, porque dijo:
—Très bien, très bien, et tu ne reçois pas ceci?
Y antes de que lo evitara, o mejor dicho, que lo acogiera en toda su plenitud, la mujer riendo me besó en la boca, y la vi aún cuando desaparecía riendo como una chiquilla por la puerta entornada.
Dío Fetente se ha despertado y comienza a vestirse, es decir, a ponerse los botines. Sentado al borde del camastro, sucio y barbudo, mira en redor con aire aburrido. Alarga el brazo y coge la gorra, entrándosela en la cabeza hasta las orejas; luego se mira los pies, los pies encalcetados de groseras medias rojas, y después, hundiendo el dedo meñique en la oreja, lo sacude rápidamente produciendo un ruido desagradable. Termina por decidirse y se pone los botines; luego, encorvado, camina hacia la puerta del cuartujo, se vuelve, mira por el suelo, y hallando una colilla de cigarro la levanta, sopla el polvo adherido y la enciende. Sale.
En los mosaicos de la terraza escucho cómo arrastra los pies. Yo me dejo estar. Pienso, no, no pienso, mejor dicho, recibo de mi adentro una nostalgia dulce, un sufrimiento más dulce que una incertidumbre de amor. Y recuerdo a la mujer que me ha dado un beso de propina.
Estoy colmado de imprecisos deseos, de una vaguedad que es como neblina, y adentrándose en todo mi ser, lo torna casi aéreo, impersonal y alado. Por momentos el recuerdo de una fragancia, de la blancura de un pecho, me atraviesa unánime, y sé que si me encontrara otra vez junto a ella desfallecería de amor; pienso que no me importaría pensar que ha sido poseída por muchos hombres y que si me encontrara otra vez junto a ella, en esa misma sala azul, yo me arrodillaría en la alfombra y pondría la cabeza sobre su regazo, y por el júbilo de poseerla y amarla haría las cosas más ignominiosas y las cosas más dulces.
Y a medida que se destrenza mi deseo, reconstruyo los vestidos con que la cortesana se embellecerá, los sombreros armoniosos con que se cubrirá para ser más seductora, y la imagino junto a su lecho, en una semidesnudez más terrible que el desnudo.
Y aunque el deseo de mujer me surge lentamente, yo desdoblo los actos y preveo qué felicidad sería para mí un amor de esa índole, con riquezas y con gloria; imagino qué sensaciones cundirían en mi organismo si de un día para otro, riquísimo, despertara en ese dormitorio con mi joven querida calzándose semidesnuda junto al lecho, como lo he visto en los cromos de los libros viciosos.
Y de pronto, todo mi cuerpo, mi pobre cuerpo de hombre clama al Señor de los Cielos.
"¡Y yo, yo, Señor, no tendré nunca una querida tan linda como esa querida que lucen los cromos de los libros viciosos!"
Una sensación de asco empezó a encorajinar mi vida dentro de aquel antro, rodeado de esa gente que no vomitaba más que palabras de ganancia o ferocidad. Me contagiaron el odio que a ellos les crispaba las jetas y momentos hubo en que percibí dentro de la caja de mi cráneo una neblina roja que se movía con lentitud.
Cierto cansancio terrible me aplastaba los brazos. Veces hubo en que quise dormir dos días con sus dos noches. Tenía la sensación de que mi espíritu se estaba ensuciando, de que la lepra de esa gente me agrietaba la piel del espíritu, para excavar allí sus cavernas oscuras. Acostábame rabioso, despertaba taciturno. La desesperación me ensanchaba las venas, y sentía entre mis huesos y mi piel el crecimiento de una fuerza antes desconocida a mis sensorios. Así permanecía horas enconado, en una abstracción dolorosa. Una noche doña María encolerizada me ordenó que limpiara la letrina porque estaba asquerosa. Y obedecí sin decir palabra. Creo que yo buscaba motivos para multiplicar en mi interior una finalidad oscura.
Otra noche, don Gaetano, riéndose, al querer yo salir, me puso una mano sobre el estómago y otra sobre el pecho para cerciorarse de que no le robaba libros, llevándolos ocultos en esos lugares. No pude indignarme ni sonreír. Era necesario eso, sí, eso; era necesario que mi vida, la vida que durante nueve meses había nutrido con pena un vientre de mujer, sufriera todos los ultrajes, todas las humillaciones, todas las angustias.
Allí comencé a quedarme sordo. Durante algunos meses perdí la percepción de los sonidos. Un silencio afilado, porque el silencio puede adquirir hasta la forma de una cuchilla, cortaba las voces en mis orejas.
No pensaba. Mi entendimiento se embotó en un rencor cóncavo, cuya concavidad día a día hacíase más amplia y acorazada. Así se iba retobando mi rencor.
Me dieron una campana, un cencerro. Y era divertido, ¡vive Dios!, mirar un pelafustán de mi estatura dedicado a tan bajo menester. Me estacionaba a la puerta de la caverna en las horas de mayor tráfico en la calle, y sacudía el cencerro para llamar a la gente, para hacer volver la cabeza a la gente, para que la gente supiera que allí se vendían libros, hermosos libros... y que las nobles historias y las altas bellezas había que mercarlas con el hombre solapado o con una mujer gorda y pálida. Y yo sacudía el cencerro.
Muchos ojos me desnudaron lentamente. Vi rostros de mujeres que ya no olvidaré jamás. Vi sonrisas que aún me gritan su befa en los ojos...
¡Ah!, cierto es que estaba cansado... ¿mas no está escrito: "ganarás el pan con el sudor de tu frente"?
Y fregué el piso, pidiendo permiso a deliciosas doncellas para poder pasar el trapo en el lugar que ellas ocupaban con sus piececitos, y fui a la compra con una cesta enorme; hice recados... Posiblemente, si me hubiera escupido a la cara, me limpiara tranquilo con el revés de la mano.
Cayó sobre mí una oscuridad cuyo tejido se espesaba lentamente. Perdí en la memoria los contornos de los rostros que yo había amado con recogimiento lloroso; tuve la noción de que mis días estaban distanciados entre sí por largos espacios de tiempo... y mis ojos se secaron para el llanto.
Entonces repetí palabras que antes habían tenido un sentido pálido en mi experiencia.
"Sufrirás", me decía, "sufrirás... sufrirás... sufrirás..."
"Sufrirás... sufrirás..."
"Sufrirás...", y la palabra se me caía de los labios. Así maduré todo el invierno infernal.
Una noche, fue en el mes de julio, precisamente en el momento en que don Gaetano cerraba la puertecilla de la cortina metálica, doña María recordó que se había olvidado en la cocina un atado de ropa que trajera esa tarde la lavandera. Entonces dijo:
—Che, Silvio, vení, vamos a traerla.
Mientras don Gaetano encendía la luz, la acompañé. Recuerdo con exactitud.
El bulto estaba en el centro de la cocina, sobre una silla. Doña María, dándome las espaldas, cogió la oreja de trapo del bulto. Yo, al volver los ojos, vi unos carbones encendidos en el brasero. Y en aquel brevísimo intervalo pensé:
"Eso es...", y sin vacilar, cogiendo una brasa, la arrojé a un montón de papeles que estaba a la orilla de una estantería cargada de libros, mientras doña María se ponía a caminar.
Después don Gaetano hizo girar la llave del conmutador, y nos encontramos en la calle.
Doña María miró el cielo constelado.
—Linda noche... va a helar...
Yo también miré a lo alto.
—Sí, es linda la noche.
Mientras Dío Fetente dormía, yo, incorporado en mi yacija, miraba el círculo blanco de luz que por el ojo de buey se estampaba en el muro desde la calle.
En la oscuridad yo sonreía libertado... libre... definitivamente libre, por la conciencia de hombría que me daba mi acto anterior. Pensaba, mejor dicho, no pensaba, anudaba delicias.
"Ésta es la hora de las cocottes."
Una cordialidad fresca como un vasito de vino hacíame fraternizar en todas las cosas del mundo, a esas horas despiertas. Decía:
"Ésta es la hora de las muchachitas... y de los poetas... pero qué ridículo soy... y sin embargo, yo te besaría los pies."
"Vida, vida, qué linda que sos, vida... ¡ah!, ¿pero vos no sabés?, yo soy el muchacho... el dependiente... sí, de don Gaetano... y sin embargo yo amo todas las cosas más hermosas de la Tierra... quisiera ser lindo y genial... vestir uniformes resplandecientes... y ser taciturno... vida, qué linda que sos. Vida... qué linda... Dios mío, qué linda que sos."
Encontraba placer en sonreír despacio. Pasé dos dedos en horqueta por las crispaciones de mis mejillas. Y el graznido de las bocinas de los automóviles se estiraba allá abajo, en la calle Esmeralda, como un ronco pregón de alegrías.
Después incliné la cabeza sobre mi hombro y cerré los ojos, pensando: "¿Qué pintor hará el cuadro del dependiente dormido, que en sueños sonríe porque ha incendiado la ladronera de su amo?"
Después, lentamente, se disipó la liviana embriaguez.
Vino una seriedad sin ton ni son, una de esas seriedades que es de buen gusto ostentarla en los parajes poblados. Y yo sentía ganas de reírme de mi seriedad intempestiva, paternal. Pero como la seriedad es hipócrita, necesita hacer la comedia de la "conciencia" en el cuartujo, y me dije:
"Acusado... Usted es un canalla.., un incendiario. Usted tiene bagaje de remordimiento para toda la vida. Usted va a ser interrogado por la policía y los jueces y el diablo... póngase serio, acusado... Usted no comprende que es necesario ser serio... porque va a ir de cabeza a un calabozo."
Pero mi seriedad no me convencía. Sonaba tan a tacho de lata vacía. No, ni en serio podía tomar esa mistificación. Yo ahora era un hombre libre, y ¿qué tiene que ver la sociedad con la libertad? Yo ahora era libre, podía hacer lo que se me antojara... matarme si quería... pero eso era algo ridículo... y yo... yo tenía necesidad de hacer algo hermosamente serio, bellamente serio: adorar a la vida. Y repetí:
"Sí, vida... vos sos linda, vida... ¿sabés? De aquí en adelante adoraré a todas las cosas hermosas de la Tierra... cierto... adoraré a los árboles, y a las casas y a los cielos... adoraré todo lo que está en vos... además... decíme, vida ¿no es cierto que yo soy un muchacho inteligente? ¿Conociste vos alguno que fuera como yo?"
Después me quedé dormido.
El primero en entrar a la librería esa mañana fue don Gaetano. Yo le seguí. Todo estaba como lo habíamos dejado. La atmósfera con un relente de moho, y allá en el fondo, en el lomo de cuero de los libros, una mancha de sol que se filtraba por el tragaluz.
Me dirigí a la cocina. La brasa se había extinguido, aún húmeda de agua, con la que hiciera un charco al lavar los platos Dío Fetente.
Y fue el último día que trabajé allí
II Los trabajos y los días
Como el dueño de la casa nos aumentara el alquiler, nos mudamos de barrio, cambiándonos a un siniestro caserón de la calle Cuenca, al fondo de Floresta.
Dejé de verlos a Lucio y Enrique, y una agria tiniebla de miseria se enseñoreó de mis días.
Cuando cumplí los quince años, cierto atardecer mi madre me dijo:
—Silvio, es necesario que trabajes.
Yo que leía un libro junto a la mesa, levanté los ojos mirándola con rencor. Pensé: trabajar, siempre trabajar. Pero no contesté.
Ella estaba de pie frente a la ventana. Azulada claridad crespuscular incidía en sus cabellos emblanquecidos, en la frente amarilla, rayada de arrugas, y me miraba oblicuamente, entre disgustada y compadecida, y yo evitaba encontrar sus ojos.
Insistió comprendiendo la agresividad de mi silencio.
—Tenés que trabajar, ¿entendés? Tú no quisiste estudiar. Yo no te puedo mantener. Es necesario que trabajes.
Al hablar apenas movía los labios, delgados como dos tablitas. Escondía las manos en los pliegues del chal negro que modelaba su pequeño busto de hombros caídos.
—Tenés que trabajar, Silvio.
—¿Trabajar, trabajar de qué? Por Dios... ¿Qué quiere que haga?... ¿que fabrique el empleo...? Bien sabe usted que he buscado trabajo.
Hablaba estremecido de coraje; rencor a sus palabras tercas, odio a la indiferencia del mundo, a la miseria acosadora de todos los días, y al mismo tiempo una pena innominable: la certeza de la propia inutilidad.
Mas ella insistía como si fueran ésas sus únicas palabras.
—¿De qué?... a ver ¿de qué?
Maquinalmente se acercó a la ventana, y con un movimiento nervioso arregló las arrugas de la cortina. Como si le costara trabajo decirlo:
—En La Prensa siempre piden...
—Sí, piden lavacopas, peones... ¿quiere que vaya de lavacopas?
—No, pero tenés que trabajar. Lo poco que ha quedado alcanza para que termine Lila de estudiar. Nada más. ¿Qué querés que haga?
Bajo la orla de la saya enseñó un botín descalabrado y dijo:
—Mira qué botines. Lila para no gastar en libros tiene que ir todos los días a la biblioteca. ¿Qué querés que haga, hijo?
Ahora su voz era de tribulación. Un surco oscuro le hendía la frente desde el ceño hasta la raíz de los cabellos, y casi le temblaban los labios.
—Está bien, mamá, voy a trabajar.
Cuánta desolación. La claridad azul remachaba en el alma la monotonía de toda nuestra vida, cavilaba hedionda, taciturna.
Desde afuera oíase el canto triste de una rueda de niños:
La torre en guardia.
La torre en guardia.
La quiero conquistar.
Suspiró en voz baja.
—Qué más quisiera que pudieras estudiar.
—Eso no vale nada.
—El día que Lila se reciba...
La voz era mansa, con tedio de pena.
Habíase sentado junto a la máquina de coser, y en el perfil, bajo la fina línea de la ceja, el ojo era un cuévano de sombra con una chispa blanca y triste. Su pobre espalda encorvada, y la claridad azul en la lisura de los cabellos dejaba cierta claridad de témpano.
—Cuando pienso... —murmuró.
—¿Estás triste, mamá?
—No —contestó.
De pronto:
—¿Quieres que lo hable al señor Naidath? Puedes aprender a ser decorador. ¿No te gusta el oficio?
—Es igual.
—Sin embargo, ganan mucho dinero.
Me sentí impulsado a levantarme, a cogerla de los hombros y zamarrearla, gritándole en las orejas:
"¡No hable de dinero, mamá, por favor...! ¡No hable... cállese...!"
Estábamos allí, inmóviles de angustia. Afuera la ronda de chicos aún cantaba con melodía triste:
La torre en guardia.
La torre en guardia.
La quiero conquistar.
Pensé:
"Y así es la vida, y cuando yo sea grande y tenga un hijo, le diré: 'Tenés que trabajar. Yo no te puedo mantener.' "Así es la vida. Un ramalazo de frío me sacudía en la silla.
Ahora, mirándola, observando su cuerpo tan mezquino, se me llenó el corazón de pena.
Creía verla fuera del tiempo y del espacio, en un paisaje sequizo, la llanura parda y el cielo metálico de tan azul. Yo era tan pequeño que ni caminar podía, y ella flagelada por las sombras, angustiadísima, caminaba a la orilla de los caminos, llevándome en sus brazos, calentándome las rodillas con el pecho, estrechando todo mi cuerpecito contra su cuerpo mezquino, y pedía a las gentes para mí, y mientras me daba el pecho, un calor de sollozo le secaba la boca, y de su boca hambrienta se quitaba el pan para mi boca, y de sus noches el sueño para atender a mis quejas, y con los ojos resplandecientes, con su cuerpo vestido de míseras ropas, tan pequeña y tan triste, se abría como un velo para cobijar mi sueño.
¡Pobre mamá! Y hubiera querido abrazarla, hacerle inclinar la emblanquecida cabeza en mi pecho, pedirle perdón de mis palabras duras, y de pronto, en el prolongado silencio que guardábamos, le dije con voz vibrante:
—Sí, voy a trabajar, mamá.
Quedamente:
—Está bien, hijo, está bien... —y otra vez la pena honda nos selló los labios.
Afuera, sobre la sonrosada cresta de un muro, resplandecía en lo celeste un fúlgido tetragrama de plata.
Don Gaetano tenía su librería, mejor dicho, su casa de compra y venta de libros usados, en la calle Lavalle al 800, un salón inmenso, atestado hasta el techo de volúmenes.
El local era más largo y tenebroso que el antro de Trofonio.
Donde se miraba había libros: libros en mesas formadas por tablas encima de caballetes, libros en los mostradores, en los rincones, bajo las mesas y en el sótano.
Anchurosa portada mostraba a los transeúntes el contenido de la caverna, y en los muros de la calle colgaban volúmenes de historias para imaginaciones vulgares, la novela de Genoveva de Brabante y Las aventuras de Musolino. Enfrente, como en un colmenar, la gente rebullía por el atrio de un cinematógrafo, con su campanilla repiqueteando incesantemente.
Al mostrador, junto a la puerta, atendía la esposa de don Gaetano, una mujer gorda y blanca, de cabello castaño y ojos admirables por su expresión de crueldad verde.
—No está don Gaetano.
La mujer me señaló un grandulón que en mangas de camisa miraba desde la puerta el ir y venir de las gentes. Anudaba una corbata negra al cuello desnudo, y el pelo ensortijado sobre la frente tumultuosa dejaba ver entre sus anillos la punta de las orejas. Era un bello tipo, con su reciedumbre y piel morena, mas, bajo las pestañas hirsutas, los ojos grandes y de aguas convulsas causaban desconfianza.
El hombre cogió la carta donde me recomendaban, la leyó; después, entregándola a su esposa, quedóse examinándome.
Gran arruga le hendía la frente, y por su actitud acechante y placentera adivinábase al hombre de natural desconfiado y trapacero a la par que meloso, de azucarada bondad fingida y de falsa indulgencia en sus gruesas carcajadas.
—¿Así que vos antes trabajastes en una librería?
—Sí, patrón.
—Y trabajaba mucho el otro?
—Bastante.
—Pero no tiene tanto libro como acá, ¿eh?
—Oh, claro, ni la décima parte.
Después a su esposa:
—¿Y Mosiú no vendrá más a trabajar?
La mujer con tono áspero, dijo:
—Así son todos estos piojosos. Cuando se matan el hambre y aprenden a trabajar se van.
Dijo, y apoyó el mentón en la palma de la mano, mostrando entre la manga de la blusa verde un trozo de brazo desnudo. Sus ojos crueles se inmovilizaron en la calle transitadísima. Incesantemente repiqueteaba la campanilla del biógrafo, y un rayo de sol, adentrado entre dos altos muros, iluminaba la fachada oscura del edificio de Dardo Rocha.
—¿Cuánto querés ganar?
—Yo no sé... Usted sabe.
—Bueno, mirá... Te voy a dar un peso y medio, y casa y comida, vas a estar mejor que un príncipe, eso sí —y el hombre inclinaba su greñuda cabeza—, aquí no hay horario... la hora de más trabajo es de ocho de la noche a once...
—¿Cómo, a las once de la noche?
—Y qué más quiere, un muchacho como vos estar hasta las once de la noche, mirando pasar lindas muchachas. Eso sí, a la mañana nos levantamos a las diez.
Recordando el concepto que don Gaetano le merecía al que me recomendara, dije:
—Está bien, pero como yo necesito la plata, ustedes todas las semanas me van a pagar.
—Qué, ¿tiene desconfianza?
—No, señora, pero como en mi casa necesitan y somos pobres... Usted comprenderá...
La mujer volvió su mirada ultrajante a la calle.
—Bueno —prosiguió don Gaetano—, venite mañana a las diez al departamento; vivimos en la calle Esmeralda —y anotando la dirección en un trozo de papel me la entregó.
La mujer no respondió a mi saludo. Inmóvil, la mejilla posando en la palma de la mano y el brazo desnudo apoyado en el lomo de los libros, fijos los ojos en el frente de la casa de Dardo Rocha, parecía el genio tenebroso de la caverna de los libros.
A las nueve de la mañana me detuve en la casa donde vivía el librero. Después de llamar, guareciéndome de la lluvia, me recogí en el zaguán.
Un viejo barbudo, envuelto el cuello en una bufanda verde y la gorra hundida hasta las orejas, salió a recibirme.
—¿Qué quiere?
—Yo soy el nuevo empleado.
—Suba.
Me lancé por el vano de la escalera, sucia en los peldaños.
Cuando llegamos al pasillo, el hombre dijo:
—Espérese.
Tras los vidrios de la ventana que daba a la calle, frente a la balconada, veíase el achocolatado cartel de hierro de una tienda. La llovizna resbalaba lentamente por la convexidad barnizada. Allá lejos, una chimenea entre dos tanques arrojaba grandes lienzos de humo al espacio pespunteada por agujas de agua.
Repetíanse los nerviosos golpes de campana de los tranvías, y entre el "trolley" y los cables vibraban chispas violetas; el cacareo de un gallo afónico venía no sé de dónde.
Súbita tristeza me sobrecogió al enfrentarme al abandono de aquella casa.
Los cristales de las puertas estaban sin cortinas, los postigos cerrados.
En un rincón del hall, en el piso cubierto de polvo, había olvidado un trozo de pan duro, y en la atmósfera flotaba olor a engrudo agrío: cierta hediondez de suciedad harto tiempo húmeda.
—Miguel —gritó con voz desapacible la mujer desde adentro.
—Va, señora.
—¿Está el café?
El viejo levantó los brazos al aire y cerrando los puños se dirigió a la cocina por un patio mojado.
—Miguel.
—Señora.
—¿Dónde están las camisas que trajo Eusebia?
—En el baúl chico, señora.
—Don Miguel —habló socarronamente el hombre.
—Diga, don Gaetano.
—¿Cómo le va, don Miguel?
El viejo movió la cabeza a diestra y siniestra, levantando desconsoladamente los ojos al cielo.
Era flaco, alto, carilargo, con barba de tres días en las fláccidas mejillas y expresión lastimera de perro huido en los ojos legañosos.
—Don Miguel.
—Diga, don Gaetano.
—Andá a comprarme un Avanti.
El viejo se marchaba.
—Miguel.
—Señora.
—Traete medio kilo de azúcar a cuadritos, y que te la den bien pesada.
Una puerta se abrió, y salió don Gaetano prendiéndose la bragueta con las dos manos y suspendido del encrespado cabello, sobre la frente, un trozo de peine.
—¿Qué hora es?
—No sé.
Miró al patio.
—Puerco tiempo —murmuró, y después comenzó a peinarse.
Llegado don Miguel con el azúcar y los toscanos, don Gaetano dijo:
—Traete la canasta, después te llevás el café al negocio —y encasquetándose un grasiento sombrero de fieltro tomó la canasta que le entregaba el viejo y dándomela, dijo:
—Vamos al mercado.
—¿Al mercado?
Tomó mi frase al vuelo.
—Un consejo, che Silvio. A mi no me gusta decir dos veces las cosas. Además comprando en el mercado uno sabe lo que come.
Entristecido salí tras él con la canasta, una canasta impúdicamente enorme, que golpeándome las rodillas con su chillonería hacía más profunda, más grotesca la pena de ser pobre.
—¿Queda lejos el mercado?
—No, hombre, acá en Carlos Pellegrini —y observándome cariacontecido dijo:
—Parece que tenés vergüenza de llevar una canasta. Sin embargo el hombre honesto no tiene vergüenza de nada, siempre que sea trabajo.
Un dandy a quien rocé con la cesta me lanzó una mirada furiosa; un rabicundo portero uniformado desde temprano con magnífica librea y brandeburgos de oro, observóme irónico, y un granujilla que pasó, como quien lo hace inadvertidamente, dio un puntapié al trasero de la cesta, y la canasta pintada rojo rábano, impúdicamente grande, me colmaba de ridículo.
¡Oh, ironía!, y yo era el que había soñado en ser un bandido grande como Rocambole y un poeta genial como Baudelaire!
Pensaba:
"¿Y para vivir hay que sufrir tanto...?, todo esto... tener que pasar con una canasta al lado de espléndidas vidrieras..."
Perdimos casi toda la mañana vagando por el Mercado del Plata.
¡Bella persona era don Gaetano!
Para comprar un repollo, o una tajada de zapallo o un manojo de lechuga, recorría los puestos disputando, en discusiones ruines, piezas de cinco centavos a los verduleros, con quienes se insultaba en un dialecto que yo no entendía.
¡Qué hombre! Tenía actitudes de campesino astuto, de gañán que hace el tonto y responde con una chuscada cuando comprende que no puede engañar.
Husmeando pichinchas metíase entre fregonas y sirvientas a curiosear cosas que no debían interesarle, hacía de saludador arlequinesco, y en acercándose a los mostradores estañados de los pescadores examinaba las agallas de merluzas y pejerreyes, comía langostinos, y sin comprar tan siquiera un marisco, pasaba al puesto de las mondongueras, de allí al de los vendedores de gallinas, y antes de mercar nada, oliscaba la vitualla y manoseábala desconfiadamente. Si los comerciantes se irritaban, él les gritaba que no quería ser engañado, que bien sabía que ellos eran unos ladrones, pero que se equivocaban si le tomaban por tonto porque era tan sencillo.
Su sencillez era chocarrería, su estulticia vivísima granujería.
Procedía así:
Seleccionaba con paciencia desesperante un repollo o una coliflor. Estaba conforme puesto que pedía precio, pero de pronto descubría otro que le parecía más sazonado o más grande, y ello era el motivo de la disputa entre el verdulero y don Gaetano, ambos empeñados en robarse, en perjudicar al prójimo, aunque fuere en un solo centavo.
Su mala fe era estupenda. Jamás pagaba lo estipulado, sino lo que ofreciera antes de cerrar trato. Una vez que yo había guardado la vitualla en la cesta, don Gaetano se retiraba del mostrador, hundía los pulgares en el bolsillo del chaleco, sacaba y contaba, tornaba a recontar el dinero, y despectivamente lo arrojaba encima del mostrador como si hiciera un servicio al mercader, alejándose aprisa después.
Si el comerciante le gritaba, él respondía:
—Estate buono.
Tenía el prurito del movimiento, era un goloso visual, entraba en éxtasis frente a la mercadería por el dinero que representaba.
Acercábase a los vendedores de cerdo a pedirles precio de embutidos, examinaba codicioso las sonrosadas cabezas de cerdo, hacíalas girar despacio bajo la impasible mirada de los ventrudos comerciantes de delantal blanco, rascábase tras de la oreja, miraba con voluptuosidad los costillares enganchados a los hierros, las pilastras de tocino en lonjas, y como si resolviera un problema que le daba vueltas en el meollo, dirigíase a otro puesto, a pellizcar una luna de queso, o a contar cuántos espárragos tiene un mazo, a ensuciarse las manos entre alcachofas y nabos, y a comer pepitas de zapallo o a observar al trasluz los huevos y a deleitarse en los pilones de manteca húmeda, sólida, amarilla, y aún oliendo a suero.
Aproximadamente a las dos de la tarde almorzamos. Don Miguel apoyando el plato en un cajón de kerosene, yo en el ángulo de una mesa ocupada de libros, la mujer gorda en la cocina y don Gaetano en el mostrador.
A las once de la noche abandonamos la caverna.
Don Miguel y la mujer gorda caminaban en el centro de la calle lustrosa, con la canasta donde golpeaban los trastos de hacer café; don Gaetano, sepultadas las manos en los bolsillos, el sombrero en la coronilla y un mechón de cabellos caído sobre los ojos, y yo tras ellos, pensaba cuán larga había sido mi primera jornada.
Subimos y al llegar al pasillo don Gaetano me preguntó:
—¿Trajiste colchón, vos?
—Yo no. ¿Por qué?
—Aquí hay una camita, pero sin colchón.
—¿Y no hay nada con qué taparse?
Don Gaetano miró en redor, luego abrió la puerta del comedor; encima de la mesa había una carpeta verde, pesada y velluda.
Doña María entraba en el dormitorio cuando don Gaetano tomó la carpeta por un extremo y echándomela al hombro, malhumorado, dijo:
—Estate buono —y sin contestar a mis buenas noches, me cerró la puerta en las narices.
Quedé desconcertado ante el viejo, que testimonió su indignación con esta sorda blasfemia: "¡Ah! ¡Dío Fetente!"; luego echó a andar y le seguí.
El cuchitril donde habitaba el anciano famélico, a quien desde ese momento bauticé con el nombre de Dío Fetente, era un triángulo absurdo, empinado junto al techo, con un ventanuco redondo que daba a la calle Esmeralda y por el cual se veía la lámpara de arco voltaico que iluminaba la calzada. El vidrio del ojo de buey estaba roto, y por allí se colaban ráfagas de viento que hacían bailar la lengua amarilla de una candela sujeta en una palmatoria al muro.
Arrimada a la pared había una cama de tijera, dos palos en cruz con una lona clavada en los travesaños.
Dío Fetente salió a orinar a la terraza, luego sentóse en un cajón, se quitó la gorra y los botines, arreglóse prolijamente la bufanda en torno del cogote y preparado para afrontar el frío de la noche, prudentemente entró en el catre, cubriéndose hasta la barba con las mantas, unas bolsas de arpillera rellenadas de trapos inservibles.
La mortecina claridad de la candela, iluminaba el perfil de su rostro, de larga nariz rojiza, aplanada frente estriada de arrugas, y cráneo mondo, con vestigios de pelos grises encima de las orejas. Como el viento que entraba molestábale, Dío Fetente extendió el brazo, cogió la gorra y se la hundió sobre las orejas, luego sacó del bolsillo una colilla de toscano, la encendió, lanzó largas bocanadas de humo y uniendo las manos bajo la nuca, quedóse mirándome sombrío.
Yo comencé a examinar mi cama. Muchos debían de haber padecido en ella, tan deteriorada estaba. Habiendo la punta de los elásticos rasgado la malla, quedaban éstos en el aire como fantásticos tirabuzones, y las grampas de las agarraderas habían sido reemplazadas por ligaduras de alambre.
Sin embargo, no me iba a estar la noche en éxtasis, y después de comprobar su estabilidad, imitando a Dío Fetente, me saqué los botines, que envueltos en un periódico me sirvieron de almohada, me envolví en la carpeta verde y dejándome caer en el fementido lecho, resolví dormir.
Indiscutiblemente, era cama de archipobre, un deshecho de judería, la yacija más taimada que he conocido.
Los resortes me hundían las espaldas; parecía que sus puntas querían horadarme la carne entre las costillas, la malla de acero rígida en una zona se hundía desconsideradamente en un punto, en tanto que en otro por maravillas de elasticidad elevaba promontorios, y a cada movimiento que hacía el lecho gañía, chirriaba con ruidos estupendos, a semejanza de un juego de engranajes sin aceite. Además, no encontraba postura cómoda, el rígido vello de la carpeta rascábame la garganta, el filo de los botines me entumecía la nuca, los espirales de los elásticos doblados me pellizcaban la carne. Entonces:
—¡Eh, diga, Dío Fetente!
Como una tortuga, el anciano sacó su pequeña cabeza al aire de entre el caparazón de arpilleras.
—Diga, don Silvio.
—¿Qué hacen que no tiran este camastro a la basura? El venerable anciano, poniendo los ojos en blanco, me respondió con un suspiro profundo, tomando así a Dios de testigo de todas las iniquidades de los hombres.
—Diga, Dío Fetente, ¿no hay otra cama?... Aquí no se puede dormir...
—Esta casa es el infierno, don Silvio... el infierno —y bajando la voz, temeroso de ser escuchado—: esto es... la mujer... la comida... Ah, Dío Fetente, ¡qué casa ésta!
El viejo apagó la luz y yo pensé:
"Decididamente, voy de mal en peor."
Ahora escuchaba el ruido de la lluvia caer sobre el zinc de la boharda.
De pronto me conturbó un sollozo sofocado. Era el viejo que lloraba, que lloraba de pena y de hambre. Y ésa fue mi primera jornada.
Algunas veces en la noche, hay rostros de doncellas que hieren con espada de dulzura. Nos alejamos, y el alma nos queda entenebrecida y sola, como después de una fiesta.
Realizaciones excepcionales... se fueron y no sabemos más de ellas, y sin embargo nos acompañaron una noche teniendo la mirada fija en nuestros ojos inmóviles... y nosotros heridos con espadas de dulzura, pensamos cómo sería el amor de esas mujeres con esos semblantes que se adentraron en la carne. Congojosa sequedad del espíritu, peregrina voluptuosidad áspera y mandadora.
Pensamos cómo inclinarían la cabeza hacia nosotros para dejar en dirección al cielo sus labios entreabiertos, cómo dejarían desmayarse del deseo sin desmentir la belleza del semblante un momento ideal; pensamos cómo sus propias manos trizarían los lazos del corpiño...
Rostros... rostros de doncellas maduras para las desesperaciones del júbilo, rostros que súbitamente acrecientan en la entraña un desfallecimiento ardiente, rostros en los que el deseo no desmiente la idealidad de un momento. ¿Cómo vienen a ocupar nuestras noches?
Yo me he estado horas continuas persiguiendo con los ojos la forma de una doncella que durante el día me dejó en los huesos ansiedad de amor.
Despacio consideraba sus encantos avergonzados de ser tan adorables, su boca hecha tan sólo para los grandes besos; veía su cuerpo sumiso pegarse a la carne llamadora de su desengaño e insistiendo en la delicia de su abandono, en la magnífica pequeñez de sus partes destrozables, la vista ocupada por el semblante, por el cuerpo joven para el tormento y para una maternidad, alargaba un brazo hacia mi pobre carne; hostigándola, la dejaba acercarse al deleite.
En aquel momento don Gaetano volvía de la calle y pasó hacia la cocina. Miróme ceñudo, mas no dijo nada, y yo me incliné sobre el tarro de engrudo al tiempo que arreglaba un libro, pensando: va a haber tormenta.
Ciertamente, con intervalos breves, el matrimonio reñía.
La mujer blanca, inmóvil, apoyada de codos en el mostrador, las manos arrebujadas en los repliegues de la pañoleta verde, seguía los pasos del marido con ojos crueles.
Don Miguel, en la cocinita, lavaba platos en un fuentón grasiento. Las puntas de su bufanda rozaban los bordes del tacho y un delantal de cuadros rojos y azules atado a la cintura con un piolín, le defendía de las salpicaduras de agua.
—¡Qué casa ésta, Dío Fetente!
He de advertir que la cocina, lugar de nuestras expansiones, estaba enfrentada a una letrineja hedionda, era un rincón de la caverna, tapiado a las espaldas de las estanterías.
Encima de una tabla sucia, apelmazados con sobras de verdura, había pequeños trozos de carne y patatas, con los que don Miguel confeccionaba la magra pitanza del mediodía. Lo quitado a nuestra voracidad era servido a la noche, bajo la forma de un guiso estrambótico. Y era Dío Fetente el genio y mago de ese antro hediondo. Allí maldecíamos de nuestra suerte; allí don Gaetano se refugiaba a veces para meditar sombrío en las desazones que trae consigo el matrimonio.
El odio que fermentaba en el pecho de la mujer terminaba por estallar.
Bastaba un movimiento insignificante, una nimiedad cualquiera.
Súbitamente la mujer envarada de un furor sombrío abandonaba el mostrador, y arrastrando las chancletas por el mosaico, las manos arrebujadas en su pañoleta, los labios apretados y los párpados inmóviles, buscaba al marido.
Recuerdo la escena de ese día: Como de costumbre, esa mañana don Gaetano fingió no verla, aunque se encontraba a tres pasos de él. Yo vi que el hombre inclinó la cabeza hacia cierto libro simulando leer el título.
Detenida, la mujer blanca permanecía inmóvil. Sólo sus labios temblaban como tiemblan las hojas.
Después dijo con una voz que hacía grave cierta monotonía terrible.
—Yo era linda. ¿Qué has hecho de mi vida?
Sobre su frente temblaron los cabellos como si pasara el viento.
Un sobresalto sacudió el cuerpo de don Gaetano.
Con desesperación que le hinchaba la garganta, ella le arrojó estas palabras pesadas, salitrosas:
—Yo te levanté... ¿Quién era tu madre... sino una bagazza que andaba con todos los hombres? ¿Qué has hecho de mi vida vos...?
— ¡María, callate! —respondió con voz cavernosa don Gaetano.
—Sí, ¿quién te sacó el hambre y te vistió...? Yo, strunzo... yo te di de comer —y la mano de la mujer se levantó como si quisiera castigar la mejilla del hombre.
Don Gaetano retrocedió tembloroso.
Ella dijo con amargura en que temblaba un sollozo, un sollozo pesado de salitre:
—¿Qué has hecho de mi vida... puerco? Estaba en mi casa como clavel en la maceta, y no tenía necesidad de casarme con vos, strunzo...
Los labios de la mujer se torcieron convulsivamente, como si masticara un odio pegajoso, terrible.
Yo salí para echar a los curiosos del dintel del comercio.
—Dejalos, Silvio —me gritó imperativa—, que oigan quién es este sinverüenza —y redondos los ojos verdes, dando la sensación de que su rostro se aproximaba, como en el fondo de una pantalla, prosiguió más pálida:
—Si yo fuera diferente, si anduviera por ahí vagando, viviría mejor... estaría lejos de un marrano como vos.
Callóse y reposó.
Ahora don Gaetano atendía a un señor de sobretodo, con grandes lentes de oro cabalgando en la fina nariz enrojecida por el frío.
Exaltada por su indiferencia, pues el hombre debía de estar habituado a esas escenas y prefería ser insultado a perder sus beneficios, la mujer vociferó:
—No le haga caso, señor, ¿no ve que es un napolitano ladrón?
El señor anciano volvióse asombrado a mirar a la furia, y ella:
—Le pide veinte pesos por un libro que costó cuatro —y como don Gaetano no volvía las espaldas, gritó, hasta que el rostro se le congestionó:
—¡Sí, sos un ladrón, un ladrón! —y le escupió su despecho, su asco.
El señor anciano dijo, calándose los lentes:
—Volveré otro día —y salió indignado. Entonces doña María tomó un libro y bruscamente lo arrojó a la cabeza de don Gaetano, después otro y otro.
Don Gaetano pareció ahogarse de furor. De pronto arrancóse el cuello, la corbata negra y arrojóla al rostro de su mujer; luego se detuvo un momento como si hubiera recibido un golpe en las sienes y después echó a correr, salió hasta la calle, los ojos saltándole de las órbitas, y parándose en medio de la vereda, moviendo la rapada cabeza desnuda, señalándola como un loco a los transeúntes, los brazos extendidos, le gritó con voz desnaturalizada por el coraje:
—¡Bestia... bestia... bestión...!
Satisfecha, ella se allegó a mí:
—¿Has visto cómo es? No vale... ¡canalla! Te aseguro que a veces me dan ganas de dejarlo —y tornando al mostrador se cruzó de brazos, permaneciendo abstraída, la cruel mirada fija en la calle.
De pronto:
—Silvio.
—Señora.
—¿Cuántos días te debe?
—Tres, contando hoy, señora.
—Tomá —y, alcanzándome el dinero, agregó—: No le tengas fe, porque es un estafador... Estafó a una compañía de seguros; si yo quisiera, estaría en la cárcel.
Me dirigí a la cocina.
—¿Qué te parece esto, Miguel...?
—El infierno, don Silvio. ¡Qué vida! ¡Dío Fetente! Y el viejo, amenazando la altura con el puño, exhaló un largo suspiro, después inclinó la cabeza sobre el fuentón y siguió mondando patatas.
—¿Pero a qué vienen esos burdeles?
—Yo no sé... no tienen hijos... él no sirve...
—Miguel.
—Diga, señora.
La voz estridente ordenó:
—No hagas comida; hoy no se come. A quien no le guste, que se mande a mudar.
Fue el golpe de gracia. Algunas lágrimas corrieron por el ruinoso semblante del viejo famélico.
Pasaron unos instantes.
—Silvio.
—Señora.
—Tomá, son cincuenta centavos. Te vas a comer por ahí.
Y arropándose los brazos en los repliegues de la pañoleta verde, recobró su fiera posición habitual. En las mejillas lívidas dos lágrimas blancas resbalaban lentamente hacia la comisura de su boca.
Conmovido, murmure:
—Señora...
Ella me miró, y sin mover el rostro, sonriendo con una sonrisa convulsiva por lo extraña, dijo:
—Andá, y te volvés a las cinco.
Aprovechando la tarde libre resolví ir a verlo al señor Vicente Timoteo Souza, a quien había sido recomendado por un desconocido, que se dedicaba a las ciencias ocultas y demás artes teosóficas.
Presioné el llamador del timbre y permanecí mirando la escalera de mármol, cuya alfombra roja retenida por caños de bronce mojaba el sol a través de los cristales de la pesada puerta de hierro.
Reposadamente descendió el portero, trajeado de negro.
—¿Qué quiere?
—¿El señor Souza está?
—¿Quién es usted?
—Astier.
—As...
—Sí, Astier. Silvio Astier.
—Aguarde, voy a ver —y después de examinarme de pies a cabeza desapareció tras la puerta del recibimiento, cubierta de luengas cortinas blancoamarillas.
Esperaba afanado, con angustia, sabedor que una resolución de aquel gran señor llamado Vicente Timoteo Souza podía cambiar el destino de mi mocedad infortunada.
Nuevamente la pesada puerta se entreabrió y, solemne, me comunicó el portero:
—El señor Souza dice que se allegue dentro de media hora.
—Gracias... gracias... hasta luego —y me retiré pálido. Entré en una lechería próxima a la casa y, sentándome junto a una mesa, pedí al mozo un café.
"Indudablemente —pensé—, si el señor Souza me recibe es para darme el empleo prometido.
"No —continué—, no tenía razón para pensar mal de Souza... Vaya a saber todas las ocupaciones que tenía para no recibirme..."
¡Ah, el señor Timoteo Souza!
Fui presentado a él una mañana de invierno por el teósofo Demetrio, que trataba de remediar mi situación.
Sentados en el hall, alrededor de una mesa tallada, de ondulantes contornos, el señor Souza, brillantes las descañonadas mejillas y las vivaces pupilas tras de los espejuelos de sus quevedos, conversaba. Recuerdo que vestía un velludo déshabillé con alamares de madreperla y bocamangas de nutria, especializando su cromo del rastaquouère, que por distraerse puede permitirse la libertad de conversar con un pobre diablo.
Hablábamos, y refiriéndose a mi posible psicología, decía:
—Remolinos de cabello, carácter indócil...; cráneo aplanado en el occipucio, temperamento razonador...; pulso trémulo, índole romántica...
El señor Souza, volviéndose al teósofo impasible, dijo:
—A este negro lo voy a hacer estudiar para médico. ¿Qué le parece, Demetrio?
El teósofo, sin inmutarse.
—Está bien... aunque todo hombre puede ser útil a la humanidad, por más insignificante que sea su posición social.
—Je, je; usted siempre filósofo —y el señor Souza volviéndose a mí, dijo:
—A ver... amigo Astier, escriba lo que se le ocurra en este momento.
Vacilé; después anoté con un precioso lapicero de oro que deferente el hombre me entregó:
"La cal hierve cuando la mojan."
—¿Medio anarquista, eh? Cuide su cerebro, amiguito... cuídelo, que entre los 20 y 22 años va a sufrir un surmenage.
Como ignoraba, pregunté:
—¿Qué quiere decir surmenage?
Palidecí. Aun ahora cuando le recuerdo, me avergüenzo.
—Es un decir —reparó—. Todos nuestros sentimientos es conveniente que sean dominados —y prosiguió:
—El amigo Demetrio me ha dicho que ha inventado usted no sé qué cosas.
Por los cristales de la mampara penetraba gran claridad solar, y un súbito recuerdo de miseria me entristeció de tal forma que vacilé en responderle, pero con voz amarga lo hice.
—Sí, algunas cositas... un proyectil señalero, un contador automático de estrellas...
—Teoría... sueños... —me interrumpió restregándose las manos—. Yo lo conozco a Ricaldoni, y con todos sus inventos no ha pasado de ser un simple profesor de física. El que quiere enriquecerse tiene que inventar cosas prácticas, sencillas.
Me sentí laminado de angustia.
Continuó:
—El que patentó el juego del diábolo, ¿sabe usted quién fue?... Un estudiante suizo, aburrido de invierno en su cuarto. Ganó una barbaridad de pesos, igual que ese otro norteamericano que inventó el lápiz con gomita en un extremo.
Calló, y sacando una petaca de oro con un florón de rubíes en el dorso, nos invitó con cigarrillos de tabaco rubio.
El teósofo rehusó inclinando la cabeza, yo acepté. El señor Souza continuó:
—Hablando de otras cosas. Según me comunicó el amigo aquí presente, usted necesita un empleo.
—Sí, señor, un empleo donde pueda progresar, porque donde estoy...
—Sí... sí... ya sé, la casa de un napolitano... ya sé... un sujeto. Muy bien, muy bien... creo que no habrá inconvenientes. Escríbame una carta detallándome todas las particularidades de su carácter, francamente y no dude de que yo lo puedo ayudar. Cuando yo prometo, cumplo.
Levantóse del sillón con negligencia.
—Amigo Demetrio... mayor gusto... venga a verme pronto, que quiero enseñarle unos cuadros. Joven Astier, espero su carta —y sonriendo, agregó:
—Cuidadito con engañarme.
Una vez en la calle, dije estusiasmado al teósofo:
—Qué bueno es el señor Souza... y todo por usted... muchas gracias.
—Vamos a ver... vamos a ver.
Dejé de evocar, para preguntar qué hora era al mozo de la lechería.
—Dos menos diez.
¿Qué habrá resuelto el señor Souza?
En el intervalo de dos meses habíale escrito frecuentemente encareciéndole mi precaria situación, y después de largos silencios, de breves esquelas que no firmaba y escritas a máquina, el hombre dineroso se dignaba recibirme.
"Sí, ha de ser dándome un empleo, quizá en la administración municipal o en el gobierno. Si fuera cierto, ¡qué sorpresa para mamá!", y al recordarla, en esa lechería con enjambres de moscas volando en torno de pirámides de alfajores y pan de leche, ternura súbita me humedeció los ojos.
Arrojé el cigarrillo y pagando lo consumido me dirigí a la casa de Souza.
Con violencia latían mis venas cuando llamé.
Retiré inmediatamente el dedo del botón del timbre, pensando:
"No vaya a suponer que estoy impaciente porque me reciba y esto le disguste."
¡Cuánta timidez hubo en el circunspecto llamado! Parecía que el apretar el botón del timbre, quería decir:
"Perdóneme si le molesto, señor Souza... pero tengo necesidad de un empleo..."
La puerta se abrió.
—El señor... —balbucié.
—Pase.
De puntillas subí la escalera tras el fámulo. Aunque las calles estaban secas, en el quitabarros del dintel había frotado la suela de mis botines para no ensuciar nada allí.
En el vestíbulo nos detuvimos. Estaba oscuro.
El criado junto a la mesa ordenó los tallos de unas flores en su búcaro de cristal.
Se abrió una puerta, y el señor Souza compareció en traje de calle, centelleante la mirada tras los espejuelos de sus quevedos.
—¿Quién es usted? —me gritó en dureza.
Desconcertado, repliqué:
—Pero señor, yo soy Astier...
—No lo conozco, señor; no me moleste más con sus cartas impertinentes. Juan, acompáñelo al señor.
Después, volviéndose, cerró fuertemente la puerta tras mis espaldas.
Y otra vez más triste, bajo el sol, emprendí el camino hacia la caverna.
Una tarde, después que se insultaron hasta enronquecer, la mujer de don Gaetano, comprendiendo que éste no abandonaría el comercio como otras veces, resolvió marcharse.
Salió hasta la calle Esmeralda y volvió al departamento con un lío blanco. Después, para perjudicar al marido que tarareaba insultante un couplet a la puerta de la caverna, se dirigió a la cocina y nos llamó a Dío Fetente y a mí. Me ordenó, pálida de rabia:
—Sacá esa mesa, Silvio.
Tenía los ojos más verdes que nunca y dos manchas de carmín en las mejillas. Sin cuidarse de que el borde de su pollera se ensuciaba en la humedad del cuchitril, inclinábase aderezando los enseres que se llevaría.
Yo, tratando de no mancharme de grasa, retiré la mesa, una tabla pringosa con cuatro patas podridas. Allí preparaba sus bodrios el lacerado Dío Fetente.
Dijo la mujer:
—Poné las patas para arriba.
Comprendí su pensamiento. Quería convertir el trasto en una angarilla
No me equivoqué:
—Dío Fetente barrió con la escoba muchas telas de araña del fondo de la mesa. Y después de cubrirla con un repasador, la mujer depositó en las tablas un bulto blanco, las ollas rellenas de platos, cuchillos y tenedores, ató con un piolín el calentador Primus a una pata de la mesa y, congestionada de trajinar, dijo, viendo casi todo terminado:
—Que se vaya a comer a la fonda ese perro.
Acabando de arreglar los paquetes, Dío Fetente, inclinado sobre la mesa, parecía un cuadrumano con gorra, y yo, con los brazos en jarras, cavilaba pensando de dónde don Gaetano nos proporcionaría nuestra magra pitanza.
—Vos agarrá adelante.
Dío Fetente, resignado, cogió el borde del tablero y yo también.
—Caminá despacio —gritó la mujer, cruel.
Tumbando una pila de libros pasamos frente a don Gaetano.
—Andate, puerca... andate —vociferó él.
Ella rechinó los dientes con furor.
—¡Ladrón! ... Mañana va a venir el juez —y entre dos gestos de amenaza nos alejamos.
Eran las siete de la tarde y la calle Lavalle estaba en su más babilónico esplendor. Los cafés a través de las vidrieras veíanse abarrotados de consumidores; en los atrios de los teatros y cinematógrafos aguardaban desocupados elegantes, y los escaparates de las casas de modas con sus piernas calzadas de finas medias y suspendidas de brazos niquelados, las vidrieras de las ortopedias y joyerías mostraban en su opulencia la astucia de todos esos comerciantes halagando con artículos de malicia la voluptuosidad de las gentes poderosas en dinero.
Los transeúntes se desarrimaban a nuestro paso, no fuera los mancháramos con la mugre que llevábamos.
Avergonzado, pensaba en la traza de pícaro que tendría; y para colmo de infortunio como pregonando su ignominia los cubiertos y platos tintineaban escandalosamente. La gente se detenía a mirarnos pasar, regocijada con el espectáculo. Yo no detenía los ojos en nadie, tan humillado me sentía, y soportaba, como la mujer gorda y cruel que rompía la marcha, las cuchufletas que nuestra aparición provocaba.
Varios fiacres nos escoltaban ofreciéndonos los cocheros sus servicios, pero doña María, sorda a todos, caminaba adelante de la mesa, cuyas patas se iluminaban al pasar frente a las vidrieras. Por fin los cocheros desistieron de su persecución.
A momentos Dío Fetente volvía a mí su rostro barbudo sobre la bufanda verde. Gruesas gotas de sudor corríanle por las mejillas sucias, y en sus ojos lastimeros brillaba una perfecta desesperación canina.
En la plaza Lavalle descansamos. Doña María hizo depositar la angarilla en el suelo, y examinando escrupulosamente su carga, revisé el hatillo y acomodó las ollas, cuyas tapas reaseguró con las cuatro puntas del repasador.
Lustradores de botas y vendedores de diarios habían hecho un círculo en torno nuestro. La prudente presencia de un agente de policía nos evitó posibles complicaciones y nuevamente emprendimos camino. Doña María iba a la casa de una hermana que vivía en las calles Callao y Viamonte.
A instantes volvía su rostro pálido, me miraba, una sonrisa leve le rizaba el labio descolorido, y decía:
—¿Estás cansado, Silvio? —y una sonrisa aligerábame de vergüenza; era casi una caricia que aliviaba el corazón del espectáculo de su crueldad—. ¿Estás cansado, Silvio?
—No, señora —y ella, tornando a sonreír con una sonrisa extraña que me recordaba la de Enrique Irzubeta cuando se escurrió entre los agentes de policía, animosamente avanzaba camino.
Ahora íbamos por calles solitarias, discretamente iluminadas, con plátanos vigorosos al borde de las aceras, elevados edificios de fachadas hermosas y vitrales cubiertos de amplios cortinados.
Pasamos junto a un balcón iluminado.
Un adolescente y una niña conversaban en la penumbra; de la sala anaranjada partía la melodía de un piano.
Todo el corazón se me empequeñeció de envidia y de congoja.
Pensé.
Pensé en que yo nunca sería como ellos... nunca viviría en una casa hermosa y tendría una novia de la aristocracia.
Todo el corazón se me empequeñeció de envidia y congoja.
—Ya estamos cerca —dijo la mujer.
Un amplio suspiro dilató nuestros pechos.
Cuando don Gaetano nos vio entrar a la caverna, levantando los brazos al cielo, gritó alegremente:
—¡A comer al hotel, muchachos!... ¿Eh, te gusta don Miguel? Después vamos por ahí. Cerrá, cerrá la puerta, strunzo.
Una sonrisa maravillosamente infantil demudó la sucia cara de Dío Fetente.
Algunas veces en la noche, yo pensaba en la belleza con que los poetas estremecieron al mundo, y todo el corazón se me anegaba de pena como una boca con un grito.
Pensaba en las fiestas a que ellos asistieron, las fiestas de la ciudad, las fiestas en los parajes arbolados con antorchas de sol en los jardines florecidos, y de entre las manos se caía mi pobreza.
Ya no tengo ni encuentro palabras con qué pedir misericordia.
Baldía y fea como una rodilla desnuda es mi alma.
Busco un poema que no encuentro, el poema de un cuerpo a quien la desesperación pobló súbitamente en su carne, de mil bocas grandiosas, de dos mil labios gritadores.
A mis oídos llegan voces distantes, resplandores pirotécnicos, pero yo estoy aquí solo, agarrado por mi tierra de miseria como con nueve pernos.
Tercer piso, departamento 4, Charcas 1600. Tal era la dirección donde debía entregar el paquete de libros.
Extrañas y singulares son esas lujosas casas de departamentos.
Por fuera, con sus armoniosas líneas de metopas que realzan la suntuosidad de las cornisas complicadas y soberbias y con sus ventanales anchurosos protegidos de cristales ondulados, hacen soñar a los pobres diablos en verosímiles refinamientos de lujo y poderío; por dentro, la oscuridad polar de sus zaguanes profundos y solitarios espanta el espíritu del amador de los grandes cielos adornados de Walhallas de nubes.
Me detuve junto al portero, un atlético sujeto que metido en su librea azul leía con aire de suficiencia un periódico.
Como un cancerbero me examinó de pies a cabeza; después, satisfecho de comprobar hipotéticamente que yo no era un ladronzuelo, con una indulgencia que únicamente podía nacerle de la soberbia gorra azul con trancellín de oro sobre la visera, me dio permiso para entrar, dándome por toda indicación:
—El ascensor, a la izquierda.
Cuando salí de la jaula de hierro me encontré en un corredor oscuro, de cielo raso bajo.
Una lámpara esmerilada difundía su claridad mortecina por el mosaico lustroso.
La puerta del departamento indicado era de una sola hoja, sin cristales, y parecía por su pequeña y redonda cerradura de bronce la puerta de una monumental caja de acero.
Llamé, y una criada de sayas negras y delantal blanco me hizo entrar a una salita tapizada de papel azul, surcada de lívidos floripones de oro.
A través de los cristales cubiertos de gasa moaré penetraba una azulada claridad de hospital. Piano, niñerías, bronces, floreros, todo lo miraba. De pronto un delicadísimo perfume anunció su presencia; una puerta lateral se abrió y me encontré ante una mujer de rostro aniñado, liviana melenita encrespada junta a las mejillas y amplio escote. Un velludo batón color cereza no alcanzaba a cubrir sus pequeñas chinelas blanco y oro.
—Qu' y a t-il, Fanny?
—Quelques livres pour Monsieur...
—¿Hay que pagarlos?
—Están pagos.
—Qui...
—C'est bien. Donne le pourboire au garçon.
De una bandeja la criada cogió algunas monedas para entregármelas, y entonces le respondí:
—Yo no recibo propinas de nadie.
Con dureza la criada retrajo la mano, y entendió mi gesto la cortesana, creo que sí, porque dijo:
—Très bien, très bien, et tu ne reçois pas ceci?
Y antes de que lo evitara, o mejor dicho, que lo acogiera en toda su plenitud, la mujer riendo me besó en la boca, y la vi aún cuando desaparecía riendo como una chiquilla por la puerta entornada.
Dío Fetente se ha despertado y comienza a vestirse, es decir, a ponerse los botines. Sentado al borde del camastro, sucio y barbudo, mira en redor con aire aburrido. Alarga el brazo y coge la gorra, entrándosela en la cabeza hasta las orejas; luego se mira los pies, los pies encalcetados de groseras medias rojas, y después, hundiendo el dedo meñique en la oreja, lo sacude rápidamente produciendo un ruido desagradable. Termina por decidirse y se pone los botines; luego, encorvado, camina hacia la puerta del cuartujo, se vuelve, mira por el suelo, y hallando una colilla de cigarro la levanta, sopla el polvo adherido y la enciende. Sale.
En los mosaicos de la terraza escucho cómo arrastra los pies. Yo me dejo estar. Pienso, no, no pienso, mejor dicho, recibo de mi adentro una nostalgia dulce, un sufrimiento más dulce que una incertidumbre de amor. Y recuerdo a la mujer que me ha dado un beso de propina.
Estoy colmado de imprecisos deseos, de una vaguedad que es como neblina, y adentrándose en todo mi ser, lo torna casi aéreo, impersonal y alado. Por momentos el recuerdo de una fragancia, de la blancura de un pecho, me atraviesa unánime, y sé que si me encontrara otra vez junto a ella desfallecería de amor; pienso que no me importaría pensar que ha sido poseída por muchos hombres y que si me encontrara otra vez junto a ella, en esa misma sala azul, yo me arrodillaría en la alfombra y pondría la cabeza sobre su regazo, y por el júbilo de poseerla y amarla haría las cosas más ignominiosas y las cosas más dulces.
Y a medida que se destrenza mi deseo, reconstruyo los vestidos con que la cortesana se embellecerá, los sombreros armoniosos con que se cubrirá para ser más seductora, y la imagino junto a su lecho, en una semidesnudez más terrible que el desnudo.
Y aunque el deseo de mujer me surge lentamente, yo desdoblo los actos y preveo qué felicidad sería para mí un amor de esa índole, con riquezas y con gloria; imagino qué sensaciones cundirían en mi organismo si de un día para otro, riquísimo, despertara en ese dormitorio con mi joven querida calzándose semidesnuda junto al lecho, como lo he visto en los cromos de los libros viciosos.
Y de pronto, todo mi cuerpo, mi pobre cuerpo de hombre clama al Señor de los Cielos.
"¡Y yo, yo, Señor, no tendré nunca una querida tan linda como esa querida que lucen los cromos de los libros viciosos!"
Una sensación de asco empezó a encorajinar mi vida dentro de aquel antro, rodeado de esa gente que no vomitaba más que palabras de ganancia o ferocidad. Me contagiaron el odio que a ellos les crispaba las jetas y momentos hubo en que percibí dentro de la caja de mi cráneo una neblina roja que se movía con lentitud.
Cierto cansancio terrible me aplastaba los brazos. Veces hubo en que quise dormir dos días con sus dos noches. Tenía la sensación de que mi espíritu se estaba ensuciando, de que la lepra de esa gente me agrietaba la piel del espíritu, para excavar allí sus cavernas oscuras. Acostábame rabioso, despertaba taciturno. La desesperación me ensanchaba las venas, y sentía entre mis huesos y mi piel el crecimiento de una fuerza antes desconocida a mis sensorios. Así permanecía horas enconado, en una abstracción dolorosa. Una noche doña María encolerizada me ordenó que limpiara la letrina porque estaba asquerosa. Y obedecí sin decir palabra. Creo que yo buscaba motivos para multiplicar en mi interior una finalidad oscura.
Otra noche, don Gaetano, riéndose, al querer yo salir, me puso una mano sobre el estómago y otra sobre el pecho para cerciorarse de que no le robaba libros, llevándolos ocultos en esos lugares. No pude indignarme ni sonreír. Era necesario eso, sí, eso; era necesario que mi vida, la vida que durante nueve meses había nutrido con pena un vientre de mujer, sufriera todos los ultrajes, todas las humillaciones, todas las angustias.
Allí comencé a quedarme sordo. Durante algunos meses perdí la percepción de los sonidos. Un silencio afilado, porque el silencio puede adquirir hasta la forma de una cuchilla, cortaba las voces en mis orejas.
No pensaba. Mi entendimiento se embotó en un rencor cóncavo, cuya concavidad día a día hacíase más amplia y acorazada. Así se iba retobando mi rencor.
Me dieron una campana, un cencerro. Y era divertido, ¡vive Dios!, mirar un pelafustán de mi estatura dedicado a tan bajo menester. Me estacionaba a la puerta de la caverna en las horas de mayor tráfico en la calle, y sacudía el cencerro para llamar a la gente, para hacer volver la cabeza a la gente, para que la gente supiera que allí se vendían libros, hermosos libros... y que las nobles historias y las altas bellezas había que mercarlas con el hombre solapado o con una mujer gorda y pálida. Y yo sacudía el cencerro.
Muchos ojos me desnudaron lentamente. Vi rostros de mujeres que ya no olvidaré jamás. Vi sonrisas que aún me gritan su befa en los ojos...
¡Ah!, cierto es que estaba cansado... ¿mas no está escrito: "ganarás el pan con el sudor de tu frente"?
Y fregué el piso, pidiendo permiso a deliciosas doncellas para poder pasar el trapo en el lugar que ellas ocupaban con sus piececitos, y fui a la compra con una cesta enorme; hice recados... Posiblemente, si me hubiera escupido a la cara, me limpiara tranquilo con el revés de la mano.
Cayó sobre mí una oscuridad cuyo tejido se espesaba lentamente. Perdí en la memoria los contornos de los rostros que yo había amado con recogimiento lloroso; tuve la noción de que mis días estaban distanciados entre sí por largos espacios de tiempo... y mis ojos se secaron para el llanto.
Entonces repetí palabras que antes habían tenido un sentido pálido en mi experiencia.
"Sufrirás", me decía, "sufrirás... sufrirás... sufrirás..."
"Sufrirás... sufrirás..."
"Sufrirás...", y la palabra se me caía de los labios. Así maduré todo el invierno infernal.
Una noche, fue en el mes de julio, precisamente en el momento en que don Gaetano cerraba la puertecilla de la cortina metálica, doña María recordó que se había olvidado en la cocina un atado de ropa que trajera esa tarde la lavandera. Entonces dijo:
—Che, Silvio, vení, vamos a traerla.
Mientras don Gaetano encendía la luz, la acompañé. Recuerdo con exactitud.
El bulto estaba en el centro de la cocina, sobre una silla. Doña María, dándome las espaldas, cogió la oreja de trapo del bulto. Yo, al volver los ojos, vi unos carbones encendidos en el brasero. Y en aquel brevísimo intervalo pensé:
"Eso es...", y sin vacilar, cogiendo una brasa, la arrojé a un montón de papeles que estaba a la orilla de una estantería cargada de libros, mientras doña María se ponía a caminar.
Después don Gaetano hizo girar la llave del conmutador, y nos encontramos en la calle.
Doña María miró el cielo constelado.
—Linda noche... va a helar...
Yo también miré a lo alto.
—Sí, es linda la noche.
Mientras Dío Fetente dormía, yo, incorporado en mi yacija, miraba el círculo blanco de luz que por el ojo de buey se estampaba en el muro desde la calle.
En la oscuridad yo sonreía libertado... libre... definitivamente libre, por la conciencia de hombría que me daba mi acto anterior. Pensaba, mejor dicho, no pensaba, anudaba delicias.
"Ésta es la hora de las cocottes."
Una cordialidad fresca como un vasito de vino hacíame fraternizar en todas las cosas del mundo, a esas horas despiertas. Decía:
"Ésta es la hora de las muchachitas... y de los poetas... pero qué ridículo soy... y sin embargo, yo te besaría los pies."
"Vida, vida, qué linda que sos, vida... ¡ah!, ¿pero vos no sabés?, yo soy el muchacho... el dependiente... sí, de don Gaetano... y sin embargo yo amo todas las cosas más hermosas de la Tierra... quisiera ser lindo y genial... vestir uniformes resplandecientes... y ser taciturno... vida, qué linda que sos. Vida... qué linda... Dios mío, qué linda que sos."
Encontraba placer en sonreír despacio. Pasé dos dedos en horqueta por las crispaciones de mis mejillas. Y el graznido de las bocinas de los automóviles se estiraba allá abajo, en la calle Esmeralda, como un ronco pregón de alegrías.
Después incliné la cabeza sobre mi hombro y cerré los ojos, pensando: "¿Qué pintor hará el cuadro del dependiente dormido, que en sueños sonríe porque ha incendiado la ladronera de su amo?"
Después, lentamente, se disipó la liviana embriaguez.
Vino una seriedad sin ton ni son, una de esas seriedades que es de buen gusto ostentarla en los parajes poblados. Y yo sentía ganas de reírme de mi seriedad intempestiva, paternal. Pero como la seriedad es hipócrita, necesita hacer la comedia de la "conciencia" en el cuartujo, y me dije:
"Acusado... Usted es un canalla.., un incendiario. Usted tiene bagaje de remordimiento para toda la vida. Usted va a ser interrogado por la policía y los jueces y el diablo... póngase serio, acusado... Usted no comprende que es necesario ser serio... porque va a ir de cabeza a un calabozo."
Pero mi seriedad no me convencía. Sonaba tan a tacho de lata vacía. No, ni en serio podía tomar esa mistificación. Yo ahora era un hombre libre, y ¿qué tiene que ver la sociedad con la libertad? Yo ahora era libre, podía hacer lo que se me antojara... matarme si quería... pero eso era algo ridículo... y yo... yo tenía necesidad de hacer algo hermosamente serio, bellamente serio: adorar a la vida. Y repetí:
"Sí, vida... vos sos linda, vida... ¿sabés? De aquí en adelante adoraré a todas las cosas hermosas de la Tierra... cierto... adoraré a los árboles, y a las casas y a los cielos... adoraré todo lo que está en vos... además... decíme, vida ¿no es cierto que yo soy un muchacho inteligente? ¿Conociste vos alguno que fuera como yo?"
Después me quedé dormido.
El primero en entrar a la librería esa mañana fue don Gaetano. Yo le seguí. Todo estaba como lo habíamos dejado. La atmósfera con un relente de moho, y allá en el fondo, en el lomo de cuero de los libros, una mancha de sol que se filtraba por el tragaluz.
Me dirigí a la cocina. La brasa se había extinguido, aún húmeda de agua, con la que hiciera un charco al lavar los platos Dío Fetente.
Y fue el último día que trabajé allí
miércoles, 29 de julio de 2009
LECTURA DE LAS NARRACIONES DE JUAN CARLOS ONETTI:
JOAQUÍN MARCO: PREFACIO
Al final publicamos la lista de cuentos que iremos editando
LECTURA DE LAS NARRACIONES DE JUAN CARLOS ONETTI:
ALGUNOS RECURSOS
Se ha escrito ya mucho —y no siempre con el necesario equilibrio— sobre el llamado boom de la narrativa latinoamericana. A un grupo inicial se le fueron sumando aquellos autores que poco o nada tenían que ver con la rápida expansión de una literatura que penetró, no sin motivos, más allá de las fronteras naturales de la lengua. No entraremos aquí en el fenómeno —que es mucho más que un simple fenómeno publicitario, político o literario—. No podemos pasar por alto, sin embargo, el hecho de que Juan Carlos Onetti obtuviera, finalmente, un bien merecido, aunque tardío, puesto en la llamada “nueva novela latinoamericana”. Carlos Fuentes en un ensayo que debe ser considerado casi como un verdadero manifiesto del boom, en 1969, aunque alude a dos grandes cuentistas uruguayos, Horacio Quiroga y Felisberto Hernández, sigue ignorando a Juan Carlos Onetti. Hoy, sin embargo, disponemos ya, desde 1970, de una edición de sus Obras Completas, y la difusión de las novelas de Onetti, desde El astillero a Juntacadáveres, en ediciones más o menos asequibles, es un hecho. La obra de Onetti ha sido también objeto de una considerable aunque tardía atención crítica y a ella han dedicado, por ejemplo, una tesis, Ximena Moreno Aliste, publicada desde el Centre de Recherches Latino-Américaines de Poitiers, o la madrileña Cuadernos Hispanoamericanos (diciembre de 1974) un número monográfico especial. Pero el descubrimiento y reconocimiento de la narrativa y del mundo de Juan Carlos Onetti no ha sido fácil, como no es sencillo abarcar en su totalidad el rico contenido de sus ambiguos mensajes.
El lector tiene en sus manos la casi totalidad de los cuentos de Onetti. Cuentos que son narraciones breves, pequeñas novelas o novelas cortas o relatos. El primer cuento publicado por Onetti fue “Avenida de Mayo-Diagonal-Avenida de Mayo” (1933), el último aparece aquí por vez primera: “El perro tendrá su día.” Se trata, pues, de una labor que discurre a lo largo de más de cuarenta años. Debe señalarse que tal actividad no ha sido muy prolífica. Publica un cuento cada uno o dos años, con algunos silencios más dilatados: “El posible Baldi” es de 1936 y “Convalecencia”, de 1940; “La casa en la arena” es de 1949 y “El álbum”, de 1953; “Justo el treintaiuno”, de 1964 y “La novia robada”, de 1968. Sin embargo, Onetti regresa siempre al relato breve, por el que, sin duda, siente una notable predilección. Porque el relato tiene en las literaturas argentina y uruguaya una rica presencia. Horacio Quiroga, Felisberto Hernández, Roberto Artl, Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares, Julio Cortázar: la simple enumeración nos ahorrará cualquier otro comentario. Entre Borges y Cortázar, entre ambas generaciones, hay que situar la obra de Onetti. La literatura en América Latina ha confundido aquí sus propias raíces con la mejor narrativa extranjera. Los norteamericanos Hemingway y Faulkner, principalmente, pueden ser rastreados en Onetti, pero no es posible aludir a una imitación o una exagerada influencia; del mismo modo puede señalarse la presencia de Henry James, Gide, Céline, Sartre, Joyce o Flaubert.
Los relatos de Onetti no pueden extraerse del conjunto narrativo total del autor. No son escarceos, ni tanteos para una novela larga, ni experimentaciones. En ocasiones pueden ser fragmentos de una de sus novelas que ha cobrado vida propia y se ha independizado, como “La casa en la arena”, que primitivamente formaba parte de La vida breve. Podemos penetrar, por consiguiente, por cualquier ángulo, en el meollo de la obra del narrador y, preferiblemente, a través de éstos, en sus relatos. Hallaremos aquí un mundo coherente y cerrado. En Onetti, en efecto, su mundo narrativo se cierra, constituye una estructura orgánica y, como tal, permanece suficiente en sí misma, relacionada y coherente en cada una de sus partes. Emir Rodríguez Monegal se refiere a Santa María, la ciudad mezcla de Buenos Aires y Montevideo, y a la saga que Onetti ha construido en torno a ella. Las sagas giran, sin embargo, en torno a la vida de una familia, son la historia de una familia. No hay en la obra de Onetti, en cambio, una trayectoria biológica en el tiempo. El tiempo parece detenido, planea ingrávido por sobre los seres grises, aunque de trágico destino. El mundo de Onetti parece encerrado en una urna de cristal en la que se ha producido una extraña adaptación al vacío. Podemos observar a través de ella la vida que las criaturas desarrollan, aunque dentro de unos límites trazados previamente. En algún sentido la “ciudad” es, en Onetti, el linde para la acción. Una cierta crueldad o frialdad en la descripción de las criaturas es también resultado de este asepticismo deliberado que nos atrae y nos repele a un tiempo. La selva de La Vorágine, de José Eustasio Rivera, ha sido sustituida por la ciudad. La naturaleza virgen, que tanto había gravitado en la generación anterior a Onetti, ha dejado ahora un vacío, por el que discurrirá su significativo mundo. Este queda centrado en el sugestivo laberinto ciudadano; inaccesible, en ocasiones, a los propios personajes. En “Regreso al Sur”, por ejemplo, el protagonista —pese a que aparece desde una perspectiva referencial— establece una especial relación con la ciudad: “Tío Horacio no hizo comentarios, y no parecía haberse enterado de la proximidad nocturna de Perla, cinco cuadras al Sur. Oscar supo que había oído a Walter, porque en los paseos de la noche, cuando salían a tomar un café liviano a alguna parte, comenzó a llegar por Paraná hasta Rivadavia, donde se abría la Plaza del Congreso y hacia donde miraba con curiosidad idéntica noche tras noche; luego doblaba a la izquierda y continuaban conversando por Rivadavia hacia el Este. Casi todas las noches; por Paraná, por Montevideo, por Talcahuano, por Libertad. Sin hablar nunca de aquello, Oscar tuvo que enterarse de que la ciudad y el mundo de tío Horacio terminaban en mojones infranqueables en la calle Rivadavia; y todos los nombres de calles, negocios y lugares del barrio sur fueron suprimidos y muy pronto olvidados.” Buenos Aires con sus calles y avenidas, perfectamente delimitadas, constituyen el único mundo propio del personaje. Simbólicamente, atravesar esta invisible barrera es romper también con normas establecidas a lo largo de un tiempo que se repite en un itinerario idéntico. Es posible aplicar al concepto de la ciudad de Onetti lo que Ricardo Bofill señala respecto a Nueva York: “New York es el mejor ejemplo de cómo se desarrolla la jungla urbana, que es distinta a la jungla natural, y allí aprende el hombre a protegerse, esconderse, a organizar guerrillas, insurrecciones y elementos de desorden; esto es más fácil realizarlo en New York que en cualquier otro tipo de aglomeración urbana.” Tío Horacio se esconde, es decir, se protege también tras el barrio ciudadano. Y prácticamente el barrio encierra cualquier referencia a la vida.
Los protagonistas de la “Historia del Caballero de la Rosa y de la Virgen encinta que vino de Liliput” son expulsados de la ciudad: “Vivían en Las Casuarinas, desterrados de Santa María y del mundo. Pero algunos días, una o dos veces por semana, llegaban a la ciudad de compras en el inseguro Chevrolet de la vieja.” La pareja no es aceptada aquí por la comunidad humana que les rechaza desde su ciudad. Establece Onetti —ya desde su ideal Santa María— dos tipos de ciudadanos. Existen unos, acrisolados y antiguos. Es fácil reconocerlos porque poseen los privilegiados recuerdos del pasado ciudadano. A los nuevos habitantes no merece la pena tomarlos en consideración. Es desde la ciudad —y desde su modesto stablishment— desde donde narra el novelista; es el “nosotros” invisible, pero presente, que abarca la parcialidad narrativa de Onetti, desdoblado aquí en otro “yo” narrador, inmerso en los mismos prejuicios que viene a fustigar utilizando recursos indirectos: “Los pobladores antiguos podíamos evocar entonces la remota y breve existencia del prostíbulo, los paseos que habían dado las mujeres los lunes. A pesar de los años, de las modas y de la demografía, los habitantes de la ciudad continuaban siendo los mismos. Tímidos y engreídos, obligados a juzgar para ayudarse, juzgando siempre por envidia o miedo. Pero el desprecio indeciso con que los habitantes miraban a la pareja que recorría una o dos veces por semana la ciudad barrida y progresista...” Habremos observado el enriquecido análisis de la ciudad, sustrato activo, en el que actúan los principales personajes y, al mismo tiempo, artificio del narrador que partiendo de aquel “nosotros” inicial, con el que compartía los vicios ciudadanos en un cómplice guiño, pasa a otro narrador en tercera persona, no absolutamente desligado del primero. El personaje que finalmente narra, en efecto, va alejándose de la inicial participación, aunque no acaba de desaparecer. Sus opiniones, la narración subjetivo-objetiva, configuran el narrador atento a la psicología colectiva. Porque la ciudad no es sólo un “medio” frío, un “habitat” peculiar del hombre; es también parte de su propia personalidad, es un personaje más, una parte del drama colectivo que transcurre en un determinado lugar, Santa María; es el resultado de la suma de las historias de los personajes que Onetti nunca podrá ofrecernos enteramente. Nos hallamos lejos de las experiencias de Dos Passos, de su intento de abrazar una ciudad con vida y reducirla a materia novelesca y, en todo caso, más cerca del Dublín de Joyce.
Santa María puede ser el nombre mismo de Buenos Aires (Santa María de los Buenos Aires) o como precisó el propio Onetti “a Santa María la fabriqué como compensación por mi nostalgia de Montevideo”. Lo que va más allá del hecho mismo de la creación de un lugar con historia propia es la participación de la realidad en la elaboración de lo imaginado. Onetti utiliza Buenos Aires y Montevideo y elabora un modelo personal de ciudad. Santa María es real porque es realidad modificada y elevada a símbolo. Los personajes de Onetti no escapan tampoco por completo al símbolo. Son, al tiempo, referencias a un mundo personal del que vamos descubriendo los secretos, las obsesiones, a medida que nos adentramos en él. En este sentido, Onetti es uno de los novelistas latinoamericanos más creadores. La aparición de un personaje es, en él, fundación. Buena parte de sus actos trascienden la anécdota y se refieren a un modelo que el autor ya posee y que poco a poco nos va desvelando. En ocasiones, un hecho nos desvela una zona, nos ilumina el conjunto. El lector ha asistido a los actos de algunos de los personajes sin entenderlos, como se asiste a un ritual. Ya en el límite, se revela de pronto la historia. En este sentido, desde una perspectiva técnica, Onetti debe mucho a la novela policíaca. En “El perro tendrá su día”, por ejemplo, un hombre da de comer a los perros. Hay una violencia latente en la escena que llega a través de signos como “pedazos de carne sangrienta”, “ansiedad de los hocicos”, “dientes innumerables”. Y a esta latente violencia se le añaden otros signos de corrupción: “el hombre de la levita le pasó al otro billetes de color carne sin escucharle las palabras agradecidas”. El paralelismo de la carne ofrecida a los perros y el color carne de los billetes se utiliza para aproximar dos acciones mediante indicios coincidentes. Tales signos lo son a través del lenguaje y a través de un lenguaje aparentemente objetivo, ya que el novelista utiliza un sistema narrativo de tercera persona. Pero este objetivismo nos resulta sólo aparente, ya que viene modificado por el lenguaje. También el tiempo narrativo se modifica mediante la utilización de otros recursos que aproximan la acción al lector: “Ahora el hombre de la levita le pasó al otro...”, contrastado con el “Entonces era bajo y fuerte...” Quizá convendría aquí aludir, por lo menos, al papel de la adjetivación en Onetti. En “Historia del Caballero de la Rosa y de la Virgen encinta que vino de Liliput” nos encontramos ante un momento de exaltación del carácter adjetivo: “El hombre era de muchas maneras y éstas coincidían, inquietas y variables, en el propósito de mantenerlo vivo, sólido, inconfundible. Era joven, delgado, altísimo; era tímido e insolente, dramático y alegre.” Esta exagerada serie de adjetivos, predominantes en la descripción, vienen a mostrar el carácter subjetivo de lo narrado; a través de la sensibilidad del narrador que filtra y acomoda, por consiguiente, el aspecto externo e interno del personaje para elaborar un tipo definido primordialmente mediante el estilo.
El tiempo de los relatos de Onetti es también un recurso que determina el conjunto. El narrador se permite cualquier libertad con él. Y puesto que sabemos que conoce perfectamente la totalidad de la historia, que nos es presentada mediante los signos de esta totalidad, no nos sorprenden las revelaciones sólo parciales. El misterio encerrado en la caja de sorpresas —que son sus relatos— deriva precisamente del efecto de “ocultación”. En “El perro tendrá su día”, por ejemplo, y sólo a través de la descripción elabora Onetti efectos de orden temporal cuyo subrayado por nosotros es ya elocuente. ¿Quién sino el autor domina en su totalidad el efecto temporal? ¿Quién sino él puede pasar del “dijo” al “había sido dicho”?: “Miraba al niño de seis años nervioso y enmudecido, más blanco que su madre, siempre vestido por ella con ropas femeninas excesivas en terciopelos y encajes. No dijo nada porque todo había sido dicho mucho tiempo atrás. La repugnancia de la mujer, el odio creciente del hombre, nacidos en la misma extravagante noche de bodas en que fue engendrado el niño-niña...” Las relaciones amorosas constituyen con frecuencia el centro de la atención de los relatos de Onetti. Tales relaciones son complejas, equívocas y, a menudo, fatales. La oposición amor/odio es permanente. Y en tales historias el tiempo actúa siempre con su fatigoso piquete demoledor. Si en “El perro tendrá su día” el odio aparece ya desde “la extravagante noche de bodas”, en “El infierno tan temido” la mujer le hace llegar fotografías pornográficas en un acto repetido de amor: “Por qué no, llegó a pensar, por qué no aceptar que las fotografías, su trabajosa preparación, su puntual envío, se originaban en el mismo amor, en la misma capacidad de nostalgia, en la misma congénita lealtad.” Este amoroso odio ha sido modificado también por el tiempo: “...iba admitiendo que aquella era la misma mujer desnuda, un poco más gruesa, con cierto aire de aplomo y de haber sentado cabeza, que le hacía llegar fotografías desde Lima, Santiago y Buenos Aires”. Estas fotografías no son sino imágenes que cobran importancia por sus efectos escandalosos en los “otros”. La mujer, consciente de la ajena presencia invisible, intenta destruir al hombre. Pero el hombre no atiende a los efectos de la imagen en los otros. Sólo es sensible en la hija. El tiempo le permite descubrir el secreto a la mujer que, como en buena parte de las narraciones de Onetti, adquiere caracteres destructivos. El tiempo implacable destruye la imagen del amor y pervierte lo femenino. Sólo las adolescentes de las narraciones de Onetti patentizan el atractivo del amor. Las mujeres cuando han atrapado al hombre y comienzan su lenta aniquilación merecen la muerte de “El perro tendrá su día”. Aquí el diálogo entre el comisario y el asesino, al margen del simbolismo moral que encierra, revela la constante que actúa casi como fijación erótica: “Todas las mujeres son unas putas. Peor que nosotros. Mejor dicho, yeguas. Y ni siquiera verdaderas putas.” “Bienvenido, Bob”, “La casa de la desgracia” y “Nueve de Julio”, por ejemplo, coinciden en el deseo del hombre maduro hacia la adolescente. El hombre no busca en ella el amor correspondido; plasma muchas veces una inaprensible imagen, del mismo modo que algunos personajes se imaginan en situaciones ideales: “Habíamos ido de Nueva York a San Francisco —por primera vez, y lo que ella describía me desilusionó por su parecido con un aviso de bebidas en una de las revistas extranjeras que llegan al diario: una reunión en una pieza de hotel, las enormes ventanas sin cortinas abiertas sobre la ciudad de mármol bajo el sol, y la anécdota era casi un plagio de la del hotel Bolívar, en Lima—, acabábamos de “llorar de frío en la costa este y antes de que pasara un día, increíble, nos estábamos bañando en la playa”. Se trata del relato dentro del relato y la fabuladora no queda lejos de la protagonista de Las mil y una noches. También aquí se retiene al hombre no sólo por el amor sino por el poder de la imaginación, canto de sirena en el que “el viaje” juega su más importante función. En “Nueve de Julio”, como expresamente indica Onetti, la adolescente aparece: “rodeada y cargada con la aventura y temía al fracaso como a una herida”. La muchacha encierra un misterio cuyo descubrimiento puede resolverse en la violencia, como le sucede también al narrador de “La cara de la desgracia”, ahora en primera persona: “Deseaba quedarme para siempre en paz junto a la muchacha y cuidar de su vida. La vi fumar con el café, los ojos clavados ahora en la boca lenta del hombre viejo. De pronto me miró como antes en el sendero, con los mismos ojos calmos y desafiantes, acostumbrados a contemplar o suponer el desdén. Con una desesperación inexplicable estuve soportando los ojos de la muchacha, revolviendo los míos contra la cabeza juvenil, larga y noble; escapando del inaprehensible secreto para escarbar en la tormenta nocturna, para conquistar la intensidad del cielo y derramarla, imponerla en aquel rostro de niña que me observaba inmóvil e inexpresivo. El rostro que dejaba fluir, sin propósito, sin saberlo, contra mi cara seria y gastada de hombre, la dulzura y la humildad adolescente de las mejillas violáceas y pecosas.” El demonio que se encierra en la mente del hombre maduro altera la realidad. El yo que narra es también el yo que puede llegar al crimen; pero la adolescente es un resumen de lo que puede desearse en un amor, en el que la mujer actúa pasivamente, deformada imagen del protagonista que observa. Sólo al final del relato sabremos de la sordera de la joven. Es un defecto físico invisible quien confiere mayor misterio a la atención de la joven hacia el hablante, falsa imagen que perturba al narrador. El mismo tema de la adolescente asesinada había sido ya tratado en otro cuento anterior, “La larga historia”, de 1944. La coincidencia y algunos fragmentos idénticos, revelan la perduración de temas en los cuentos de Onetti.
En “el álbum”, los papeles se truecan y es ahora el “yo” adolescente, el narrador; y la mujer, quien encierra todas las experiencias. La “aparición” de la mujer mantiene, también aquí, el necesario misterio que modifica una realidad aparentemente banal. Se nos presenta de forma indirecta: “Hace una semana que está en el hotel, el Plaza; vino sola, dicen que cargada de baúles. Pero toda la mañana y la tarde se las pasa con esta valijita ida y vuelta por el muelle, a toda hora, a las horas en que no llegan ni salen balsas ni lanchas.” Una vez más Onetti recurre al sistema de desvelar sólo parcialmente lo que sabe. Y a recorrer un tiempo del que es el único dueño y señor: “Pero todo esto es un prólogo, porque la verdadera historia sólo empezó una semana después” y aún más adelante: “La verdadera historia empezó un anochecer helado, cuando oíamos llover y cada uno estaba inmóvil y encogido, olvidado del otro.” No se produce tampoco aquí la casi imposible comunicación amorosa. El amor es solamente un deseo. Y la auténtica comunicación entre los personajes es, como antes señalamos, la imaginación compartida; es, también, la “incitación al viaje”. El adolescente busca en la mujer madura no el placer, sino una experiencia de la vida. Ella significa la huida sin peligros y, fundamentalmente, la libertad. Con su desaparición el mundo imaginado se tambalea. Era necesario comprobar su existencia real o una reconfortante realidad que le viene de revolver en su baúl, de “un álbum con tapas de cuero y las iniciales C.M.” Así se justifica al fin la historia y recobra su validez, puesta poco antes en entredicho. No hay en la narración el “dolorido sentir” por la pérdida amorosa. Al fin y al cabo, el autorretrato del narrador nos permite dramatizar una situación dada su cínica filosofía vital: “mientras me vestía, me acomodaba la boina y trataba de reorganizar rápidamente mi confianza en la imbecilidad del mundo, le perdoné el fracaso, estuve trabajando en un estilo de perdón que reflejara mi turbulenta experiencia, mi hastiada madurez”.
El “yo” que narra puede también ser culpable. Y puede serlo, principalmente, por una cierta falta de experiencia o por la crueldad e indiferencia hacia el dolor ajeno. El adolescente de “El álbum” pasa a convertirse en un ser culpable en “Esbjerg, en la costa”. Nuevamente aquí la “invitación al viaje” viene de la mano de otra mujer, “engordada en la ciudad y el ocio”. Un hecho desencadenante, la nostalgia de Kirsten por Dinamarca, será el débil hilo conductor de la narración. Pero interviene la capacidad fabuladora de Onetti que sitúa en un primer plano la relación entre el narrador y el marido de Kirsten. Esta aparece nuevamente como “muy corpulenta, disputándole la cama sin saberlo”, o también “Kirsten es gorda, pesada y debe tener una piel muy hermosa”. Elementos de un realismo poco acorde con la pasión que puede despertar tradicionalmente la figura literaria de la mujer configuran el acto de Montes, el marido corredor de apuestas. Pero conviene poner de relieve la relación que se establece entre el narrador y Montes: “Lo insulté hasta que no pude encontrar nuevas palabras, y usé todas las maneras de humillarlo que se me ocurrieron hasta que quedó indudable que él era un pobre hombre, un sucio amigo, un canalla y un ladrón; y también resultó indudable que él estaba de acuerdo, que no tenía inconvenientes en reconocerlo delante de cualquiera si alguna vez tenía yo el capricho de ordenarle hacerlo. Y también desde aquel lunes quedó establecido que cada vez que yo insinuara que él era un canalla, indirectamente, mezclando la alusión en cualquier charla, estando nosotros en cualquier circunstancia, él habría de comprender al instante el sentimiento de mis palabras y hacerme saber con una sonrisa corta, moviendo apenas hacia un lado el bigote, que me había entendido y que yo tenía razón. No lo convinimos con palabras, pero así sucede desde entonces.” Se establece así una relación característica de humillación de carácter durativo. No es una sola humillación, un acto; sino un estado continuado. De esta forma se refuerza la culpabilidad del “yo” narrador, ya que, aun estando en principio de acuerdo con la culpabilidad de Montes (sin conocer las verdaderas razones que le llevaron a cometerlo, es decir, sin conocer la historia), el hecho no deja de ser despreciable en sí mismo. Pero la condena moral aumenta al analizar el narrador las motivaciones de Montes y al aparecer junto a él la figura nada idealizada de una Kirsten vencida por la nostalgia de su país, por sus propios orígenes. Entre Montes y Kirsten, sin embargo, tampoco se establecen auténticas relaciones de comprensión. Seres aislados, viven sus personales historias sin quejas. Montes la acompaña hasta el muelle y, desde allí, observan los buques que ella no llegará a tomar: “miran hasta que no pueden más, cada uno pensando en cosas tan distintas y escondidas, pero de acuerdo, sin saberlo, en la desesperanza y en la sensación de que cada uno está solo, que siempre resulta asombrosa cuando nos ponemos a pensar”. La narración en tercera persona ha ido desapareciendo (tras sustituir el “yo” culpable) para llegar al significativo final. No se disimula la presencia del autor, no sólo omnisciente, sino intérprete de una realidad construida y tejida de inmoralidades. E! lector no puede tampoco aceptar sin inquietud ni la injusticia del “yo” narrador, ni la que la sociedad establece al no permitir que Kirsten retorne al paisaje natal (al mundo de la infancia), ni la falta de comunicación que impide construir una racional coexistencia en la pareja. Lo negativo —una realidad de carencias— permanece en la narración por encima de cualquier circunstancia. No podemos dejar de compartir con el autor la última conclusión de orden moral emparentada con la literatura existencial: la soledad de todos.
La aparición del narrador se acentúa en “Matías el telegrafista” y es el propio Onetti quien nos define una vez más el sentido último de lo narrado: “Para mí, ya lo saben, los hechos desnudos no significan nada. Lo que importa es lo que contienen o lo que cargan; y después averiguar qué hay detrás de esto y detrás hasta el fondo definitivo que no tocaremos nunca.” Con estas palabras, en efecto, se resumen los propósitos narrativos de Juan Carlos Onetti. Su sistema, en los cuentos y en las novelas, consistirá en ofrecernos un viaje a los últimos significados de las acciones de aquellos personajes que crea. En él, las acciones, las referencias, los signos, alcanzarán otra dimensión, mucho más profunda que en cualquier otro de los novelistas latinoamericanos contemporáneos. Al partir de una psicología trascendentalizada, se alcanzará, en una estructura referencial, el último significado moral que nada tiene que ver con el moralismo. La literatura de Onetti permite siempre una lectura a diversos niveles, que depende básicamente del conocimiento de su obra total. ¿Cómo justificar este mundo desolado, nostálgico, triste como el tango, deshonesto y vacío? Onetti nos alcanza su verdad. En el cuento antes citado indica: “No mentiría; pero la mejor verdad está en lo que cuento aunque, tantas veces, mi relato haya sido desdeñado por anacronismos supuestos.” Esta verdad es también la nuestra a través de la magia del relato y del lenguaje. Admitimos la ficción del narrador y admitimos, con ella, cualquier otro recurso noblemente utilizado. La literatura es un engaño. Pero imperdonable engaño sería que no fuera lo que debe ser. Nada en el mundo de Onetti, sin embargo, traiciona la esencialidad de sus relatos. Y, por ello, podemos no estar de acuerdo con su moral o su filosofía, aunque somos también incapaces de superarlos, de demostrar su inviabilidad en el mundo que el narrador nos ha transmitido. Lo que así se establece es la máxima prueba a que puede someterse un novelista. La justificación de Onetti es los relatos de Onetti: “Nadie, nadie puede saber cómo ni por qué empezó esta historia”, escribe en “Tan triste como ella”. Y añadirá más adelante en un monólogo incrustado cara al público: “En cuanto al narrador, sólo está autorizado a intentar cálculos en el tiempo. Puede reiterar en las madrugadas, en vano, un nombre prohibido de mujer. Puede rogar explicaciones, le está permitido fracasar y limpiarse lágrimas, mocos y blasfemias.” Pero no hay fracasos en los mejores relatos de Onetti, en “Bienvenido, Bob”, en “Jacob y el otro” o en los demás que hemos citado. Sus personajes despiden, dentro de la oscuridad en que se hallan sumidos, una extraña luz. Y esta luz les viene dada por la creación, los recursos del arte de uno de los mejores narradores contemporáneos de lengua española: Juan Carlos Onetti.
JOAQUÍN MARCO
COLECCIÓN DE CUENTOS – JUAN CARLOS ONETTI
Selección y Digitalización de
J. Barbikane
ÍNDICE
AVENIDA DE MAYO-DIAGONAL-AVENIDA DE MAYO
EL OBSTÁCULO
EL POSIBLE BALDI
CONVALECENCIA
UN SUEÑO REALIZADO
MASCARADA
EXCURSIÓN
BIENVENIDO, BOB
LA LARGA HISTORIA
NUEVE DE JULIO
DE REGRESO AL SUR
ESBJERG, EN LA COSTA
LA CASA EN LA ARENA
EL ÁLBUM
HISTORIA DEL CABALLERO DE LA ROSA
EL INFIERNO TAN TEMIDO
LA CARA DE LA DESGRACIA
JACOB Y EL OTRO
TAN TRISTE COMO ELLA
LA NOVIA ROBADA
MATÍAS EL TELEGRAFISTA
EL PERRO TENDRÁ SU DÍA
BICHICOME
DAVID EL PLATÓNICO
EL IMPOSTOR
ELLA
LA ARAUCARIA
LA MANO
LA VERSIÓN DE LINACERO
LOS BESOS
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